Raptadas - La huída

RELATO ESCRITO COMO COLABORACIÓN A LA PROPUESTA DE MI AMIGA, LA ESCRITORA 
LUCIANA ELSA BONZO SUÁREZ

Primera parte: Raptadas

 
Por Luciana Elsa Bonzo Suárez

La nueva, Ana, no había podido dormir en toda la noche. Había llegado bastante tarde con los ojos vendados. La empujaron y cayó sobre las piernas de alguien que se quejó. Las hicieron callar.
Ronquidos y murmullos sin sentido se sumaron a sus sollozos.
Cuando los secuestradores se marcharon, unos delicados dedos le descubrieron los ojos y secaron sus lágrimas negras.
—No te preocupes, linda. Tenemos un plan para escaparnos —le dijo Luisa al oído antes de preguntarle su nombre.
Ana tragó saliva. Tenía sed, frío y pánico. Se acarició instintivamente el muslo izquierdo que le dolía. Bajo la minifalda, un número tatuado. Ella lo descubriría al día siguiente. La habían marcado.
Luisa le había insistido en que se durmiera unas horas pero no lo había conseguido.

Al amanecer contó cinco mujeres; todas jóvenes como ella, altas, rubias de peluquería. Dormían semidesnudas una junto a otra para darse calor.
—¿Cómo terminamos aquí? —preguntó Ana.
Luisa fue la primera en despertarse y la consoló.
—Yo te voy a contar: todas nosotras somos clientas de Kizo, el salón de belleza del centro. Seguro que vos también.
—Sí.
—Listo. Tiene que ser eso. Alguno de los empleados o el mismo dueño nos raptaron, nos drogaron y aquí estamos.
—¿Cuánto hace que estás…?
—Unos días. Shh. Tranquila. Acercate —le pidió Luisa y le confió el plan de escape.


