Celos



El que es celoso, no es nunca
celoso por lo que ve, con lo que
se imagina basta.

Jacinto Benavente.


Una vez más Marcelo se dio vuelta en la cama. Miró el radio-reloj que tenía sobre su mesita de luz. Eran la 5.30 de la madrugada. Desde las 2.00 que no podía dormir. A su lado Sonia dormía plácidamente. En el silencio de la noche su respiración profunda y acompasada lo irritaba todavía más. Una bronca inmanejable le oprimía el pecho como si tuviera una pesa de 50 kg sobre el esternón, y la garganta se le cerraba en sollozos contenidos. Sentía ganas de llorar y a la vez de romper todo, pero no hacía ninguna de las dos cosas, sólo daba vueltas en la cama. 

Sonia no tenía ni idea que era la culpable de sus desvelos. No se había animado a decirle nada, porque tenía miedo de quedar en evidencia. Prefería seguir esperando y sufrir.

Hacía 4 años que estaban juntos. Se habían conocido en el casamiento de Raúl, el gordo, amigos de esos que no se empardan. Desde el jardín de infantes en Paternal, en su ya lejana infancia, hasta el Bachillerato en el Mariano Moreno. De las tribunas de Argentino Juniors hasta las asambleas barriales del 2002. Y cuando Raúl se puso de novio, y dejaron de salir juntos, sintió como que le arrancaban un brazo. Hasta el día del casamiento, en el que Sabrina, la esposa del gordo, le presentó a Sonia.

—Marce, haceme un favor —le había pedido Sabrina—. Sonia hace poco que vino de Montevideo, no conoce a nadie, no quería venir, pero yo la convencí. Trabajamos juntas todos los días, ¿Cómo no iba a venir a mi casamiento? Ayudame para que no se sienta sola.

Cuando Marcelo la vio no le representó ningún sacrificio el hacerle compañía. Era muy hermosa. Pelo negro, lacio, que le caía sobre los hombros, tez trigueña, ojos color caramelo y una sonrisa que lo impactó. Sabrina los  presentó y los ubicó en la misma mesa, y el encantamiento fue mutuo, porque no se separaron en toda la noche. Comenzaron a salir, y después de tres meses, decidieron ir a vivir juntos. Marcelo, entonces con 31 años, había tenido muchas relaciones, pero nunca había convivido con nadie, desde que se fue de la casa de sus padres, en Paternal. De Sonia, no sabía mucho. Su única familia era una tía que vivía en Montevideo, con la que hablaba cada tanto. Ella le contó que nunca había estado de novia seriamente. Sólo relaciones informales y en ese momento, con 27 años, había decidido venir a probar suerte a Buenos Aires.

El primer año de adaptación fue muy difícil. Muchos años viviendo solos hacía que la convivencia fuera complicada. Cada uno tuvo que ceder muchas cosas, acostumbrándose a considerar al otro en decisiones que antes tomaban solos. Marcelo no se consideraba un tipo celoso. Claro, que si alguien la miraba en forma provocativa le molestaba, y hasta era capaz de trompearlo, pero ella no le daba motivos para sentirse celoso.

Como no podía conciliar el sueño, decidió levantarse. Puso a preparar el café, se duchó, y se vistió rápidamente. Sonia dormía todavía. Era lo habitual. Marcelo, abogado laboralista, arrancaba el día recorriendo tribunales desde las 7 am. Hacía un tiempo se había independizado de un estudio importante, después de haber trabajado durante 5 años, y todavía no había podido consolidarse como para tener empleados. Por eso, hacía tribunales personalmente. Sonia, en cambio, seguía trabajando con Sabrina en una boutique de ropa femenina en un shopping, que abría a las 10 am, por lo que se levantaba un poco más tarde.

Mientras viajaba en el subte, Marcelo no podía pensar en otra cosa. Después del primer año las cosas se habían ido acomodando y disfrutaban el estar juntos, con los altibajos normales de cualquier pareja. Hasta la noche anterior.


        Hacía un par de meses que Sonia estaba rara. Se quedaba a veces pensativa, como ida. Cuando Marcelo le preguntaba:
        —¿Por donde andás?
        —¿Eh? Ah, nada —y con una sonrisa le daba un beso. Marcelo sabía que cuando una mujer dice "nada", hay un montón de cosas detrás...

       En sus códigos de pareja, siempre habían respetado sus tiempos propios. Marcelo jugaba al fútbol con sus amigos una vez por semana. Sonia hacía natación los sábados por la tarde. Su antigüedad en el negocio, al igual que Sabrina, les daba la prerrogativa de trabajar ese día sólo hasta las 13 hs, después se quedaban las chicas más nuevas. Marcelo, por su trabajo, recibía llamados en su celular durante todo el día. Nunca se preguntaban entre ellos con quien hablaban. Pero últimamente, él había notado que esos momentos de quedarse pensativa, se daban con más frecuencia después de recibir algunos llamados. Y, en consecuencia,  empezó a inquietarse. ¿Habrá conocido otro tipo? ¿Alguien estará provocando esos estados? Sin embargo, en su relación íntima, nada había cambiado, ni en el trato, ni en la cama. Pero algo le está pasando. Pero como ella no lo contaba, Marcelo tampoco se animaba a preguntárselo.

