Truco con aroma a muerto



Capítulo 1 – Muerte Natural

     Un sábado por mes era noche de pizza y cerveza en casa de mis primos. Después truco y mate hasta la madrugada. Soy hijo único así que ellos eran mi familia más cercana en el segmento de 18 a 22 años. Vivían en Quilmes y para mí, que era de Capital, más precisamente de Constitución, eso era “el campo”. Ese día me quedaba a dormir allí y volvía a mi casa el domingo a la tarde. Unos meses antes de cumplir 20 años me había incorporado a la Policía Federal para cumplir con el servicio militar. Después del período de instrucción me destinaron a la comisaría 18ª en el barrio de San Cristóbal. Nos decían “coreanos” a los policías conscriptos – porque trabajábamos como chinos (para el común de la gente en esa época era lo mismo)  - con horarios rotativos y sólo un franco por mes, el domingo de la semana que trabajábamos de 12 a 18 horas. El sábado de esa semana, a las 7 de la tarde ya estaba rumbo a Quilmes. A mis amigos del barrio ya los veía muy poco porque todos estaban de novio. Mis primos y yo estábamos vacantes, y como no nos gustaba ir a bailar, disfrutábamos la noche de timba.

     En esas largas noches de envido, real envido, truco, ¡quiero retruco!, ¡quiero vale 4!, se dio, como sin querer, el contar historias de muertos. A esa edad, la que teníamos entonces, la muerte era algo lejano todavía. Los relatos se sucedían y, poco a poco, se fue dando una suerte de competencia. La condición era que fueran hechos reales, y contados de primera mano, aunque al final fuera incomprobable.

     De hecho la muerte siempre ha sido un tema fascinante. Genera temor, tiene misterio, duele - cuando nos toca de cerca – y todo queda disimulado cuando le damos un toque de humor, negro, por supuesto. 

     En mayo de 1964 se produjo el hecho que me tuvo por ganador por varios meses. (El relato que después me desplazó será tema del próximo capitulo).

     Este fue mi relato:
     El jueves de la semana pasada yo cumplía el turno de 18 a 24 horas – esta semana fue de 12 a 18 porque la rotación se da hacia atrás – y me presenté como siempre a las 17:30 en la cuadra (un aula en la comisaría donde el sargento de guardia asigna los destinos del día). Comienza a cubrir las paradas y cuando llega a la mía me dice:
- Pibe, hay una muerte natural cerca de tu parada. ¿Querés que te mande ahí de consigna?

     Yo pensé: entre morirme de frío en una esquina, que para colmo no tiene ni un café donde tomar algo, o estar de guardia, porque alguien se murió, pero dentro de una casa, no hay mucho que pensar.
- Bueno - le dije y me dio la dirección.

     Mi parada está en Carlos Calvo y Sarandí. La consigna era en Combate de Los Pozos y Estados Unidos, a dos cuadras de diferencia. El papel decía 7° piso. Evidentemente, se trataba de un edificio de departamentos. La puerta del edificio estaba abierta. Subí al ascensor. El 7° era el último piso. Salí a un palier chiquito con una abertura que daba a la terraza. Ya estaba pensando que me había equivocado, cuando de la abertura, aparece el agente de consigna que yo reemplazaba. Nos firmamos las boletas de servicio mutuamente y le pregunté:
- ¿Donde está?.
- Vení por aquí - me dijo y salió a la terraza.

     Una vez traspuesta la abertura, sobre la izquierda había otra puerta, que estaba totalmente abierta, dejando a la vista una mesita, dos sillas y un aparador de madera.
- Es la portería – dijo, y señalando hacia la cocina que estaba a la derecha de la entrada – Ahí está, es la mujer del portero.

     Me asomé y quedé paralizado. La mujer estaba colgando por el cuello de una soga anudada a un caño de desagüe. El rostro morado, los ojos muy abiertos y las manos agarrotadas. En el piso, un banco de madera volcado.
¡Muerte natural!  ¡Que hijo de puta el sargento de guardia! ¡Lo único natural era que con una soga apretándole el cuello se muriera!
El otro percibió mi pánico.
- ¿Es el primero que te toca, pibe?
- Si – apenas podía abrir la boca.
- Tranquilo, ya te vas a acostumbrar. Vos cuidá que nadie entre, que ella no se va a escapar.

