La revancha

     

La venganza es un plato que

sabe mejor cuando se sirve frío.

"El Padrino" (1969) - Mario Puzo

     La mañana era brillante. El cielo, de un celeste luminoso, y apenas cruzado por algunas nubes blancas como pompones de algodón, se reflejaba en la aguada con la nitidez de un espejo. Parecía que  si se entraba corriendo era como zambullirse en el cielo. El Cholo sonrió y se dijo: “No Negro, seguro terminás empapado y embarrado”.  El sol comenzaba a secar el rocío de los pastos y los pájaros revoloteaban en el montecito que estaba en la otra orilla. De todos los trabajos que le tocaban en el campo el que más le gustaba era repartir la hacienda en los potreros. No era tan duro como reparar alambrados, que le dejaban todas las manos lastimadas, aún cuando las tenía callosas y curtidas; ni preparar los lotes para la siembra, ya que aún cuando los tractores nuevos tenían muchas comodidades, había que pasarse muchas horas sentado allí, con frio o calor, según el momento del año. En cambio el trabajo con los animales le permitía ensillar a Lucero, su tordillo, y largarse al galope disfrutando el viento en la cara. Lo tenía desde los 12 años. Se lo había regalado su padre, cuando Lucero tenía apenas 2 años. Su padre era el capataz de la estancia y lo había comprado en un remate de hacienda en la que había acompañando al patrón. Cuando el caballo cumplió los 3 años comenzó a montarlo. Hacía 6 años que trabajaban juntos y tenían una afinidad que el Cholo, rústico como era, no había desarrollado con ningún otro ser, ni humano ni animal. En esta tarea lo ayudaban también los perros de la casa, dos ovejeros bien adiestrados para este trabajo, pero que él no los sentía como propios. En realidad los perros respondían a su padre. Pero para el trabajo de arrear el ganado eran inmejorables. Ahora estaba sentado en un tronco, mientras Lucero mordisqueaba pastitos tiernos, esperando que los animales bebieran en la aguada, y después los pasaría al potrero pegado al maizal que tenían pastos bien altos. Además estaba contento porque era sábado, y los domingos iba al pueblo a encontrarse con sus amigos, a tomar unos vinos, jugar al billar y después, a la tardecita encontrarse con María Victoria, la hija del farmacéutico, siempre a escondidas  del padre, porque éste no quería que su hija se pusiera de novia con un peón, sino con alguien más instruido.

     Estaba en estas elucubraciones cuando le llamó la atención una polvareda que venía del lado de la ruta. Se paró, puso su mano derecha como pantalla frente a sus ojos y se esforzó por divisar que cosa producía el polvo. En unos segundos, en una curva del camino, el Cholo pudo distinguir una camioneta negra que avanzaba a gran velocidad hacia el casco de la estancia. Se sacó la boina y la estrelló contra el suelo.

- ¡Puta madre! ¡Justo hoy! – dijo mientras tiraba patadas caminado en círculos.

     La camioneta le era archiconocida. Era del hijo del patrón. Seguro venía con su novia y otra pareja amiga que lo acompañaba siempre. Y para colmo, cada vez que venía, su padre le pedía que se quedara para atenderlos por si necesitaban algo. Chau, amigos, chau billar y lo peor, María Victoria se iba a quedar esperando. Es cierto que tenía edad como para poder negarse, pero lo hacía por su padre. Cuando era el patrón, don Ricardo, el que venía a la estancia, en muy contadas ocasiones, el que lo atendía era su padre. Al llegar, su padre, como capataz que era, reunía a todos los peones en el galpón, y don Ricardo los saludaba uno por uno. Al Cholo, ahora, lo contaban como un peón más. De chico recordaba que don Ricardo se mostraba amable con él, pero ahora que había crecido casi no cruzaban palabras. El patrón era un tipo hosco, serio, de pocas palabras, pero muy respetuoso. Nunca lo había escuchado levantar la voz, y parecía que apreciaba a su padre, quien llevaba más de 35 años trabajando para él. Por eso su padre se enojaba con el Cholo cuando le decía:

- Claro, como no te va a apreciar si te ocupas de todo y por unos sueldos que nos alcanzan justo para el mes, y no siempre, el tipo la levanta en pala.
- Vivimos bien, no nos falta nada. Tenemos una linda casa – le respondía su padre – y no pagamos nada por ella.
- ¡Ah! ¡Lo que faltaba! ¡Dejás el lomo en el campo y encima le vas a pagar alquiler!
- Ustedes los jóvenes nunca se conforman con nada.
El Cholo no seguía la discusión para no hacer sentir mal a su padre. Era muy buen tipo, muy simple pero muy derecho, y a esta altura de su vida no le iba a hablar de socialismo, capitalismo y derechos laborales, cosas que su amigo, el Ronco, delegado en el molino, dominaba tan bien.

