Tormenta

 

Es bueno dar cuando alguien pide, pero es mejor todavía poder dárselo todo al que nada pidió.

La bruja de Portobello-Paulo.Coelho

Los relámpagos iluminan el callejón frente a las vías. El Sordo recoge los cartones, las mantas y el colchón antes que se descargue la lluvia. El cajero automático de la avenida ya está copado. Para ir bajo el puente tiene como cuatro cuadras. Elige las escalinatas del colegio que tienen un techito. Es viernes y hasta el lunes se va a poder quedar. Vi desde mi balcón toda la movida. No leo la mente, todo me lo contó él mismo cuando le llevé el jarro con sopa y el sanguche de milanesa que eran mi cena.


Nostalgia

 

En este barrio que es reliquia del pasado,
en esta calle tan humilde tuve ayer.
Barrio pobre-Francisco García Gimenez


Bajo del auto y camino hasta la dirección que sesenta años atrás fue mi casa. El frente está reformado. En la vereda impar ya no existe el conventillo de mi amigo Pocho. Hay un edificio de departamentos. Si hasta le cambiaron la mano a la calle. Camino hasta la esquina. Ya no está el almacén de los gallegos ni la farmacia. Ya no hay muchachos charlando en la esquina ni pibes jugando a la pelota en la vereda. Viene a mi mente un tango: Mi barrio no es éste, cambió de lugar. La nostalgia me invadió.


El regalo del abuelo

 



Regalando un libro, se regala
por supuesto una historia.
Pero también se regalan una o
varias emociones que van
desde la risa al llanto,
pasando por la ira 
o el aburrimiento en
el peor de los casos

Carla Montero

         —¿Compraron los libros para el abuelo, chicos?

La pregunta de mamá que me temía.

—No todavía —responde mi hermana—, pero esta semana sin falta me ocupo.

Odio su mansedumbre. ¿Es que nunca se rebela por nada?

—Ma, vos que sos una buena hija, podrías ocuparte ¿no? —le digo.

—Ah, sí. Claro que soy una buena hija y me ocupo de mi regalo. Lo que no sé es si soy una buena madre ya que, con 28 y 26 años como tienen tu hermana y vos, están en edad de asumir sus propias responsabilidades —mi vieja tiene respuestas para todo.

—Pero el abuelo es judío. ¿Por qué festeja la Navidad? Y con esa ridiculez de regalar libros. Ya no se usan. Ahora viene todo electrónico —insisto.

—Mi papá es judío, pero no religioso. Y mi mamá era católica. Y festejaban todas las fiestas con tal de reunirse a comer cosas ricas —me responde mi madre—. Además vos fuiste siempre su consentido. ¿Por qué no le preguntás y tratás de convencerlo? Me parece que "esa ridiculez", como vos le llamás, tiene que ver con su historia.

—Está bien. Voy a hablar con él. Ahora me están esperando los pibes en la canchita, pero si tenés tiempo, cuando regrese quiero que me refresques la memoria. Sé que nos la contaste hace mucho pero casi no me acuerdo —respondo mientras me calzo la mochila y busco las llaves del auto.

 * * *

—Ya volví, ma. ¡Qué rico olor! Se siente desde el palier. Los vecinos ya están haciendo cola. Y yo traigo un hambre.

—Exagerado. No te sientes a la mesa sin lavarte las manos.

—Regla número uno desde que tengo uso de razón. ¿Mi hermana viene a cenar?

—No. Salió con el novio.

—Más milanesas para mí. Ella se lo pierde.

—Me parece que ella prefiere estar con su novio. No es de las que vende su primogenitura por un plato de milanesas.

—Mmm. ¡Están buenísimas, ma! Y tu referencia a la cita bíblica me recuerda que tenemos pendiente repasar la historia del abuelo. ¿Te parece ahora?

—Dale. Sólo te aclaro que todo lo que sé es por mi mamá. Mi papá nunca habla de eso.

—Sí, eso sabía. Por eso quiero conocer los detalles antes de hablar con él.

—Bueno. Mi papá nació en 1937 en la ciudad de Kalisz. En 1939, con la invasión de Polonia por el ejército alemán,  su padre fue apresado y enviado al gueto de Lodz con una gran cantidad de judíos polacos, mientras que su madre y él que tenía dos años fueron llevados al Campo de Gurs, en la Francia ocupada por los nazis. De su padre se supo que después de la invasión alemana a la Polonia ocupada por la Unión Soviética fue trasladado a Lublin y ahí se pierde la historia. Su madre con él lograron ser rescatados, emigrando protegidos de Europa. Así llegaron a Buenos Aires, apoyados por otros refugiados polacos. Por lo que sé su vida fue difícil. La madre limpiaba casas de familia y él cuando terminó la escuela entró a trabajar de aprendiz en un taller mecánico. Cuando mi mamá lo conoció había conseguido ingresar a la Marina Mercante, que en las décadas de 1950 y 1960 había crecido mucho.

—Buenísimo ma. Me queda claro. ¿Y el tema de regalar libros?

—Eso nunca lo supe. Cuando yo nací ya lo practicaba y nunca se me ocurrió preguntar.

—Está bien, ma. De eso me ocupo yo. Voy a pensar bien como abordar el tema sin que se enoje o se sienta incomodado.

* * *

 —Hola pibito —me dice el abuelo acompañando su ademán de invitarme a pasar—. Estoy tomando unos mates. ¿Me acompañás?