     Se fue y me quedé solo en el departamento. Intenté sentarme en una de las sillas, después en la otra, pero en cualquier lugar que me pusiera parecía que la mujer me estaba mirando. Finalmente saqué la silla al palier y me senté al lado del ascensor. Tenía frente a mí la escalera. Así que, salvo que alguien entrara volando en la terraza – los edificios linderos eran todos bajos – nadie podría entrar al lugar de la consigna.

     Eran las 8 de la noche y no lograba tranquilizarme. En la terraza, ya oscura, la ropa colgada se movía con el viento. Trataba de convencerme que nada podía pasar. ¡Si llegaba a escuchar el menor ruido proveniente del departamento me tiraba por el hueco del ascensor!

     Como a las 9 de la noche, me estaba quedando dormido en la silla, cuando el contrapeso del ascensor, al ponerse en marcha hizo un ruido que me sobresaltó. Miré por el hueco, a ver si se detenía en algún piso anterior y cuando comprobé que no paraba en el sexto, empuñé la Ballester Molina sin sacarla de la cartuchera. Finalmente paró y abrió la puerta un hombre vestido de civil.
- Hola agente, soy el Dr. (no me acuerdo el apellido) del cuerpo médico forense – y me tendió la mano.
- Me permite ver su credencial – le respondí después de aceptar su apretón de manos.
- ¡Muy bien! – me dijo - ¡Así se hace! No hay que confiar en nadie.
Me mostró la credencial y la orden del juzgado en la que se ordenaba el procedimiento y posterior traslado a la Morgue Judicial. Cuando hube confirmado todo, me pidió:
- Me acompaña por favor agente.

     Entramos al departamento, miró todo, y con la mayor tranquilidad me dijo:
- Por favor ayúdeme – levantó el banco, se subió, agarró a la mujer del cabello y dirigiéndose a mí – sosténgala por debajo de la cintura.

     Como yo estaba indeciso, me dijo sonriendo
- ¡Vamos, tranquilo, no lo va a morder! Levántela un poco cuando yo le diga – y mientras yo sostenía el cuerpo, él, siempre agarrándola del pelo, aflojó el lazo y al sacarlo por arriba de la cabeza de la mujer, el cuerpo se me vino encima.

     Entre los dos la acostamos en el suelo.
- Ayúdeme a sacarle la ropa – me dijo.
Comencé a desabrocharle la blusa, tratando de no mirar la cara de la mujer. Él le sacó los zapatos, las medias y la pollera. El cuerpo estaba frío. Costó sacarle la blusa por la rigidez que tenían los brazos. Finalmente quedó, desnuda, acostada de espaldas. Debía tener unos 45 años, su cuerpo hubiera sido armonioso si no fuera por el horror que me causaba toda la escena. La revisó por si tenía otras marcas, y finalmente, tapándola con su propia ropa, me dijo:
- Usted está más pálido que ella. Tranquilo, en un rato se la mando a buscar.

     Una hora después, con un frío que cortaba la piel, caminaba por las veredas de mi parada. No sé si era alivio lo que sentía, pero de algo estaba seguro: el pibe que había entrado a ese departamento, nunca más sería el mismo.


Capítulo 2 – El lechero

     Promediaba el mes de septiembre de 1964 y la esperanza de una primavera diferente se me escapaba como agua entre los dedos. No por el cambio de estación en sí sino porque con su llegada volvía a ser un ciudadano civil. Se sabía desde el mes de agosto, que para el 22 de septiembre ya estaba firmada la baja de la promoción 52 de conscriptos de la Policía Federal. Sólo faltaban 15 días para el soñado momento cuando nos comunicaron que debíamos permanecer en la fuerza hasta fin de octubre. ¿Motivo? La visita al país del Presidente de Francia Charles De Gaulle. Reconocía que era un acontecimiento político de suma importancia para el país. Pero…¿Justo ahora? Como la nueva promoción de agentes ocuparía nuestros lugares habituales, nosotros quedaríamos a disposición de Presidencia de la Nación, para hacer un cordón de seguridad en los desplazamientos del visitante por la ciudad.

