Capítulo 2 – El lechero
Promediaba el mes de septiembre de 1964 y la esperanza de
una primavera diferente se me escapaba como agua entre los dedos. No por el
cambio de estación en sí sino porque con su llegada volvía a ser un ciudadano
civil. Se sabía desde el mes de agosto, que para el 22 de septiembre ya estaba
firmada la baja de la promoción 52 de conscriptos de la Policía Federal. Sólo faltaban
15 días para el soñado momento cuando nos comunicaron que debíamos permanecer
en la fuerza hasta fin de octubre. ¿Motivo? La visita al país del Presidente de
Francia Charles De Gaulle. Reconocía que era un acontecimiento político de suma
importancia para el país. Pero…¿Justo ahora? Como la nueva promoción de agentes
ocuparía nuestros lugares habituales, nosotros quedaríamos a disposición de
Presidencia de la Nación, para hacer un cordón de seguridad en los
desplazamientos del visitante por la ciudad.
La bronca que tenía ese sábado cuando viajaba en El Halcón a
Quilmes, al encuentro mensual de pizza y truco, sólo era superada por la sufrida
dos años antes cuando el árbitro Nai Foino, en un partido que definía un
campeonato entre River y Boca, no tuvo en cuenta la escandalosa forma en que se
adelantó Roma al atajarle el penal a Delem. Debió hacerlo patear de nuevo.
Debió ser gol. Debió salir campeón River. En 1964 ya llevaba 6 años sin obtener títulos. (Lo que
yo no sabía entonces es que iba a tener que esperar 11 años más para verlo
campeón a River).
No había
terminado de contarles a mis primos la novedad de la postergación de la baja cuando
el mayor, Omar, tomando un almohadón del sillón del living gritó:
- ¡A mantearlo!
Se sumaron
Héctor y Jorge comenzando a pegarme almohadonazos al grito de:
- ¡No jodas! ¡Ortiva! ¡Por un mes!
Al final
lograron que terminara riéndome. Mientras trataba de atajarme como podía les
grité:
- ¡Basta
guachos! Que los meto en cana…
- ¡Acá no tenés jurisdicción, botón! – gritó Jorge.
Esa noche
estaban de visita Rita y Arnaldo, mi prima y su marido, quienes vivían en Ezpeleta.
Arnaldo se prendió en el truco en seguida. Cuando al rato empezamos a hablar de
las historias de muertos, dijo:
- ¿Porqué
mejor no hablamos de fútbol?
- ¡No! Está
bueno – respondió Omar – Desde que empezamos con esto nos atrapó.
- Vos, por
tu laburo debés tener buenas historias – le dijo Héctor a Arnaldo
- Y…que se
yo…no me acuerdo…
- ¡Dale,
alguna te tenés que acordar! – le dije
- Tal vez
otro día…
- ¡No seas
botón! – le dijo Jorge – para botón ya lo tenemos a éste – señalándome a mi.
- Aparte vos
no venís seguido – le dije
- Bueno, esta bien…- dijo resignado – ¡Serví otra ronda de
birra!
Omar llenó
todos los vasos y mientras Héctor barajaba y repartía, Arnaldo comenzó:
- Esto pasó
hace cuatro o cinco años atrás. Como ustedes saben nosotros vivimos en la calle
de atrás del cementerio. Mi viejo y yo siempre laburamos allí, como cuidadores
de tumbas, nichos y bóvedas. En verano, cuando hace mucho calor, cuando cierra
el cementerio, solemos dejar las bóvedas abiertas para que se ventilen. Así
habíamos hecho esa noche de enero, cuando, como a las 5 de la mañana, se
levantó una tormenta de puta madre. Me despertó el ruido del viento y los
truenos. Si las puertas se golpean con el viento se van a romper los vidrios,
pensé. Además seguro que se mojan los
cajones. Busqué una linterna, y así como estaba, en camiseta y calzoncillos,
salí a la calle.
- ¿En
calzoncillos? – preguntó Héctor.
- Si, yo
usaba unos que eran como pantaloncitos blancos. Y a esa hora…¿Quién me iba a
ver? En el paredón del cementerio, con mi viejo, habíamos clavado unos fierros
escalonados que nos permitían trepar y saltar el muro. Así no necesitábamos dar
toda la vuelta para ir por la entrada principal. Ya lo había hecho otras veces.
- Y no te da
miedo entrar al cementerio de noche? – le pregunté.
- No, para
nada. Desde chico que con mi viejo vamos a cualquier hora.
- Dale seguí
– dijo Jorge.
- Salté el
muro, tomé el camino que bordea el sector de tumbas más antiguas que sale justo
a la calle de las bóvedas. El viento doblaba las copas de los árboles y
producía un silbido que, a cualquiera que no estuviera acostumbrado, lo hubiera
paralizado. Se largó el chaparrón y era tan fuerte que mi linterna se mojó y
dejó de funcionar. Como no se veía nada seguí caminando de memoria. Cada tanto
los relámpagos me iluminaban como para estar seguro que iba bien.
