Yarará




“No temo a la muerte”, decía,
y seguro que decía la verdad.
Pero y a lo demás, ¿Le temía?
Al dolor de estar sin ellas, de que
ellas estuvieran sin él, de que
la vida continuara a pesar de
su ausencia. El miedo a ser
un recuerdo, una anécdota.
“Tuve un padre y se murió”

Carmen Amoraga
“La vida era eso”

El calor es insoportable. Se sienta al borde de la cama hasta que la somnolencia se disipa. Herminia, su mujer, duerme con las piernas encogidas. Se para despacio para no despertarla. Espía por el borde de la cortina. Afuera todo es negro todavía. Apenas se ve una línea de claridad hacia el lado del río. Calcula que deben faltar un par de horas para que amanezca.

Va hasta el fogón y atiza el rescoldo, tira un par de astillas y cuando encienden pone la pava y, mientras prepara el mate, acerca la parrilla con el trozo de carne que quedó de anoche. Sale al patio, bombea un par de veces en la batea y se refresca.

Entra al rancho y el agua ya está a punto. Mientras ceba y come el churrasco, observa a los gurises que duermen en los catres al otro extremo de la pieza. Están creciendo rápido. Hortensia, la mayor va para trece, Héctor tiene diez y Horacio seis recién cumplidos. En invierno pasan la semana en la escuela y el sábado y domingo en casa. Ahora en enero están de vacaciones.

Durante el verano Hortensia acompaña a la madre que trabaja en el casco de los Voith. Los otros se quedan haciendo lío en el rancho mientras Ramón, el Moncho para todos, se desloma en la yerbatera de lunes a sábado.

Pero hoy es domingo y Moncho, quiere ir a recorrer las trampas para ver si el almuerzo de hoy puede ser distinto.

Se pone la camisa, las botas para el monte, la bolsa de lona en bandolera, el sombrero de ala ancha y el machete en la cintura.

—¿Ya te vas? —pregunta Herminia.

—Sí, sí. Quiero volver antes del mediodía. Tené el fuego prendido. Que los gurises barran el gallinero. Así no están toda la mañana al pedo.

Toma el camino que va al río. Ya comenzó a clarear. Después de media hora de caminata encuentra el sendero que él mismo abrió para colocar las trampas. Se interna hacia el oeste en el monte.

Sabe cuáles son las especies protegidas que debe soltar y aquellas que por ser consideradas plagas se pueden cazar. Tiene claro que tampoco serviría atrapar, aunque se pudiera, una corzuela o un pecarí porque es un animal muy grande para su familia y no se aprovecharía. Mientras avanza piensa: "me basta con un conejo o una liebre, que alguien introdujo hace mucho y se reproducen...como liebres". Sonríe con su propio chiste.

Las dos primeras trampas están vacías. "Si algún animal cayó —piensa—, escapó o alguien pasó antes que yo y se lo llevó."

 

El ofidio lleva dos noches de caza infructuosa. Sufre mucho el calor y prefiere guardarse cuando el sol abrasa. Se está retirando cuando el aroma de la presa golpea sus glándulas olfativas. Se aproxima y la ve debatiéndose por salir de un pozo profundo. Prepara su ataque en el momento que las vibraciones del piso le indican que algo se acerca. Se repliega y esconde en el follaje.

 

Moncho llega a la tercera y a través de las ramas ve algo que se mueve en el fondo. Parece un conejo. Se arrodilla en el borde y mete la mano para agarrarlo en el momento que, como un latigazo, el ofidio muerde su mano en el dorso, cerca de la muñeca.

—¡Mierda! —grita Moncho al tiempo que sacude el brazo.

Con la izquierda saca el machete pero el ofidio desapareció entre los arbustos. Un dolor punzante en el lugar de la mordedura justo donde se ve las dos marcas de los colmillos que comienzan a sangrar. "Debo mantener la calma" —piensa Moncho mientras trata de recordar los consejos que les dio el año pasado un doctor del micro sanitario que pasó por el pueblo. "Claro, uno siempre piensa que no le va a pasar. A ver: no torniquete, no chupar, inmovilizar la zona, sacar la ropa, atenderse enseguida".

Se saca la camisa, pone el brazo derecho contra su pecho sostenido en las manijas de la bolsa de lona y con la izquierda saca el conejo del pozo y lo suelta.

Sale al camino. Se tiene que atender enseguida. No vuelve a su casa sino sigue hacia el río donde está el puesto de Gendarmería.

La mano ya está hinchada hasta los dedos y tomando una coloración morada. Le duele mucho. Tiene por delante como media hora más de camino. Mientras apura el paso, no puede dejar de pensar en un cuento que trajo una vez Hortensia del colegio, de un escritor que se llama Horacio, como su hijo más chico, pero no recuerda el apellido, donde una yarará lo pica al honbre y tarda tanto en llegar a atenderse que se termina muriendo. "A mí no me va a pasar" —se dice— "En un rato estaré en el destacamento. Por lo menos no me picó en las patas y puedo caminar"

Parece que el camino es más largo que nunca. Siente una puntada en el codo. El antebrazo también se está hinchando. Una arcada lo hace detenerse. Respira hondo. Se le pasa. Sigue. Tiene miedo. No miedo a morir, eso es un paso. En su vida vio mucha muerte. Es no ver crecer a sus hijos. Es dejar a su mujer sola. Recuerda una canción que escuchó hace un tiempo: Volver en guitarra. “Sería bueno –piensa—morir y volver en árbol y de su madera en guitarra. A lo mejor después alguno de mis hijos toque en ella un chamamé.”

Se siente mareado. Por lo que lleva caminando debe estar cerca. A la salida de una curva ve el mástil y la bandera del destacamento. Nunca amó tanto su bandera como en ese momento.

El gendarme de guardia lo ve venir tambaleante y sale a buscarlo.

—Moncho. ¿Qué te pasa?

—Yarará —alcanza a decirle al tiempo que el agente lo toma por debajo del brazo y lo ayuda a entrar al destacamento.

El oficial a cargo ordena que preparen el jeep y avisa por handy al hospital que lo llevan.

 

Moncho abre los ojos y Herminia y sus hijos lo están mirando. Está en la sala de internación con suero en el brazo izquierdo. La mano le duele un poco pero está menos hinchada.

—Se me consumió el fuego —le dice su mujer sonriendo.

—Es que me ganaron de mano. Mejor dicho, me ganaron la mano —responde Moncho mostrando las huellas del combate.

 

Osvaldo Villalba

27/12/2021


N de A: La canción mencionada en el relato, Volver en guitarra, es la que inspiró el mismo. Fue escuchada por el autor en la voz de la cantante santafecina Patricia Gómez, a quien conoció en forma virtual por una entrevista realizada por la escritora Natalia Sordi. La pieza corresponde al músico y cantante santafecino Roberto Galarza (1932-2008)


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