     La bronca que tenía ese sábado cuando viajaba en El Halcón a Quilmes, al encuentro mensual de pizza y truco, sólo era superada por la sufrida dos años antes cuando el árbitro Nai Foino, en un partido que definía un campeonato entre River y Boca, no tuvo en cuenta la escandalosa forma en que se adelantó Roma al atajarle el penal a Delem. Debió hacerlo patear de nuevo. Debió ser gol. Debió salir campeón River. En 1964  ya llevaba 6 años sin obtener títulos. (Lo que yo no sabía entonces es que iba a tener que esperar 11 años más para verlo campeón a River).

     No había terminado de contarles a mis primos la novedad de la postergación de la baja cuando el mayor, Omar, tomando un almohadón del sillón del living gritó:
 - ¡A mantearlo!

     Se sumaron Héctor y Jorge comenzando a pegarme almohadonazos al grito de:
- ¡No jodas! ¡Ortiva! ¡Por un mes!

     Al final lograron que terminara riéndome. Mientras trataba de atajarme como podía les grité:
- ¡Basta guachos! Que los meto en cana…
- ¡Acá no tenés jurisdicción, botón! – gritó Jorge.

     Esa noche estaban de visita Rita y Arnaldo, mi prima y su marido, quienes vivían en Ezpeleta. Arnaldo se prendió en el truco en seguida. Cuando al rato empezamos a hablar de las historias de muertos,  dijo:
- ¿Porqué mejor no hablamos de fútbol?
- ¡No! Está bueno – respondió Omar – Desde que empezamos con esto nos atrapó.
- Vos, por tu laburo debés tener buenas historias – le dijo Héctor a Arnaldo
- Y…que se yo…no me acuerdo…
- ¡Dale, alguna te tenés que acordar! – le dije
- Tal vez otro día…
- ¡No seas botón! – le dijo Jorge – para botón ya lo tenemos a éste – señalándome a mi.
- Aparte vos no venís seguido – le dije
- Bueno, esta bien…- dijo resignado – ¡Serví otra ronda de birra!

     Omar llenó todos los vasos y mientras Héctor barajaba y repartía, Arnaldo comenzó:
- Esto pasó hace cuatro o cinco años atrás. Como ustedes saben nosotros vivimos en la calle de atrás del cementerio. Mi viejo y yo siempre laburamos allí, como cuidadores de tumbas, nichos y bóvedas. En verano, cuando hace mucho calor, cuando cierra el cementerio, solemos dejar las bóvedas abiertas para que se ventilen. Así habíamos hecho esa noche de enero, cuando, como a las 5 de la mañana, se levantó una tormenta de puta madre. Me despertó el ruido del viento y los truenos. Si las puertas se golpean con el viento se van a romper los vidrios, pensé. Además  seguro que se mojan los cajones. Busqué una linterna, y así como estaba, en camiseta y calzoncillos, salí a la calle.
- ¿En calzoncillos? – preguntó Héctor.
- Si, yo usaba unos que eran como pantaloncitos blancos. Y a esa hora…¿Quién me iba a ver? En el paredón del cementerio, con mi viejo, habíamos clavado unos fierros escalonados que nos permitían trepar y saltar el muro. Así no necesitábamos dar toda la vuelta para ir por la entrada principal. Ya lo había hecho otras veces.
- Y no te da miedo entrar al cementerio de noche? – le pregunté.
- No, para nada. Desde chico que con mi viejo vamos a cualquier hora.
- Dale seguí – dijo Jorge.
- Salté el muro, tomé el camino que bordea el sector de tumbas más antiguas que sale justo a la calle de las bóvedas. El viento doblaba las copas de los árboles y producía un silbido que, a cualquiera que no estuviera acostumbrado, lo hubiera paralizado. Se largó el chaparrón y era tan fuerte que mi linterna se mojó y dejó de funcionar. Como no se veía nada seguí caminando de memoria. Cada tanto los relámpagos me iluminaban como para estar seguro que iba bien.
- Yo no podría dar un paso, me quedo duro como una estaca – dijo Héctor
- Y yo ni siquiera hubiera entrado – agregó Jorge
- ¡Cállense, no lo interrumpan! – les grité a los dos.
- Cuando iba llegando a las bóvedas – continuó Arnaldo - comencé a escuchar cómo se golpeaba una puerta con el viento. Corrí y me di cuenta que el camino había comenzado a inundarse. Fui primero a la de los Losada que tiene subsuelo, rogando que el agua no hubiera rebalsado el escalón. Se imaginan que sacar el agua de allí sería un trabajo de hormigas. Por suerte no había pasado. Cerré todas las bóvedas sin que se hubiera dañado nada. Seguía lloviendo torrencialmente y la tormenta eléctrica no cesaba. Estaba mojado como si me hubieran volcado encima el tambor donde se junta el agua de lluvia. Valió la pena la mojadura, pensé, si todo había quedado en orden. Era un alivio. Trepé desde adentro para salir. Acababa de pasar un pie por arriba del paredón y había empezado a descolgarme, cuando un rayo cayó muy cerca iluminando toda la escena. En ese instante escuché un grito terrorífico. Por la calle vi venir el carro del Vasco, el lechero, en el momento en que, con el grito, y tal vez por un tirón de las riendas, el caballo se paró sobre sus patas traseras y se lanzó al galope, desbocado. Me puse en el medio de la calle levantando los brazos para tratar de detenerlo. En ese momento otro relámpago iluminó la calle. Yo trataba que el Vasco me conociera, pero volvió a gritar. Cuando el carro pasó a mi lado pude verlo caído, atravesado en el pescante.
La voz de Arnaldo se quebró. Nos quedamos en silencio. Ninguno se atrevió a preguntar por el desenlace. Por el rostro de Arnaldo resbalaban algunas lágrimas. Después de unos segundos se recompuso y continuó.
- No pude volver a dormirme. Al mediodía fui al café de la avenida y los muchachos comentaban consternados lo ocurrido. Pregunté de que hablaban y me contaron que habían  encontrado el carro del Vasco cerca de las vías, con él arriba, muerto, aparentemente, de un ataque al corazón.
- ¿Les contaste lo ocurrido? – preguntó Omar.