- Yo no
podría dar un paso, me quedo duro como una estaca – dijo Héctor
- Y yo ni
siquiera hubiera entrado – agregó Jorge
- ¡Cállense,
no lo interrumpan! – les grité a los dos.
- Cuando iba llegando a las bóvedas – continuó Arnaldo -
comencé a escuchar cómo se golpeaba una puerta con el viento. Corrí y me di
cuenta que el camino había comenzado a inundarse. Fui primero a la de los
Losada que tiene subsuelo, rogando que el agua no hubiera rebalsado el escalón.
Se imaginan que sacar el agua de allí sería un trabajo de hormigas. Por suerte
no había pasado. Cerré todas las bóvedas sin que se hubiera dañado nada. Seguía
lloviendo torrencialmente y la tormenta eléctrica no cesaba. Estaba mojado como
si me hubieran volcado encima el tambor donde se junta el agua de lluvia. Valió
la pena la mojadura, pensé, si todo había quedado en orden. Era un alivio. Trepé
desde adentro para salir. Acababa de pasar un pie por arriba del paredón y
había empezado a descolgarme, cuando un rayo cayó muy cerca iluminando toda la
escena. En ese instante escuché un grito terrorífico. Por la calle vi venir el
carro del Vasco, el lechero, en el momento en que, con el grito, y tal vez por
un tirón de las riendas, el caballo se paró sobre sus patas traseras y se lanzó
al galope, desbocado. Me puse en el medio de la calle levantando los brazos para
tratar de detenerlo. En ese momento otro relámpago iluminó la calle. Yo trataba
que el Vasco me conociera, pero volvió a gritar. Cuando el carro pasó a mi lado
pude verlo caído, atravesado en el pescante.
La voz de Arnaldo se quebró. Nos quedamos en silencio. Ninguno
se atrevió a preguntar por el desenlace. Por el rostro de Arnaldo resbalaban
algunas lágrimas. Después de unos segundos se recompuso y continuó.
- No pude
volver a dormirme. Al mediodía fui al café de la avenida y los muchachos
comentaban consternados lo ocurrido. Pregunté de que hablaban y me contaron que
habían encontrado el carro del Vasco cerca
de las vías, con él arriba, muerto, aparentemente, de un ataque al corazón.
- ¿Les
contaste lo ocurrido? – preguntó Omar.
Negó con la
cabeza, respiró hondo y con tono apesadumbrado dijo:
- Esta es la
primera vez que se lo cuento a alguien.
Capítulo 3 – El duelo
Llegaba la Navidad y yo disfrutaba, sin buscar trabajo todavía,
el regreso a la vida civil. Para ganar unos pesos, con un amigo, nos dedicamos
a preparar alumnos de secundario para exámenes (y por suerte, para nosotros, no
para ellos, teníamos unos cuantos).
A casa de
mis primos ya no iba una vez por mes. Desde noviembre, después del cumpleaños
de 18 de Héctor, el menor, todos los fines de semana enfilaba para Quilmes.
Claro que ya no era sólo por la pizza y el truco, que seguían siendo prioridad
el sábado a la noche. La culpable era Rossi, la vecina de mis primos, a quien
había conocido en la fiesta, y con quien había bailado toda la noche, sobre
todo los lentos. Y no porque me gustara bailar…me gustaba ella. No era el tipo
de chica por la cual los pibes se daban vuelta al verla pasar. Morocha, algo
gordita, labios gruesos. A mí me parecía muy sensual. Dos razones más avalaban
mi interés por ella: me daba bola y le gustaba el tango. De las chicas que
conocía era la única a quien le gustaba. Todavía nos duraba el duelo por la
muerte de Julio Sosa, unas semanas atrás. Ese sábado le tenía preparada una
sorpresa. En la semana, caminando por las disquerías de la calle Corrientes, había
encontrado un simple del Varón del Tango, en 45 rpm, que tenía de un lado
“Nada” y del otro “Que falta que me haces”. Yo no tenía tocadiscos así que no
había podido escucharlo. Cuando llegué a su casa, me recibió con esa sonrisa
luminosa con que me esperaba todos los sábados.
- Tengo una
sorpresa por un beso – le dije.
- Primero la sorpresa y si me gusta…dos besos – respondió
con picardía.
Le di el
paquetito y esperé con ansiedad su reacción. Lo abrió rompiendo el envoltorio y
sus ojazos negros brillaron al tiempo que en su boca se abría en una
exclamación:
- ¡Noooo! ¡Que hermoso! – gritó mientras se abrazaba a mi
cuello…y fueron mucho mas de dos besos.
Toda la tarde el Wincofón nos acompañó, cantando a dúo, entre
besos y risas.