Segunda parte: La huída

Por Osvaldo Villalba

El sonido de la llave girando en la cerradura y el chirriar de las bisagras la sobresaltó. Ana recordó las instrucciones de Luisa y se hizo la dormida. Las demás estarían haciendo lo mismo o todavía dormían, salvo Solange, la novia del japonés, que debía llevar a cabo el primer acto. Hacía dos días que la habían encerrado.
La puerta se abrió del todo y el encapuchado entró llevando una bandeja con raciones. Solange se paró y le salió al encuentro.
—¡Por fin, papito! —le dijo con voz melosa— ¡Tenía un hambre!
El tipo le dio la bandeja; ella la dejó en el suelo y se volvió a él.
—Hambre, pero no de comida —le dijo contorneando con sus uñas una inscripción en la remera del hombre que retrocedía mientras ella avanzaba sosteniéndole la mirada de gata. La puerta se cerró por el peso de sus cuerpos apoyados contra la misma.
—Si ahora no tenés nada que hacer —dijo Solange mientras le tocaba la entrepierna—. Mirá, todas duermen. ¿No serás trolo, no?
Ella notó la erección y le desabrochó el cinturón. Luego lo guió hasta una cama. El tipo se tumbó sobre Solange con el jean a la altura de los tobillos. Volvió a recorrer con sus dedos ese cuerpo torneado pero esta vez sin la necesidad de drogar a la mujer. Ahora ella lo buscaba y respondía a sus besos.
Solange le tironeaba del pelo de la nuca y jadeaba. Finalmente, logró ubicar la otra mano sobre el mentón que pinchaba a pesar de la máscara. Con un seco movimiento de ambas manos de derecha a izquierda, le rompió el cuello.
Rápidamente se levantaron todas y sacaron el cuerpo que, inerte, aplastaba a Solange. Rocío confesó que no creyó que funcionara. Pensaba que se necesitaría mucha fuerza para hacerlo. Mientras desvestían al fulano, Solange le explicó que en artes marciales no todo es fuerza, que también influye la justeza de los movimientos, pero que si era necesario usar la fuerza ella podía romper ladrillos con el dorso de la mano o maderas de una patada. Que su novio, tercer dan de karate, la había entrenado para defenderse.
Cuando le sacaron la capucha comprobaron que era uno de los empleados de Kizo. Faltaba determinar quiénes eran los otros dos que se turnaban para alcanzarles las viandas.
Paola, encargada del segundo acto, se vistió con las prendas del tipo. Se puso la capucha y salió con la bandeja; hizo ruido con la llave como si cerrara la puerta. Desde allí observó la disposición del lugar. Al lado de la habitación donde las tenían encerradas se veía el baño y del otro lado del pasillo, la cocina y al final la puerta de entrada a lo que debía ser el living comedor. Se escuchaban voces. Se dirigió a la cocina donde esperaba encontrar algo contundente como para defenderse, un palo o un cuchillo. Antes de entrar a la cocina, espió a Kizo y al otro empleado de la peluquería, que llamaban Rolo, sentados en un sillón mirando un partido de fútbol. Al ingresar a la cocina se le iluminó el rostro. Sobre la mesada había una pistola 9 milímetros. Seguramente el tipo la dejaba allí antes de entrar a verlas. Eso sugería que los otros también debían estar armados. Se la puso en la cintura y tomó un escobillón que estaba en el rincón del lavadero. Le sacó el mango pensando que Solange, como experta en artes marciales, debía darle buen uso por lo que había visto en películas. Cuando regresaba para buscar al resto, escuchó que Kizo le gritaba.
—Dale Zurdo que ya empieza el segundo tiempo.
—Mmmm —respondió con un gruñido y entró en la habitación.
—¡Quietos los dos! ¡Pónganse de rodillas y las manos en la nuca! —sonó imperiosa la voz de Luisa.
Kizo sonrió al verlas. Solange los amenazaba con un palo y Paola le apuntaba con un arma.
—Se van a lastimar con esas cosas —se pararon ambos y avanzaron hacia ellas—. Dame ese fierro, hay que saber usarlo.
Kizo con la palma hacia arriba le reclamaba el arma a Paola mientras Rolo se llevaba la mano a la cintura. Paola esbozó una sonrisa. Recordó en un segundo las enseñanzas de su padre volteando latas en la cerca del fondo, en la granja donde había vivido toda su vida. Estiró su brazo sosteniendo la pistola con las dos manos y le voló la rodilla a Rolo. Con un grito de dolor se dobló y soltó el arma que había intentando sacar. Luisa la pateó lejos y Solange con dos rápidos movimientos del palo se lo incrustó de punta en el estómago a Kizo y lo completó con un golpe descendente en la nuca. Cayó como fulminado. La sorpresa de los dos hombres era casi tan grande como el dolor que sentían. Ana levantó el arma que había volado lejos y Solange tomó la del jefe que aún estaba en su cintura. Ya estaban dominados. La pesadilla había terminado. Solo restaba llamar a la policía.




Reencuentro




Comprender es perdonar
“Por quién doblan las campanas”
Ernest Hemingway

Martes, más gris que nunca.

Te extraño. Desde el día que te fuiste dando un portazo no puedo conciliar el sueño. Las noches se hacen interminables. La madrugada me encuentra cansado y sin ganas de levantarme. No me queda otra que arrancar a la mañana, ponerme la sonrisa, sin la cual no puedo vender ni una póliza, y salir a conquistar el mundo. Igual que el mito de los payasos, debajo de esa careta lloro sin consuelo. No pude decirte que estoy arrepentido de haber ocultado mi pasado con la droga, porque no me atendiste nunca más el teléfono ni respondiste el millón de mensajes que te envié. Sé que merezco lo que me está sucediendo pero eso no me conforma. Tengo que asumir que nunca dejaré de ser un adicto en recuperación y no avergonzarme de eso. Ojalá pueda decirte que no oculto nada más.