     Negó con la cabeza, respiró hondo y con tono apesadumbrado dijo:
- Esta es la primera vez que se lo cuento a alguien.



 Capítulo 3 – El duelo

     Llegaba la Navidad y yo disfrutaba, sin buscar trabajo todavía, el regreso a la vida civil. Para ganar unos pesos, con un amigo, nos dedicamos a preparar alumnos de secundario para exámenes (y por suerte, para nosotros, no para ellos, teníamos unos cuantos).

     A casa de mis primos ya no iba una vez por mes. Desde noviembre, después del cumpleaños de 18 de Héctor, el menor, todos los fines de semana enfilaba para Quilmes. Claro que ya no era sólo por la pizza y el truco, que seguían siendo prioridad el sábado a la noche. La culpable era Rossi, la vecina de mis primos, a quien había conocido en la fiesta, y con quien había bailado toda la noche, sobre todo los lentos. Y no porque me gustara bailar…me gustaba ella. No era el tipo de chica por la cual los pibes se daban vuelta al verla pasar. Morocha, algo gordita, labios gruesos. A mí me parecía muy sensual. Dos razones más avalaban mi interés por ella: me daba bola y le gustaba el tango. De las chicas que conocía era la única a quien le gustaba. Todavía nos duraba el duelo por la muerte de Julio Sosa, unas semanas atrás. Ese sábado le tenía preparada una sorpresa. En la semana, caminando por las disquerías de la calle Corrientes, había encontrado un simple del Varón del Tango, en 45 rpm, que tenía de un lado “Nada” y del otro “Que falta que me haces”. Yo no tenía tocadiscos así que no había podido escucharlo. Cuando llegué a su casa, me recibió con esa sonrisa luminosa con que me esperaba todos los sábados.
- Tengo una sorpresa por un beso – le dije.
- Primero la sorpresa y si me gusta…dos besos – respondió con picardía.
Le di el paquetito y esperé con ansiedad su reacción. Lo abrió rompiendo el envoltorio y sus ojazos negros brillaron al tiempo que en su boca se abría en una exclamación:
- ¡Noooo! ¡Que hermoso! – gritó mientras se abrazaba a mi cuello…y fueron mucho mas de dos besos.

