La nueva, Ana, no había
podido dormir en toda la noche. Había llegado bastante tarde con los ojos
vendados. La empujaron y cayó sobre las piernas de alguien que se quejó. Las
hicieron callar.
Ronquidos y murmullos sin
sentido se sumaron a sus sollozos.
Cuando los secuestradores se marcharon, unos delicados dedos le descubrieron
los ojos y secaron sus lágrimas negras.
—No te preocupes, linda.
Tenemos un plan para escaparnos —le dijo Luisa al oído antes de preguntarle su
nombre.
Ana tragó saliva. Tenía
sed, frío y pánico. Se acarició instintivamente el muslo izquierdo que le
dolía. Bajo la minifalda, un número tatuado. Ella lo descubriría al día
siguiente. La habían marcado.
Luisa le había insistido
en que se durmiera unas horas pero no lo había conseguido.
Al amanecer contó cinco
mujeres; todas jóvenes como ella, altas, rubias de peluquería. Dormían
semidesnudas una junto a otra para darse calor.
—¿Cómo terminamos aquí?
—preguntó Ana.
Luisa fue la primera en
despertarse y la consoló.
—Yo te voy a contar:
todas nosotras somos clientas de Kizo, el salón de belleza del centro. Seguro
que vos también.
—Sí.
—Listo. Tiene que ser
eso. Alguno de los empleados o el mismo dueño nos raptaron, nos drogaron y aquí
estamos.
—¿Cuánto hace que
estás…?
—Unos días. Shh.
Tranquila. Acercate —le pidió Luisa y le confió el plan de escape.
Segunda parte: La huída
Por Osvaldo Villalba
El sonido de la llave girando en la cerradura
y el chirriar de las bisagras la sobresaltó. Ana recordó las instrucciones de
Luisa y se hizo la dormida. Las demás estarían haciendo lo mismo o todavía
dormían, salvo Solange, la novia del japonés, que debía llevar a cabo el primer
acto. Hacía dos días que la habían encerrado.
La puerta se abrió del todo y el encapuchado
entró llevando una bandeja con raciones. Solange se paró y le salió al encuentro.
—¡Por fin, papito! —le dijo con voz melosa—
¡Tenía un hambre!
El tipo le dio la bandeja; ella la dejó en el suelo y se volvió a él.
—Hambre, pero no de comida —le dijo
contorneando con sus uñas una inscripción en la remera del hombre que
retrocedía mientras ella avanzaba sosteniéndole la mirada de gata. La puerta se
cerró por el peso de sus cuerpos apoyados contra la misma.
—Si ahora no tenés nada que hacer —dijo
Solange mientras le tocaba la entrepierna—. Mirá, todas duermen. ¿No serás
trolo, no?
Ella notó la erección y le desabrochó el
cinturón. Luego lo guió hasta una cama. El tipo se tumbó sobre Solange con el
jean a la altura de los tobillos. Volvió a recorrer con sus dedos ese cuerpo
torneado pero esta vez sin la necesidad de drogar a la mujer. Ahora ella lo
buscaba y respondía a sus besos.
Solange le tironeaba del pelo de la nuca y jadeaba. Finalmente, logró ubicar la
otra mano sobre el mentón que pinchaba a pesar de la máscara. Con un seco
movimiento de ambas manos de derecha a izquierda, le rompió el cuello.
Rápidamente se levantaron todas y sacaron el
cuerpo que, inerte, aplastaba a Solange. Rocío confesó que no creyó que
funcionara. Pensaba que se necesitaría mucha fuerza para hacerlo. Mientras
desvestían al fulano, Solange le explicó que en artes marciales no todo es
fuerza, que también influye la justeza de los movimientos, pero que si era
necesario usar la fuerza ella podía romper ladrillos con el dorso de la mano o
maderas de una patada. Que su novio, tercer dan de karate, la había entrenado
para defenderse.
Cuando le sacaron la capucha comprobaron que
era uno de los empleados de Kizo. Faltaba determinar quiénes eran los otros dos
que se turnaban para alcanzarles las viandas.
Paola, encargada del segundo acto, se vistió
con las prendas del tipo. Se puso la capucha y salió con la bandeja; hizo ruido
con la llave como si cerrara la puerta. Desde allí observó la disposición del
lugar. Al lado de la habitación donde las tenían encerradas se veía el baño y
del otro lado del pasillo, la cocina y al final la puerta de entrada a lo que
debía ser el living comedor. Se escuchaban voces. Se dirigió a la cocina donde
esperaba encontrar algo contundente como para defenderse, un palo o un
cuchillo. Antes de entrar a la cocina, espió a Kizo y al otro empleado de la
peluquería, que llamaban Rolo, sentados en un sillón mirando un partido de
fútbol. Al ingresar a la cocina se le iluminó el rostro. Sobre la mesada había
una pistola 9 milímetros. Seguramente el tipo la dejaba allí antes de entrar a verlas.
Eso sugería que los otros también debían estar armados. Se la puso en la
cintura y tomó un escobillón que estaba en el rincón del lavadero. Le sacó el
mango pensando que Solange, como experta en artes marciales, debía darle buen
uso por lo que había visto en películas. Cuando regresaba para buscar al resto,
escuchó que Kizo le gritaba.
—Dale Zurdo que ya empieza el segundo tiempo.
—Mmmm —respondió con un gruñido y entró en la
habitación.
—¡Quietos los dos! ¡Pónganse de rodillas y
las manos en la nuca! —sonó imperiosa la voz de Luisa.
Kizo sonrió al verlas. Solange los amenazaba
con un palo y Paola le apuntaba con un arma.
—Se van a lastimar con esas cosas —se pararon
ambos y avanzaron hacia ellas—. Dame ese fierro, hay que saber usarlo.
Kizo con la palma hacia arriba le reclamaba
el arma a Paola mientras Rolo se llevaba la mano a la cintura. Paola esbozó una
sonrisa. Recordó en un segundo las enseñanzas de su padre volteando latas en la
cerca del fondo, en la granja donde había vivido toda su vida. Estiró su brazo
sosteniendo la pistola con las dos manos y le voló la rodilla a Rolo. Con un
grito de dolor se dobló y soltó el arma que había intentando sacar. Luisa la
pateó lejos y Solange con dos rápidos movimientos del palo se lo incrustó de
punta en el estómago a Kizo y lo completó con un golpe descendente en la nuca.
Cayó como fulminado. La sorpresa de los dos hombres era casi tan grande como el
dolor que sentían. Ana levantó el arma que había volado lejos y Solange tomó la
del jefe que aún estaba en su cintura. Ya estaban dominados. La pesadilla había
terminado. Solo restaba llamar a la policía.