El subte llegó a la estación Tribunales. Se bajó y subió las escaleras que lo dejaron en Plaza Lavalle. Se dirigió al edificio de Libertad y Lavalle donde funcionan varios juzgados. Con la mente ofuscada, Marcelo había hecho algo, la noche anterior, que jamás imaginó que podría hacer. Mientras Sonia se había ido a acostar, él se había quedado en el living, "trabajando en unos expedientes" y le había revisado el celular. Entre un montón de mensajes había uno que le hizo saltar el corazón y no le permitió conciliar el sueño en toda la noche: "R.A. mañana es el día. A las 15 en el mismo lugar. Beso"

Pensó en despertarla y preguntarle directamente, pero no se animó. Si ella podía explicarlo, él quedaría en evidencia por haber revisado el celular. En cambio, si era lo que él se imaginaba, era mejor encontrarlos "in franganti". Allí decidió que la seguiría. Le pidió a uno de sus compañeros de fútbol que le prestara el auto a la tarde, con la excusa que el suyo estaba en el service y tenía una reunión importante.

—Retiralo del estacionamiento —le había dicho su amigo—. Yo le aviso al encargado. Después dejalo otra vez en la cochera, que hasta la noche no lo saco.

        A las 13 horas, estaba en el auto estacionado en la esquina del shoping. Llamó a Sonia como todos los mediodías
        —Hola amor —respondió Sonia— ni te escuché irte esta mañana. ¿Saliste más temprano?
        —Ah, si, si. Tenía que estar en Tribunales a primera hora. ¿Vas a almorzar con Sabrina?
        —No, hoy no. Tengo que hacer un trámite.
        —Ah! ¿Sí? ¿Donde? —trató de preguntar con el tono más indiferente que pudo encontrar, y que no se notara lo que estaba pasando por su cabeza y su estómago.
        —Nada, retirar unos análisis de rutina.
        —Ah bueno Nos vemos después, un beso.
        —Un beso, te amo.
        Cortó el teléfono. Su cabeza era una batidora. ¿Como podía decirle "te amo"? No entendía nada.


       Como a las 14 hs, la vio salir. Paró un taxi. El puso el auto en marcha y comenzó a seguirlo. El taxi avanzó por Corrientes y dobló en Anchorena, siguió hasta Córdoba, y de allí, el camino que lleva al barrio de Belgrano. Cuando estaba llegando Cabildo, el taxi se detuvo. Ella bajó del taxi y caminó hasta un edificio en el que entró. El detuvo el auto. Estacionó en la esquina, en infracción. Después le pagaría la multa a su amigo. Caminó hacia la mitad de la cuadra y se quedó en la vereda de enfrente del edificio. Esperó, tal vez 15 o 20 minutos. A él le parecieron horas...y por fin los vio salir. Sonia y un tipo alto, como de 40 años, corpulento. Se pararon en la vereda y se abrazaron.
Marcelo cruzó la calle en cuatro zancadas y se paró a dos metros de ellos.
       —¿Me pueden explicar qué está pasando?
Sonia, sin poder disimular su asombro, le preguntó:
       —¿Qué haces aquí?
       —Yo hago las preguntas – la voz de Marcelo evidenciaba toda la rabia contenida.
       —Esperá —le dijo el hombre—. No es lo que estás pensando.
       —¿Y vos qué carajo sabés lo que estoy pensando? ¡Le estoy preguntado a ella!
       El hombre miró a Sonia y le dijo:
       —Contale.
      —Marcelo —dijo ella con voz firme—. Te presento a Raúl Almada, mi hermano.

      Un gancho al hígado aplicado por un boxeador profesional no lo hubiera dejado más paralizado. Se quedó mirándolos sin saber qué hacer. Una mezcla de vergüenza, de asombro y la vez de alivio lo invadieron, dejándolo sin palabras.
      Raúl sugirió:
      —¿Por qué no vamos a tomar un café y te explicamos todo?
      Sonia, abrazando a Marcelo, le susurró::
      —¡Tonto! ¿Qué habías pensado?

     Una hora después, con varios cafés de por medio, Marcelo se enteró de los pormenores.

Raúl fue el que comenzó:

—Mis padres militaban en el ERP. Mi viejo murió en el intento de toma del Batallón Viejobueno de Monte Chingolo. Poco después, mi mamá escapó al Uruguay. Yo me quedé con mis abuelos paternos. De mi mamá no supimos nada más. Hace unos 10 años comencé a buscarla. Viajé varias veces al Uruguay, infructuosamente. Después de mucho tiempo, alguien me acercó los datos de una persona que conocía a antiguos militantes tupamaros. Después de viajar varias veces más y hablar con distintas personas, pude confirmar que mi madre se había incorporado a un grupo, que finalmente fue desaparecido. Pero en una de esas entrevistas alguien me contó que había tenido una hija. Allí comenzó otra búsqueda, ahora para saber quien había sido la pareja de mi madre. Más viajes, más datos, más gente que entrevistar. Muchos que ya no quieren hablar de eso. Otros que desconfían de los que preguntan. Por fin, una señora, viendo fotos de mi mamá, la reconoció y creyó que mi búsqueda era sincera y no representaba peligro para nadie. Ella me pasó los datos del hombre. De toda su familia sólo quedaba una hermana, pero había quedado tan aterrorizada que me costó muchísimo tiempo ganar su confianza hasta que pude sacarle algún dato.

—Esa es mi tía —dijo Sonia sonriendo—. Nunca me quiso hablar de mis padres. Cuando Raúl me contactó, sentí inquietud primero, pero después, toda mi historia pugnaba por salir a la luz. No quise decirte nada, hasta no estar segura. Hoy retiramos el análisis de ADN. ¡Somos hermanos!

Marcelo sentía que el nudo en la garganta cada vez se hacía más fuerte, pero ahora era distinto del que tenía esta mañana. Se levantó de su silla y los abrazó a los dos. 

Ya en el auto de su amigo, camino al estacionamiento para devolverlo, con la boleta de infracción en el bolsillo, sonrió cuando Sonia, recostada sobre su hombro, le dijo:

—¡No puedo creer todo lo que hiciste hoy! ¡Vos ves muchas series policiales! 

 

Osvaldo Villalba

01/01/2013