     Toda la tarde el Wincofón nos acompañó, cantando a dúo, entre besos y risas.

     Cuando llegué, a la noche, a casa de mi tía, entre las cargadas de mis primos, a las que ella se sumaba, me enteré que estaba el tío Fermín, hermano mayor de mi papá y mi tía, que vivía en Corrientes. Era viudo y no había tenido hijos, por lo que mi tía lo había invitado a pasar las fiestas aquí. Se había ido a visitar otros familiares pero vendría a cenar.

     Mientras se preparaban las pizzas, Omar me comentó que había escuchado alguna vez que el tío Fermín, de joven, había presenciado un duelo, por lo que me pedía que le tirara de la lengua para que contara.

     Cuando largamos el truco invitamos al tío a participar, con la seguridad que aceptaría. Tiramos los reyes para armar las parejas, y le tocó conmigo. Llevábamos media hora de juego, muy divertidos por su tonada correntina, por la pronunciación de las “ll” y por las frases que usaba para cantar el puntaje o retrucar, cuando, sin anestesia, le pregunté:
- Tío…¿es cierto que de joven estuviste en un duelo?

     La pregunta lo sorprendió. Pensó unos segundos, sonrió y dijo:
- Sí, presencié uno cuando tenía unos 20 años, allá por 1922.
- ¡Dale, contanos! – intervino Omar, y los demás nos unimos al pedido.

     Frunció el ceño, como haciendo memoria, y con parsimonia provinciana comenzó el relato.
- Yo trabajaba por ese entonces en una estancia a 30 Km de Curuzú Cuatiá. La mitad del día cuidaba un toro de raza. Dormía entre la paja del sobretecho del corral. Mi trabajo era cepillarlo, limpiar de bosta el lugar, sacarlo a caminar y que no le faltara el agua y el forraje. Por la tarde tareas generales en la estancia. Los domingos íbamos pa´l pueblo con otros peones a los bailes o a visitar alguna kuñataí. Ese día había ido con el Roque. Estábamos en el patio del almacén de ramos generales de Jesús, el gallego, donde se había armado el baile. Tomábamos unos vinos con dos muchachas que ya conocíamos de antes, cuando llegó, bastante chupao, el Kambá Godoy, el hijo del puestero de otra estancia de la zona. Se fue derechito ande el Roque y le dijo:
- ¡Andate! Esa mujer está conmigo.
- ¡D´iande! – le respondió el Roque – si cuando yo llegué estaba sola.
El otro intentó agarrar a la muchacha de un brazo y el Roque, de un manotazo se lo impidió.
- ¡Ni se te ocurra tocarla! – le advirtió.
El Kambá, que traía un talero colgao de la muñeca, le tiró un rebencazo. El Roque lo esquivó echándose pa´atrás mientras con un movimiento rápido se sacó, con la mano derecha la alpargata izquierda, y le cruzó la cara de revés. El otro empezó a tirarle rebencazos que el Roque esquivaba con quiebres de la cintura y le respondía con la alpargata. La cara del Kambá se había puesto roja...de bronca y de zapatillazos.
- ¡Eh, pero eso no es un duelo! – interrumpió Héctor.

     El tío sonrió, y mientras todos le tirábamos los naipes al pendejo, continuó:
- ¿Vos querés sangre, no? ¡Pará que te vi´a contar! En ese momento el Kambá tiró el rebenque y peló el facón. Ya se había armado la ronda alrededor de ellos. Empezó a tirar puntazos y hachazos cruzados pero el Roque los eludía con saltos atrás y de costado. Y le seguía dando con la alpargata. Cada vez mas enfurecido el Kambá tiró un puntazo a fondo y le cortó la cara.
- ¡Añamenby! – gritó el Roque y recién ahí sacó su cuchillo. Se midieron un rato caminando en círculos y de golpe el Kambá tiró otro hachazo cruzado de izquierda a derecha y se mandó de frente en un puntazo profundo a la altura del pecho. El Roque se había arqueado hacia atrás para esquivar el hachazo y cuando vio venir el cuchillo de frente saltó de costado al tiempo que, con su mano izquierda golpeó el brazo del otro, desviándolo, quedando todo el flanco derecho del Kambá al descubierto y con un movimiento corto de su cuchillo lo ensartó hasta la manija. Se quedó de pie unos instantes, y se fue desplomando despacito.