Cuando llegué, a la noche, a casa de mi tía, entre las
cargadas de mis primos, a las que ella se sumaba, me enteré que estaba el tío
Fermín, hermano mayor de mi papá y mi tía, que vivía en Corrientes. Era viudo y
no había tenido hijos, por lo que mi tía lo había invitado a pasar las fiestas
aquí. Se había ido a visitar otros familiares pero vendría a cenar.
Mientras se preparaban las pizzas, Omar me comentó que había
escuchado alguna vez que el tío Fermín, de joven, había presenciado un duelo,
por lo que me pedía que le tirara de la lengua para que contara.
Cuando
largamos el truco invitamos al tío a participar, con la seguridad que
aceptaría. Tiramos los reyes para armar las parejas, y le tocó conmigo. Llevábamos
media hora de juego, muy divertidos por su tonada correntina, por la
pronunciación de las “ll” y por las frases que usaba para cantar el puntaje o
retrucar, cuando, sin anestesia, le pregunté:
- Tío…¿es cierto que de joven estuviste en un duelo?
La pregunta
lo sorprendió. Pensó unos segundos, sonrió y dijo:
- Sí,
presencié uno cuando tenía unos 20 años, allá por 1922.
- ¡Dale, contanos! – intervino Omar, y los demás nos unimos
al pedido.
Frunció el
ceño, como haciendo memoria, y con parsimonia provinciana comenzó el relato.
- Yo
trabajaba por ese entonces en una estancia a 30 Km de Curuzú Cuatiá. La mitad
del día cuidaba un toro de raza. Dormía entre la paja del sobretecho del
corral. Mi trabajo era cepillarlo, limpiar de bosta el lugar, sacarlo a caminar
y que no le faltara el agua y el forraje. Por la tarde tareas generales en la
estancia. Los domingos íbamos pa´l pueblo con otros peones a los bailes o a
visitar alguna kuñataí. Ese día había ido con el Roque. Estábamos en el patio
del almacén de ramos generales de Jesús, el gallego, donde se había armado el
baile. Tomábamos unos vinos con dos muchachas que ya conocíamos de antes,
cuando llegó, bastante chupao, el Kambá Godoy, el hijo del puestero de otra
estancia de la zona. Se fue derechito ande el Roque y le dijo:
- ¡Andate!
Esa mujer está conmigo.
- ¡D´iande!
– le respondió el Roque – si cuando yo llegué estaba sola.
El otro
intentó agarrar a la muchacha de un brazo y el Roque, de un manotazo se lo
impidió.
- ¡Ni se te
ocurra tocarla! – le advirtió.
El Kambá, que traía un talero colgao de la muñeca, le tiró
un rebencazo. El Roque lo esquivó echándose pa´atrás mientras con un movimiento
rápido se sacó, con la mano derecha la alpargata izquierda, y le cruzó la cara
de revés. El otro empezó a tirarle rebencazos que el Roque esquivaba con
quiebres de la cintura y le respondía con la alpargata. La cara del Kambá se
había puesto roja...de bronca y de zapatillazos.
- ¡Eh, pero eso no es un duelo! – interrumpió Héctor.
El tío
sonrió, y mientras todos le tirábamos los naipes al pendejo, continuó:
- ¿Vos
querés sangre, no? ¡Pará que te vi´a contar! En ese momento el Kambá tiró el
rebenque y peló el facón. Ya se había armado la ronda alrededor de ellos. Empezó
a tirar puntazos y hachazos cruzados pero el Roque los eludía con saltos atrás
y de costado. Y le seguía dando con la alpargata. Cada vez mas enfurecido el
Kambá tiró un puntazo a fondo y le cortó la cara.
- ¡Añamenby!
– gritó el Roque y recién ahí sacó su cuchillo. Se midieron un rato caminando
en círculos y de golpe el Kambá tiró otro hachazo cruzado de izquierda a
derecha y se mandó de frente en un puntazo profundo a la altura del pecho. El
Roque se había arqueado hacia atrás para esquivar el hachazo y cuando vio venir
el cuchillo de frente saltó de costado al tiempo que, con su mano izquierda
golpeó el brazo del otro, desviándolo, quedando todo el flanco derecho del
Kambá al descubierto y con un movimiento corto de su cuchillo lo ensartó hasta
la manija. Se quedó de pie unos instantes, y se fue desplomando despacito.
Nos fuimos
rajando del almacén antes que llegara la policía. Ninguno declaró haber visto
lo que pasó. El Roque, igual, se tuvo que ir del pueblo por bastante tiempo.
- ¿Y con la
chica que paso? – preguntó Omar
- Desapareció del pueblo junto con su defensor. Después nos
enteramos que vivían juntos – respondió el tío con tono pícaro.
Cuando nos
íbamos a dormir, a solas con el Tío Fermín, le pregunté:
- Tío, ¿con que te hiciste esa cicatriz en el pómulo?
Me miró
sonriendo y dijo:
- Con un alambre de púas.
Osvaldo Villalba
24/10/2014
16/11/2014