Sábado,  al rojo vivo

No quepo dentro de mí. Ayer viernes, después de una semana para olvidar, me respondiste. Te noté calma. No supe qué decir. Tenía miedo de que una imprudencia volviera a arruinarlo todo. Opté por escucharte. Cuando me dijiste que, ya que te había pedido muchas veces que nos encontremos para hablar, considerabas que debías darme esa oportunidad, sentí que mis pulsaciones iban a reventar mi corazón. Quedamos en vernos hoy a la noche en el café de siempre. Ya no sé a quién encomendarme para que me guíe y no meter la pata, sobre todo porque no creo en nada ni nadie sobrenatural. Hace una hora que ensayo frente al espejo y hago mi discurso sabiendo que cuando llegue el momento me voy a olvidar de todo. De lo que estoy seguro es que te amo como nunca antes y que este fuego cubrirá mis posibles errores.

Domingo dorado

Otra vez no puedo dormir. Pero esta vez es de felicidad. ¿O es temor a despertar y que todo haya sido un sueño? Dormida a mi lado, boca abajo, con el pelo suelto sobre la espalda, sos la imagen de la perfección. Tu cuerpo desnudo sigue acelerando mi pulso a pesar del ardor con que nos amamos toda la noche.  No recuerdo qué fue lo que te dije cuando nos encontramos. Estaba tan nervioso que se me olvidó todo el discurso preparado. El resultado fue mejor que el esperado. Seguro que las incoherencias que balbuceé te parecieron tan creíbles que disipé tu enojo y terminamos abrazados. Y un poco más.

Osvaldo Villalba

20/02/2021.


Códigos


Aquellos que tienen algún código
y se rigen por él, se les respeta
y se les estima.
Andrzej Sapkowski

Esa mañana de noviembre del '59 el calor era pegajoso. Roberto bajó del colectivo en Velez Sarsfield y Osvaldo Cruz y caminó por esta última hacía el Oeste con una caja de cartón en cada mano.

Vivía en el edificio contiguo al mío. Construcciones viejas de departamentos tipo PH, con pasillos largos de revoque saltado. Su mamá era la encargada de cobrar los alquileres para el dueño de ambos complejos. Éramos amigos desde antes de ir al colegio. De estar todo el día juntos. De tomar la leche a la tarde en la casa de cualquiera. Era cuatro años mayor que yo pero congeniábamos como con ningún otro pibe del barrio. Cuando el propietario puso en venta los departamentos casi todos los inquilinos compramos, de modo que, de adolescentes seguimos siendo amigos.

Esa noche de verano la barra se juntó en la esquina de la farmacia a tomar fresco. Faltaba poco para que terminen las clases así que casi ninguno tenía mucho para estudiar. Roberto no siguió el secundario y trabajaba en lo que conseguía. Cuando lo vimos llegar con cara larga le pregunté:
—¡Eh, negro! ¿Qué te pasa que traés esa jeta de velorio?
—Me robaron.
—¿Cómo que te robaron? ¿Dónde?
—En la villa del Riachuelo. Voy siempre a entregar los puchos al bar del Paraguayo y nunca me pasó nada. Pero esta mañana, cuando pasé el Oratorio del Sagrado Corazón y me metí por el pasillo que lleva al bar, dos chabones con navajas me cortaron el paso y se llevaron las dos cajas de cigarrillos. Guita no tenía más que para el colectivo. Así que llegué al bar y le pedí al Paraguayo que me prestara unas monedas para el bondi. La joda es que sin guita el mayorista no me entrega ni un cartón de puchos.
 Nos miramos y sin decir ni ay nos pusimos de acuerdo en hacer una vaquita para ayudarlo. Para el sábado le habíamos juntado la plata para que el lunes arrancara de nuevo con el laburo.