     Nos fuimos rajando del almacén antes que llegara la policía. Ninguno declaró haber visto lo que pasó. El Roque, igual, se tuvo que ir del pueblo por bastante tiempo.

- ¿Y con la chica que paso? – preguntó Omar
- Desapareció del pueblo junto con su defensor. Después nos enteramos que vivían juntos – respondió el tío con tono pícaro.

     Cuando nos íbamos a dormir, a solas con el Tío Fermín, le pregunté:
- Tío, ¿con que te hiciste esa cicatriz en el pómulo?

     Me miró sonriendo y dijo:
- Con un alambre de púas.

Osvaldo Villalba
24/10/2014
16/11/2014

Premonición



Sueños, esos pedacitos de muerte. 
Narraciones extraordinarias 
Edgar Allan Poe 

Su propio grito lo sacó de la pesadilla. Se sentó en la cama, traspirado, le faltaba el aire. El sueño se había vuelto recurrente. No podía precisarlo con seguridad pero estaba seguro que en los últimos días lo había sufrido más de cuatro veces. Con variantes, pero el final en todos los casos era similar: un enorme camión con cuatro grandes faros que encandilaban y bocina ensordecedora que avanzaba de frente a gran velocidad. Algunas veces estaba caminando por una ruta; otras manejaba un auto desconocido. Invariablemente se despertaba antes del choque.

Todavía estaba oscuro pero la luz de la calle, ingresando por la ventana abierta, se reflejaba en el cielorraso del dormitorio, y le daba al ambiente una tenue luminosidad. Igual encendió la luz del velador para convencerse que todo estaba bien y fue a lavarse la cara. Regresó al dormitorio y se sentó sobre el costado de la cama. Frente a él estaba el placard, con puertas espejadas; a su espalda, del otro lado de la cama, la cómoda, que también tenía un gran espejo. Siempre le resultaba sorprendente ver su figura reproducida hasta el infinito. Volvió a acostarse con la intención de dormir un rato más pero no pudo conciliar el sueño.

Franco pasaba la mayor parte de su tiempo en la ruta. Viajaba veinte días seguidos y después, una semana libre, en su casa. En esa semana, uno de los días concurría a la empresa para la que trabajaba para cumplir algunos trámites administrativos. Esa mañana debía pasar a retirar las órdenes para comenzar el viaje al día siguiente, por lo que decidió irse a duchar. Se levantó, puso a funcionar la cafetera eléctrica necesitaba desayunar antes de salir y se metió en el baño.

Una espesa niebla cubría el tramo de la Ruta 14 entre Santo Tomé y Gobernador Virasoro. Todavía faltaban un par de horas para que el alba dibujara sus primeras pinceladas en el horizonte oriental. El camión avanzaba a considerable velocidad más de la aconsejable de acuerdo a las condiciones climáticas rumbo al norte. El tránsito era escaso. Algunos camiones que venían de Brasil, viajando en grupos de dos o tres por seguridad, algún micro de larga distancia y, muy ocasionalmente, automóviles particulares.  

En sentido contrario, 30 km más adelante, un automóvil mediano, color gris, ingresaba en el banco de niebla. Viajaba detrás de tres camiones que circulaban muy pegados complicando el sobrepaso.  Diez minutos después el automóvil aceleró y comenzó a pasar al primer camión.

El camión que avanzaba hacia Misiones salió de una curva cuando, después de cruzarse con otro, se encontró, como a 400 metros, con un automóvil que venía de frente. El chofer del camión prendió las luces altas, tocó desesperadamente la bocina y, de un volantazo, lo dirigió hacia la banquina. El camión se inclinó peligrosamente, zigzagueó unos metros y finalmente se detuvo. El automóvil, por un segundo, pasó sin ser tocado y se alejó sin detener la marcha. Franco, todavía temblando, abrió la puerta del camión, se bajó, y se quedó mirando la ruta en la dirección en que se fue el auto. No alcanzó a ver ningún detalle del coche, pero de algo estuvo seguro: sabía lo que sintió el conductor.

Osvaldo Villalba

14/10/2014