Raptadas - La huída

RELATO ESCRITO COMO COLABORACIÓN A LA PROPUESTA DE MI AMIGA, LA ESCRITORA 
LUCIANA ELSA BONZO SUÁREZ

Primera parte: Raptadas

 
Por Luciana Elsa Bonzo Suárez

La nueva, Ana, no había podido dormir en toda la noche. Había llegado bastante tarde con los ojos vendados. La empujaron y cayó sobre las piernas de alguien que se quejó. Las hicieron callar.
Ronquidos y murmullos sin sentido se sumaron a sus sollozos.
Cuando los secuestradores se marcharon, unos delicados dedos le descubrieron los ojos y secaron sus lágrimas negras.
—No te preocupes, linda. Tenemos un plan para escaparnos —le dijo Luisa al oído antes de preguntarle su nombre.
Ana tragó saliva. Tenía sed, frío y pánico. Se acarició instintivamente el muslo izquierdo que le dolía. Bajo la minifalda, un número tatuado. Ella lo descubriría al día siguiente. La habían marcado.
Luisa le había insistido en que se durmiera unas horas pero no lo había conseguido.

Al amanecer contó cinco mujeres; todas jóvenes como ella, altas, rubias de peluquería. Dormían semidesnudas una junto a otra para darse calor.
—¿Cómo terminamos aquí? —preguntó Ana.
Luisa fue la primera en despertarse y la consoló.
—Yo te voy a contar: todas nosotras somos clientas de Kizo, el salón de belleza del centro. Seguro que vos también.
—Sí.
—Listo. Tiene que ser eso. Alguno de los empleados o el mismo dueño nos raptaron, nos drogaron y aquí estamos.
—¿Cuánto hace que estás…?
—Unos días. Shh. Tranquila. Acercate —le pidió Luisa y le confió el plan de escape.


Segunda parte: La huída

Por Osvaldo Villalba

El sonido de la llave girando en la cerradura y el chirriar de las bisagras la sobresaltó. Ana recordó las instrucciones de Luisa y se hizo la dormida. Las demás estarían haciendo lo mismo o todavía dormían, salvo Solange, la novia del japonés, que debía llevar a cabo el primer acto. Hacía dos días que la habían encerrado.
La puerta se abrió del todo y el encapuchado entró llevando una bandeja con raciones. Solange se paró y le salió al encuentro.
—¡Por fin, papito! —le dijo con voz melosa— ¡Tenía un hambre!
El tipo le dio la bandeja; ella la dejó en el suelo y se volvió a él.
—Hambre, pero no de comida —le dijo contorneando con sus uñas una inscripción en la remera del hombre que retrocedía mientras ella avanzaba sosteniéndole la mirada de gata. La puerta se cerró por el peso de sus cuerpos apoyados contra la misma.
—Si ahora no tenés nada que hacer —dijo Solange mientras le tocaba la entrepierna—. Mirá, todas duermen. ¿No serás trolo, no?
Ella notó la erección y le desabrochó el cinturón. Luego lo guió hasta una cama. El tipo se tumbó sobre Solange con el jean a la altura de los tobillos. Volvió a recorrer con sus dedos ese cuerpo torneado pero esta vez sin la necesidad de drogar a la mujer. Ahora ella lo buscaba y respondía a sus besos.
Solange le tironeaba del pelo de la nuca y jadeaba. Finalmente, logró ubicar la otra mano sobre el mentón que pinchaba a pesar de la máscara. Con un seco movimiento de ambas manos de derecha a izquierda, le rompió el cuello.
Rápidamente se levantaron todas y sacaron el cuerpo que, inerte, aplastaba a Solange. Rocío confesó que no creyó que funcionara. Pensaba que se necesitaría mucha fuerza para hacerlo. Mientras desvestían al fulano, Solange le explicó que en artes marciales no todo es fuerza, que también influye la justeza de los movimientos, pero que si era necesario usar la fuerza ella podía romper ladrillos con el dorso de la mano o maderas de una patada. Que su novio, tercer dan de karate, la había entrenado para defenderse.
Cuando le sacaron la capucha comprobaron que era uno de los empleados de Kizo. Faltaba determinar quiénes eran los otros dos que se turnaban para alcanzarles las viandas.
Paola, encargada del segundo acto, se vistió con las prendas del tipo. Se puso la capucha y salió con la bandeja; hizo ruido con la llave como si cerrara la puerta. Desde allí observó la disposición del lugar. Al lado de la habitación donde las tenían encerradas se veía el baño y del otro lado del pasillo, la cocina y al final la puerta de entrada a lo que debía ser el living comedor. Se escuchaban voces. Se dirigió a la cocina donde esperaba encontrar algo contundente como para defenderse, un palo o un cuchillo. Antes de entrar a la cocina, espió a Kizo y al otro empleado de la peluquería, que llamaban Rolo, sentados en un sillón mirando un partido de fútbol. Al ingresar a la cocina se le iluminó el rostro. Sobre la mesada había una pistola 9 milímetros. Seguramente el tipo la dejaba allí antes de entrar a verlas. Eso sugería que los otros también debían estar armados. Se la puso en la cintura y tomó un escobillón que estaba en el rincón del lavadero. Le sacó el mango pensando que Solange, como experta en artes marciales, debía darle buen uso por lo que había visto en películas. Cuando regresaba para buscar al resto, escuchó que Kizo le gritaba.
—Dale Zurdo que ya empieza el segundo tiempo.
—Mmmm —respondió con un gruñido y entró en la habitación.
—¡Quietos los dos! ¡Pónganse de rodillas y las manos en la nuca! —sonó imperiosa la voz de Luisa.
Kizo sonrió al verlas. Solange los amenazaba con un palo y Paola le apuntaba con un arma.
—Se van a lastimar con esas cosas —se pararon ambos y avanzaron hacia ellas—. Dame ese fierro, hay que saber usarlo.
Kizo con la palma hacia arriba le reclamaba el arma a Paola mientras Rolo se llevaba la mano a la cintura. Paola esbozó una sonrisa. Recordó en un segundo las enseñanzas de su padre volteando latas en la cerca del fondo, en la granja donde había vivido toda su vida. Estiró su brazo sosteniendo la pistola con las dos manos y le voló la rodilla a Rolo. Con un grito de dolor se dobló y soltó el arma que había intentando sacar. Luisa la pateó lejos y Solange con dos rápidos movimientos del palo se lo incrustó de punta en el estómago a Kizo y lo completó con un golpe descendente en la nuca. Cayó como fulminado. La sorpresa de los dos hombres era casi tan grande como el dolor que sentían. Ana levantó el arma que había volado lejos y Solange tomó la del jefe que aún estaba en su cintura. Ya estaban dominados. La pesadilla había terminado. Solo restaba llamar a la policía.