Pasó toda la semana sin saber nada de él. El sábado a la siesta estábamos haciendo un picadito en 15 de Noviembre y Saenz Peña, —15 de Noviembre era asfaltada, las otras empedrado y la pelota saltaba para cualquier lado—,  cuando llegó más contento que tortuga con rueditas.
—¿Acertaste la quiniela negro? —le pregunté.
—¡No! ¡No saben lo que me pasó!
—Si no nos contás no vamos a saberlo nunca —dijo otro de los pibes.  
—Resulta que esta semana —comenzó a relatar—, gracias a que ustedes me prestaron la guita pude volver a hacer la entrega al bar del Paraguayo. No vaya a ser que aproveche otro proveedor y me saque el laburo.
—Ahorrá los detalles, andá al meollo —dijo el "genio" de la barra y provocó la risa de todos.
. —Está bien —siguió Roberto—. Cuando llegué al bar el Paraguayo recibió la mercadería, me pagó y antes de que me fuera me dijo:
—¿Ves el tipo de la boina que está sentado frente a la ventana? Me dijo que lo vayas a ver.
Me acerqué a la mesa y le dije;
Disculpe señor. ¿Usted quería verme?
Ah, sí. ¿Vos sos el proveedor de cigarrillos? Decime. ¿Qué te paso la semana pasada?
Me asaltaron señor. Dos chabones.
Decime exactamente qué te sacaron.
En una caja tenía los negros. Tres cartones de Particulares fuertes, tres de los suaves y cuatro de 43 70 y en la otra los rubios. Cinco cartones de Jockey y cinco de Colorado.
¿Marlboro, Chester o LM no tenías ninguno?
No maestro, de esos nunca me pidieron.
¡Paraguayo! le gritó¡A ver si subís el nivel! Hoy es lunes, dejame ver, el jueves venite aquí a verme.
—Y el jueves cuando entré estaba en la misma mesa. Cuando me vio me hizo señas con la mano, me hizo sentar, me convidó con un cortado y me dio un sobre con la guita que valían los puchos que me afanaron. Me aseguró que nunca más me iban a molestar y que me felicitaba por no haber aprovechado a nombrar puchos más caros.
—¡Ah! Un capo el tipo. Con códigos —dijo uno de los pibes.
—Me dijeron en el bar que es “el capo” —respondió Roberto.
—La semana que viene llevale un cartón de Chésterfield al fulano, por lo menos —le dije.
—Sí, ya lo pensé. Acá está la guita que me prestaron. Son amigos de fierro.
Terminamos todos abrazados. Eso sí, lo mandamos al arco porque con la redonda era medio tronco.

Osvaldo Villalba
05/10/2019

Desazón


Estás desorientado y no sabés
que trole hay que tomar para seguir.
Desencuentro
Cátulo Castillo

  Por lo agotado que estoy me parece que no debe faltar mucho. En realidad quisiera que terminara de una vez. Ya no sé si vale la pena seguir en la cancha.  Tengo la impresión de que aún dejando todo nadie lo va a apreciar. ¿Lo apreciaron alguna vez? Lo dudo. Escuchando algunos comentarios, sobre todo de aquellos que más me conocen, parecería que nunca hice nada bien. Entonces ¿para qué seguir en el partido? Por lo que queda por jugar no sé si va a cambiar algo. Tampoco sé si me importa. Sólo espero que suene el silbato para descansar. Espero que el Gran Árbitro no agregue tiempo adicional. ¿Cuánto faltará para el pitazo final?  Si tuviera el valor abandonaría ahora para no seguir padeciendo esta desazón. Pero no tengo fuerzas ni para eso. Si lo intento me va a pasar lo que dijo Cátulo: “ni el tiro del final me va a salir”.

