El calor es insoportable. Se sienta al borde de la
cama hasta que la somnolencia se disipa. Herminia, su mujer, duerme con las
piernas encogidas. Se para despacio para no despertarla. Espía por el borde de
la cortina. Afuera todo es negro todavía. Apenas se ve una línea de claridad
hacia el lado del río. Calcula que deben faltar un par de horas para que
amanezca.
Va hasta el fogón y atiza el rescoldo, tira un par
de astillas y cuando encienden pone la pava y, mientras prepara el mate, acerca
la parrilla con el trozo de carne que quedó de anoche. Sale al patio, bombea un
par de veces en la batea y se refresca.
Entra al rancho y el agua ya está a punto. Mientras
ceba y come el churrasco, observa a los gurises que duermen en los catres al
otro extremo de la pieza. Están creciendo rápido. Hortensia, la mayor va para
trece, Héctor tiene diez y Horacio seis recién cumplidos. En invierno pasan la
semana en la escuela y el sábado y domingo en casa. Ahora en enero están de
vacaciones.
Durante el verano Hortensia acompaña a la madre que
trabaja en el casco de los Voith. Los otros se quedan haciendo lío en el rancho
mientras Ramón, el Moncho para todos, se desloma en la yerbatera de lunes a
sábado.
Pero hoy es domingo y Moncho, quiere ir a recorrer
las trampas para ver si el almuerzo de hoy puede ser distinto.
Se pone la camisa, las botas para el monte, la
bolsa de lona en bandolera, el sombrero de ala ancha y el machete en la
cintura.
—¿Ya te vas? —pregunta Herminia.
—Sí, sí. Quiero volver antes del mediodía. Tené el
fuego prendido. Que los gurises barran el gallinero. Así no están toda la
mañana al pedo.
Toma el camino que va al río. Ya comenzó a clarear.
Después de media hora de caminata encuentra el sendero que él mismo abrió para
colocar las trampas. Se interna hacia el oeste en el monte.
Sabe cuáles son las especies protegidas que debe
soltar y aquellas que por ser consideradas plagas se pueden cazar. Tiene claro
que tampoco serviría atrapar, aunque se pudiera, una corzuela o un pecarí porque
es un animal muy grande para su familia y no se aprovecharía. Mientras avanza
piensa: "me basta con un conejo o una liebre, que alguien introdujo hace
mucho y se reproducen...como liebres". Sonríe con su propio chiste.
Las dos primeras trampas están vacías. "Si
algún animal cayó —piensa—, escapó o alguien pasó antes que yo y se lo
llevó."
El ofidio lleva dos noches de caza infructuosa.
Sufre mucho el calor y prefiere guardarse cuando el sol abrasa. Se está
retirando cuando el aroma de la presa golpea sus glándulas olfativas. Se
aproxima y la ve debatiéndose por salir de un pozo profundo. Prepara su ataque
en el momento que las vibraciones del piso le indican que algo se acerca. Se
repliega y esconde en el follaje.
Moncho llega a la tercera y a través de las ramas
ve algo que se mueve en el fondo. Parece un conejo. Se arrodilla en el borde y
mete la mano para agarrarlo en el momento que, como un latigazo, el ofidio
muerde su mano en el dorso, cerca de la muñeca.
—¡Mierda! —grita Moncho al tiempo que sacude el
brazo.
Con la izquierda saca el machete pero el ofidio
desapareció entre los arbustos. Un dolor punzante en el lugar de la mordedura
justo donde se ve las dos marcas de los colmillos que comienzan a sangrar.
"Debo mantener la calma" —piensa Moncho mientras trata de recordar
los consejos que les dio el año pasado un doctor del micro sanitario que pasó
por el pueblo. "Claro, uno siempre piensa que no le va a pasar. A ver: no
torniquete, no chupar, inmovilizar la zona, sacar la ropa, atenderse enseguida".
Se saca la camisa, pone el brazo derecho contra su
pecho sostenido en las manijas de la bolsa de lona y con la izquierda saca el
conejo del pozo y lo suelta.
Sale al camino. Se tiene que atender enseguida. No
vuelve a su casa sino sigue hacia el río donde está el puesto de Gendarmería.
La mano ya está hinchada hasta los dedos y tomando
una coloración morada. Le duele mucho. Tiene por delante como media hora más de
camino. Mientras apura el paso, no puede dejar de pensar en un cuento que trajo
una vez Hortensia del colegio, de un escritor que se llama Horacio, como su
hijo más chico, pero no recuerda el apellido, donde una yarará lo pica al honbre y tarda tanto en llegar a atenderse que se termina muriendo. "A mí no me
va a pasar" —se dice— "En un rato estaré en el destacamento. Por lo
menos no me picó en las patas y puedo caminar"
Parece que el camino es más largo que nunca. Siente
una puntada en el codo. El antebrazo también se está hinchando. Una arcada lo
hace detenerse. Respira hondo. Se le pasa. Sigue. Tiene miedo. No miedo a
morir, eso es un paso. En su vida vio mucha muerte. Es no ver crecer a sus
hijos. Es dejar a su mujer sola. Recuerda una canción que escuchó hace un
tiempo: Volver en guitarra. “Sería bueno –piensa—morir y volver en árbol y de
su madera en guitarra. A lo mejor después alguno de mis hijos toque en ella un
chamamé.”
Se siente mareado. Por lo que lleva caminando debe
estar cerca. A la salida de una curva ve el mástil y la bandera del
destacamento. Nunca amó tanto su bandera como en ese momento.
El gendarme de guardia lo ve venir tambaleante y
sale a buscarlo.
—Moncho. ¿Qué te pasa?
—Yarará —alcanza a decirle al tiempo que el agente
lo toma por debajo del brazo y lo ayuda a entrar al destacamento.
El oficial a cargo ordena que preparen el jeep y
avisa por handy al hospital que lo
llevan.
Moncho abre los ojos y Herminia y sus hijos lo
están mirando. Está en la sala de internación con suero en el brazo izquierdo.
La mano le duele un poco pero está menos hinchada.
—Se me consumió el fuego —le dice su mujer
sonriendo.
—Es que me ganaron de mano. Mejor dicho, me ganaron
la mano —responde Moncho mostrando las huellas del combate.
Osvaldo
Villalba
27/12/2021
N de A:
La canción mencionada en el relato, Volver en guitarra, es la que inspiró el
mismo. Fue escuchada por el autor en la voz de la cantante santafecina Patricia
Gómez, a quien conoció en forma virtual por una entrevista realizada por la
escritora Natalia Sordi. La pieza corresponde al músico y cantante santafecino
Roberto Galarza (1932-2008)