—Sí, dale. Traje unas facturas.

—La verdad, cuando me llamaste para venir a charlar, me preocupé un poco a pesar que me aseguraste que estaba todo bien —me dice el abuelo mientras me extiende un mate.

—Es que quería saber algunas cosas que no daban para hablar por teléfono —respondo mientras abro el paquete de facturas.

—¡Uh, medias lunas con dulce de leche! Eso me puede —exclama el abuelo—. Pregunte nomás paisano.

—Ahí va la primera: si vos sos judío, ¿cómo es que festejás la Navidad?

—Tardaste más de lo que imaginé en preguntarme.

—Es que todos estos años lo discutí con mamá. Pero ya quiero escucharlo de tu boca.

—Seguramente coincidirá con lo que ella te contó, aunque sé que siempre se lo preguntó a tu abuela y no a mí. Era muy chiquito cuando vinimos a Buenos Aires, así que mis primeros recuerdos de infancia son del conventillo donde vivimos, en Constitución. Esos complejos eran como una gran familia: nos peleábamos como en toda buena familia que se precie, circulaban los chismes, reinaba la envidia y la competencia pero también, como en todo asentamiento de gente pobre y sencilla, también aparecía la solidaridad y la empatía. En nuestro caso no éramos religiosos, pero en las fiestas judías mi madre preparaba algún plato tradicional, cuando alcanzaba para eso. Y cuando venían la fiestas cristianas, sobre todo Reyes, los chicos del lugar recibían regalos, por humildes que fueran, menos yo. 

—Eso debía ser complicado de explicar a un chico ¿no? —lo interrumpo.

—Claro. Y ahí intervino doña Giuliana, una viejita italiana que un día le preguntó a mi mamá: "doña Katarina, le molesta si le hago un regalito al bambino". Mi mamá casi llora de la emoción y desde ese día empecé a recibir también a los Reyes Magos.

Y de grande, como tu abuela era católica y le gustaba comer bien, empezamos a festejar el Rosh Hashaná con guefilte fish, varénikes, knishes y baklava. Y por supuesto en Navidad con vitel toné, pollo al horno con papas, pan dulce y turrones.

—Y disfruto ambas fiestas, abuelo —le agrego—. Vamos por la segunda. Y ultima ¿eh? Prometo que no te jodo más.

—Dale. Esperá que ensillo otro amargo —dice el abuelo mientras se levanta a vaciar el mate.

El abuelo llena otra vez el termo y el mate y vuelve a sentarse a la mesa

—¿Por qué regalar libros? —pregunto sin preámbulos.

—Me imaginaba que venía por ahí —responde el abuelo—. Nunca lo conté, salvo a la abuela, porque en realidad nadie insistió en saberlo. Pero debí prever que no sos de los que se conforman con un "porque sí" —finaliza riendo.

—Me halaga, abu.

—Te lo ganaste. Descuento que sí sabés de mi historia en Polonia. Es algo que me costó muchísimo superar en mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. No quería hablar ni escuchar sobre eso. En ese tiempo no era tan habitual ni tan accesible la terapia sino hubiera sido gran candidato.

—¿Y lograste superarlo? —me intereso.

—Con ayuda inesperada. Cuando ingresé en la Marina Mercante estuve dos años en transporte fluvial, en Rosario. Después conseguí un traslado a transporte marítimo. Allí comencé a viajar por todo el mundo.

—¡Qué genial! —lo interrumpo.

—Estaba muy bueno pero faltaban marineros con experiencia. Así fue que ingresaron al buque varios europeos. Me hice muy amigo de un islandés, de familia dinamarquesa, llamado Thos. Le llamábamos el vikingo, grandote y rubicundo. Nos entendíamos mitad en español y mitad en italiano. En las charlas que teníamos por las noches me contaba sobre su historia. Pero yo no podía contarle la mía. Creo que se dio cuenta de mi bloqueo y para una Navidad que nos encontró en Canarias me explicó cómo había surgido la tradición en su país de regalar libros y me trajo el suyo.

—Perdón por la digresión, abu —lo interrumpo—. ¿Se puede saber cómo se creó?

—Sí, claro. Durante la segunda guerra el país adoptó una política muy proteccionista sobre las importaciones. El único producto que era barato importar era el papel. Por eso muchas empresas cambiaron rubro y comenzaron a imprimir libros.

—Una buena medida sin duda. Y después, en la post guerra siguieron, parece. ¿Y qué libro te regaló? —pregunto.

—Si esto es un hombre, de Primo Levi, en el que cuenta su experiencia en Auschwitz. Ese libro me abrió la cabeza y me desbloqueó.

—¿Sabés que pienso? —comento—. Que muchas veces no es tan importante lo que un escritor o un poeta quiso contar en sus textos como lo que produce en cada lector, que puede no ser igual en todos.

—Exacto. Eso mismo me pasó a mí —responde el abuelo—. Por eso, cuando Tosh murió de neumonía dos años después, le prometí que seguiría su tradición. La abuela entendió la importancia que tuvo para mí y la adoptó, tu mamá también la siguió sin saber por qué lo hacía.

Ese es todo el secreto. Manías de viejo, que le dicen. Así que vos no te sientas obligado.

—Claro que no abuelo. No estoy obligado —el nudo en la garganta casi no me deja seguir—. ¿Podemos encontrarnos el sábado para ir a la librería a elegir tu regalo? Va a ser un placer hacerlo juntos.

 

Osvaldo Villalba

21/11/2022