Osvaldo Villalba
24/09/2019


Miedo



El miedo se pinta en el rostro
Séneca

—Tranquilo, va a salir todo bien.
—¿Cómo podés estar seguro?
—Seguro, seguro no, pero las probabilidades son altas.
—Entonces, por lo menos, hay una probabilidad de que algo salga mal. Eso ya justifica mi preocupación.
—Te concedo y reformulo: tranquilo, hay grandes chances de que todo salga bien
—Sigo teniendo miedo.
—Se nota en tu cara
—No puedo evitarlo
—Es una intervención simple.
—No deja de ser una cirugía.
—El equipo del quirófano es de excelencia.
—¿Es muy egoísta pensar en mí antes que en otros?
—No, pensalo como un conjunto.
—Bueno, está bien, son los mejores, pero…¿Pueden asegurarme que me irá bien?
—¡Uh! ¡Qué pesado! ¡Nadie puede asegurar nada! Pero todos hacen lo mejor que pueden.
—Por eso tengo miedo, porque no me alcanza.
—¿Y qué te alcanzaría?
—Que alguien me asegure que me va a ir bien.
—Y entonces le preguntarías por qué está seguro.
—Y... sí.
—¡Sos insufrible! Le voy a preguntar a la anestesióloga si ya está todo listo. Marita, ¿falta mucho?
—Ya está todo listo doctor.
—Gracias Marita. Bueno, doctor, llegó el momento de la verdad. El paciente está dormido. Entre ahí y proceda a su primera cirugía. Confiá en tu capacidad y verás que  todo irá bien.

Osvaldo Villalba
03/09/2019


Apariencia

 





Todos ven lo que tú aparentas;
pocos advierten lo que eres.
Nicolás Maquiavelo

Salgo corriendo del subte por la entrada que da a la estación Constitución del Roca. Ocho menos cuarto sale el último tren directo que no para hasta Adrogué. No es que ahorre mucho tiempo con relación al que para en todas, la ventaja es que viaja menos gente. De todos modos no es de vida o muerte. Sólo quiero viajar sentado después de laburar doce horas parado en el restaurante.
Viajando todos los días, de martes a domingo, —el negocio cierra los lunes—, uno termina repitiendo hábitos, como elegir siempre el mismo grupo de  vagones, entre el tercero y el quinto. Pero parece que no soy el único porque al final termino viendo seguido a algunos pasajeros que deben tener las mismas costumbres. Los fines de semana no hay trenes directos pero cambian los pasajeros. Salvo los que deben laburar como yo, como el pibe con gorrita y campera del Barza o el viejo de barba canosa, saco sport y corbata, que siempre va leyendo un libro. A ellos los recuerdo bien por dos motivos diferentes. Al viejo porque cuando me siento cerca trato de pispear que va leyendo. El de esta semana era de Kike Ferrari, Nadie es inocente o algo así.  Lo googleé y su biografía me pareció recopada. Si yo no fuera tan corto se lo pediría prestado. Pienso que él también me debe reconocer al verme seguido. Pero no da. Nunca hablo con nadie en los viajes.  Tengo miedo de que después no me pueda sacar de encima a los que tienen ganas de charlar cuando yo no. Este mes, después de cobrar, me compro el libro.
Del pibe de la gorrita me quedó grabado un incidente ocurrido hace unos veinte días. Yo estaba sentado justo en el asiento de atrás, ambos sobre la ventanilla. Subió una señora con una chica de unos catorce o quince años. El asiento al lado del pibe estaba vacío y la chica se sentó. La mujer la agarró del brazo y se la llevó para atrás mientras le decía “¿Cómo te vas a sentar al lado de ese villero?”. El pibe, con los audífonos puestos y la música a todo volumen, —yo oía desde mi asiento la voz del Pato Fontanet—, la debe haber escuchado porque la miró pero no dijo nada. Yo no pude con mi genio, me di vuelta y le dije:
—Señora, usted dice villero como si fuera un insulto. ¿Sabe? Yo me crié en una villa en el bajo Flores y mi viejo laburó siempre. Era mozo y atendía a jueces y abogados en un restaurante de Tribunales. Después me llevó a mí y hoy que se jubiló yo hago su trabajo. 
La mujer se sentó en el final del vagón y no me contestó pero varios me aplaudieron.
Hoy es jueves y por suerte alcanzo el directo. Subo por atrás por si se va y camino por adentro de la formación hasta llegar a mis vagones preferidos. En el cuarto encuentro asiento. Me pongo a observar a mis compañeros de viaje. Hay varios que son habituales incluidos el viejo del libro y el pibe de gorrita.

De la estación de Longchamps vivo a quince cuadras pero dejo la bici en un negocio de la avenida a la mañana así que en menos de una hora voy a estar en casa tomándome una birra.