Reencuentro




Comprender es perdonar
“Por quién doblan las campanas”
Ernest Hemingway

Martes, más gris que nunca.

Te extraño. Desde el día que te fuiste dando un portazo no puedo conciliar el sueño. Las noches se hacen interminables. La madrugada me encuentra cansado y sin ganas de levantarme. No me queda otra que arrancar a la mañana, ponerme la sonrisa, sin la cual no puedo vender ni una póliza, y salir a conquistar el mundo. Igual que el mito de los payasos, debajo de esa careta lloro sin consuelo. No pude decirte que estoy arrepentido de haber ocultado mi pasado con la droga, porque no me atendiste nunca más el teléfono ni respondiste el millón de mensajes que te envié. Sé que merezco lo que me está sucediendo pero eso no me conforma. Tengo que asumir que nunca dejaré de ser un adicto en recuperación y no avergonzarme de eso. Ojalá pueda decirte que no oculto nada más.

Sábado,  al rojo vivo

No quepo dentro de mí. Ayer viernes, después de una semana para olvidar, me respondiste. Te noté calma. No supe qué decir. Tenía miedo de que una imprudencia volviera a arruinarlo todo. Opté por escucharte. Cuando me dijiste que, ya que te había pedido muchas veces que nos encontremos para hablar, considerabas que debías darme esa oportunidad, sentí que mis pulsaciones iban a reventar mi corazón. Quedamos en vernos hoy a la noche en el café de siempre. Ya no sé a quién encomendarme para que me guíe y no meter la pata, sobre todo porque no creo en nada ni nadie sobrenatural. Hace una hora que ensayo frente al espejo y hago mi discurso sabiendo que cuando llegue el momento me voy a olvidar de todo. De lo que estoy seguro es que te amo como nunca antes y que este fuego cubrirá mis posibles errores.

Domingo dorado

Otra vez no puedo dormir. Pero esta vez es de felicidad. ¿O es temor a despertar y que todo haya sido un sueño? Dormida a mi lado, boca abajo, con el pelo suelto sobre la espalda, sos la imagen de la perfección. Tu cuerpo desnudo sigue acelerando mi pulso a pesar del ardor con que nos amamos toda la noche.  No recuerdo qué fue lo que te dije cuando nos encontramos. Estaba tan nervioso que se me olvidó todo el discurso preparado. El resultado fue mejor que el esperado. Seguro que las incoherencias que balbuceé te parecieron tan creíbles que disipé tu enojo y terminamos abrazados. Y un poco más.

Osvaldo Villalba

20/02/2021.