El tren arranca en Burzaco y desde el vagón de adelante entran tres pibes con las capuchas puestas. Uno se queda en la puerta y los otros dos avanzan por el vagón.
—Tranquilos y sin hacer movimientos raros vayan preparando las billeteras, los celulares y los relojes —dice el que se queda en el medio con la mano dentro de la campera..
El otro empieza desde el fondo a recoger de los pocos pasajeros que quedan. Cuando llega a mí le doy el celular y los doscientos pesos que tengo en el bolsillo.
—La billetera  —me grita.
—No uso. Tampoco reloj.
—Dame la mochila.
—No, es mi ropa de trabajo
—Dame la mochila y las zapatillas —grita de nuevo sacando una navaja.
—No —le grito— son las únicas que tengo. Y mañana tengo que trabajar. Algo que vos no conocés.
El tipo levanta la navaja y me la clava en el muslo
—¡Hijo de puta! —le grito mientras me aprieto la herida que empieza a sangrar.
El pibe que siempre viaja conmigo se levanta y se acerca a mi asiento.
—Sentate, volvé a tu asiento —le grita el tipo.
—¡Boludo! ¡Se va a morir! ¿Querés cargar con un homicidio?
—¡Vámonos! —grita el que estaba parado en el medio. Los tres se van corriendo.
—Dame la corbata —le dice el pibe al viejo y la ata alrededor de mi pierna.
—Présteme una aguja —le dice a una señora que va tejiendo.
Enrolla la aguja en el nudo de la corbata y comienza a rotarla apretando el torniquete.
—¿Me voy a morir? —le pregunto.
—Espero que no. Tenía que espantarlos —me responde sonriendo—. Apretate fuerte que en cinco estamos en Longchamps y te llevo al hospital que está a dos cuadras.
—¿Cómo te llamás? —pregunto otra vez.
—Lautaro —me dice —soy enfermero.


Mientras me cosen en el hospital lo veo a Lautaro esperándome afuera. El viejo también está. No le pregunté el nombre.  ¡Villero! ¡Qué fácil es poner etiquetas!

Osvaldo Villalba
09/08/2019

Nota del autor.


Esta trama es ficción y fue escrito como un humilde homenaje a Lautaro Guzmán que sí sufrió la discriminación que menciona el relato y fue publicado en Noticias De Brown, un medio virtual de la localidad.








Hambre


Mis hambres
me gritaron
que el universo no se calma con
gemidos
sino con actos
Amelia Biagioni-
 Hambres y Actos

 —Señor, ¿tiene una moneda?
Levanto mi vista del libro. Tiene unos nueve o diez años. Flaquito, con un pantalón de gimnasia agujereado, zapatillas gastadas y una campera gris raída. El cabello, muy engrasado, cae sobre su frente.
—¿Qué vas a hacer con la moneda?
—Comprarme algo para comer.
—¿Dónde vivís?
—Donde puedo.
—¿Con tu familia?
—Solo.
—Mirá. No te voy a dar monedas. Mejor vamos a ir hasta el mostrador y  le pedimos algo para comer.
—Bueno
Me levanto de la mesa del bar y vamos hasta el mostrador.
—¿Querés un sánguche o medias lunas?
—Sánguche
Le pido al mozo uno de milanesa completo y una gaseosa. Mientras esperamos le pregunto.
—¿Por qué te escapaste de tu casa?
—¿Y usté que sabe? —sonríe mostrando unos dientes desparejos.
—Intuición. Yo lo hice hace muchos años.
—El novio de mi mamá me pegaba.
Traen el pedido
—¿Querés comerlo acá?
—No, mejor me lo llevo. Así lo como despacito.
—¿Me lo envolvés por favor? —le digo al hombre mientras le pago—. Y agregale tres medialunas.
Salimos a la calle. Le doy la bolsita. La agarra con la mano izquierda y me extiende la derecha.
—Gracias.
Le estrecho la mano, le acaricio la cabeza y le doy una palmada en el hombro. Mientras lo veo alejarse pienso, con las manos en los bolsillos y el libro bajo el brazo, que se acaba de ir la única oportunidad de comer algo que me quedaba.

Osvaldo Villalba
24/07/2019

Recuerdo



Hay besos que se
dan con la memoria
Gabriela Mistral

  La playa desierta se extiende hasta donde alcanza mi vista. El sol calienta poco en este mediodía invernal. El viento del norte, que en temporada es cálido, hoy corta como una navaja. Camino por los bordes del agua y, por momentos, las olas que se extienden sobre la arena mojan mis pies descalzos. El agua es cálida. ¿Cuántas veces caminamos juntos por aquí? Yo insinuaba que lo hacía por mí. Él, sonriendo, insistía que no, que le gustaban mucho estos paseos por la playa. Nunca terminó de convencerme. Creo que prefería mirar una película de tiros y patadas en el sillón del living o sentarse a escribir en la notebook. De cualquier manera yo disfrutaba las caminatas. La inmensidad del mar me daba mucha paz. Aunque hoy, sola, me cueste mucho encontrarla. No es lo mismo.

No quería venir pero mi familia insistió. Dijeron que me haría bien salir de casa y despejarme. Tal vez debería haber elegido un lugar en el que nunca estuvimos. Así todo lo que viera sería experiencia nueva y no recuerdos compartidos. No es cierto. Un lugar nuevo me llevaría a pensar qué lindo sería si estuvieras conmigo o esto sí te hubiera gustado. Nada ya puede sacarte de mis pensamientos. Prefiero sentir que estás conmigo, ya no a mi lado, sino dentro de mí. Tu voz, tus besos, tus abrazos, tus silencios, tus cuentos. Así será hasta que me toque partir.

Osvaldo Villalba
21/06/2019

Homicidio


Por un cabello solo
Mar de día-Octavio Paz

El fiscal abre el sobre que acaba de llegarle con el informe de laboratorio de la Policía Científica. Lo lee atentamente. Busca el expediente en la pila que tiene sobre el escritorio. Relee las fojas de las declaraciones de testigos. Roberta Sánchez, argentina, 46 años, trabaja en tareas de limpieza, encontró el cuerpo el lunes 13 de mayo de 2019, a las 9.00 horas, al ingresar con su juego de llaves en el departamento de la occisa. No aporta nada más. Jesús Camacho, paraguayo, 52 años, encargado del edificio. Hasta el sábado 11 de mayo que salió de franco no notó nada extraño. No tiene llave del departamento. Gastón Girotti, argentino, 26 años, novio de la víctima. Estuvo con ella el sábado 11 de mayo cenando en casa de la familia Girotti, donde vive con sus padres. Después la llevó a su departamento. El domingo 12 de mayo no la vio porque fue a ver un partido de fútbol. La llamó varias veces pero no le atendió el teléfono. Pensó que estaría sin batería, cosa que le ocurría con frecuencia.
Pasa al informe de la escena del crimen. La occisa, Alejandra Díaz, argentina, 23 años, fue encontrada desnuda sobre la cama con un cable de teléfono anudado al cuello. Los forenses dicen que la hora aproximada del deceso es entre 12 y 24 horas antes de su hallazgo. La causa es asfixia por ahorcamiento. Presenta escoriaciones en la zona púbica. No hay rastros de semen. En la zona genital se encontró un cabello que no es de la víctima.
Cierra el expediente. Recuerda lo que le costó convencer al juez de hacer un allanamiento al domicilio de los Girotti. Finalmente lo consiguió. Sin embargo su corazonada falló. Se jugaba a que el cabello pertenecía a Gastón, lo que igual no hubiera sido concluyente para determinar que fuera el agresor, pero podría ser motivo de apriete para que confiese.
Regresa al informe recibido hace un rato. El ADN confirma que el cabello encontrado en el cuerpo de la occisa coincide en un 99,99% con muestras obtenidas en el allanamiento pertenecientes a Rafael Girotti, padre de Gastón.

Osvaldo Villalba
19/06/2019


El espectro


       Cuando ví el pozo me dije: ¡Qué peligroso! Alguien caminando desprevenido podría caerse.
       Lo que nunca imaginé es que algo saliera de él.  Cuandol la ví salir y luego esfumarse en el aire pensé que el espíritu de esa mujer quería dejarme un mensaje...o que yo estaba demasiado fumado.

Osvaldo Villalba
22/06/2019

Espera



Chorro de luz:
un pájaro
Octavio Paz


El frío me hace tiritar. ¿O es el miedo? Debe estar amaneciendo. Me hago un ovillo debajo de la manta mugrienta pero no dejo de temblar. ¿Cómo se puede detener el tiempo? No es posible. El destino no puede burlarse. Cuando asome el sol vendrán a buscarme y todo terminará. Igual quisiera evitarlo.
Escucho pasos. Un chorro de luz se filtra por debajo de la puerta de mi celda. Afuera el pájaro madrugador canta. El indulto no llegó.

Osvaldo Villalba
19/06/2019


El disfraz


Al final todos los
disfraces deben caer
Gregory Maguire


Es el último día de Carnaval. El salón está repleto. Hace una hora que la busco y no logro hallarla.

La conocí en el baile de la semana previa a los Carnavales, el domingo más precisamente. No me gustan los bailes en general y mucho menos en estas fechas, pero Ariel, mi amigo, me había pedido que lo acompañara pues la chica que a él le gustaba iría con una amiga. Ellos desaparecieron de la vista en menos de una hora y la amiga no me dio ni bola y se fue a bailar con el primero que la invitó. Y yo, como decimos en el barrio, me quedé de garpe.
Entonces la vi. Estaba sola en una mesa entretenida con el celular. “Es de las mías” pensé. Su disfraz era de bailaora flamenca. Su cabellera renegrida y brillante hacía juego con el atuendo. Cuando me acerqué, detrás del antifaz, sus ojos negros relampaguearon junto con su sonrisa. Mi vestimenta era el ambo verde que uso todos los días en quirófano. Total si siempre opiné que es un disfraz más que un uniforme, para este caso vendría bien. Sólo debía ponerme un antifaz porque era obligatorio para ingresar y éste me lo prestó Ariel que tiene una colección.
—¿Tampoco te divierte esto? —le pregunté.
—Te estaba esperando —me dijo.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, es una forma de decir. Tenía que haber alguien que pensara como yo.
—¡Ah! Pensé que me conocías —dije con alivio.
—Nunca descartes nada.
Seguimos conversando toda la noche. Nos despedimos con un largo beso prometiéndonos encontrarnos el sábado siguiente. No aceptó, a pesar de mis ruegos, que la acompañara a su casa.
Cuando llegué el sábado ella ya estaba allí. Me pareció más bella todavía que el domingo anterior.
—Llegaste temprano Rodolfo —me dijo.
Me di cuenta entonces que no habíamos compartido nuestros nombres.
—¿Cómo sabes mi nombre? —le dije.
—Me lo debés haber dicho —respondió sonriendo.
—No me acuerdo. ¿Cuál es el tuyo?
—Mora
—Te sienta —le dije besándola.
Pasamos tres noches increíbles aún cuando no logré convencerla de hacer el amor pero igual nos abrazamos y besamos mucho. Hablamos de mi vida, de mi trabajo, de mis sueños. De ella sólo pude saber que trabaja en algo así como asesora de viajes.

—¡Aqui estás! —suena su voz a mis espaldas.
Giro pero no encuentro a la bailaora. En su lugar hay una figura con una túnica negra, con capucha, desde la cual me miran unos ojos rojizos.
—¿Por qué cambiaste tu disfraz? —pregunto.
—Hoy vine sin disfraz —me dice. Mi nombre real es Morta, una de las Parcas. Mi tarea es llevarte. ¿Vamos?

Osvaldo Villalba
17/01/2019