     Pero con el hijo de don Ricardo, José Luis, la cosa era diferente. Era un poco mayor que él, tal vez 22 o 23 años, pero tenía toda la prepotencia y la soberbia del que nunca tuvo que esforzarse por nada y conseguía todo lo que le venía en ganas. Y además, si podía burlarse y humillar al que tenía enfrente, lo hacía sin el menor remordimiento. Por eso el Cholo se bancaba atenderlos él, pues no hubiera tolerado que este mocoso se burlara de su padre. Pero eso no impedía que lo tuviera atragantado. Además la antipatía debía ser recíproca, porque este joven se esforzaba en buscar ocasiones de avergonzar al Cholo delante de su novia y sus amigos, haciéndolo quedar como un ignorante, un inculto o lisa y llanamente un bruto, como ocurrió esa misma tarde, cuando le pidió que le alcanzara unos cd que tenía en la camioneta entregándole la llave. El Cholo salió hacia el estacionamiento y en cuanto puso la llave en la cerradura comenzó a sonar la alarma. Cuando se dio cuenta de su error, apretó el botón del control remoto, y la alarma se detuvo. Abrió la puerta y tomó los cd que estaban en el bolsillo de la puerta, y cuando cerró y se dio vuelta, los cuatro los estaban mirando desde la puerta de la casa con sendas sonrisas en sus rostros y José Luis le dijo:

- ¡Mirá que sos bruto Cholo! ¿No sabés lo que es una alarma?
- No pensé que acá adentro necesitabas poner alarma – le respondió secamente mientras le entregaba los cd. Pero por dentro un inquietante sentimiento de rencor lo iba ganando. Respiró hondo, no dijo nada más y se fue a su casa, mientras las carcajadas de los cuatro resonaban en sus oídos como puñetazos.

     Esa noche en su cama, daba vueltas y vueltas y no podía conciliar el sueño. Pensaba mil maneras de golpearlo. Sabía que si los enfrentaba, él solo, con su talero, les podía dar una paliza a los dos hombres juntos. Pero eso le costaría perder el empleo, cosa que a él no le importaría demasiado, pero también un terrible disgusto a su padre, y eso sí que no quería que sucediera. Entonces se acordó de algo que siempre decía su amigo, el Ronco: “la venganza es un plato que se come frío”. Y se durmió pensando cómo se iba a vengar de José Luis y sus amigos.

     A la mañana siguiente se despertó antes que amaneciera y puso en marcha su plan. La estancia no se dedicaba especialmente a la cría de cerdos, pero tenía una piara para consumo personal con un macho y tres o cuatro hembras. El chiquero era un predio chico con cinco corrales que se situaban a la derecha de la puerta de entrada, en los que se separaban al macho, a las hembras preñadas, a las hembras sin cría, y a los lechones, según se fueran dando las camadas. Frente a los corrales, un camino de cemento, y después, a la izquierda de la entrada, una parcela de tierra con una pileta artificial, para que los animales se remojaran y retozaran, de modo que siempre estaba muy embarrado. Por la noche se los confinaba en los corrales y las tranqueras de cada uno se trababan con ganchos. En este momento una de las chanchas había tenido seis crías, que estaban en proceso de destete. Por eso se encontraban en un corral separado, donde comienzan a ingerir alimentos balanceados y sólo una vez por día se los llevaba al corral de la madre para que mamen. El corral de la madre era el primero, a la entrada, y el de los lechones el último al fondo de todo. El Cholo se dirigió al chiquero, entró y sacó la traba de la tranquera del primer corral, salió y se fue. Previamente había pasado por el comedor de la casa principal, la de Don Ricardo, y se dirigió al panel de corcho que había sobre una de las paredes, donde su padre ponía carteles con las principales novedades para que, si el patrón venía de improviso, pudiera estar enterado de todo lo que pasaba. Últimamente, como venía poco, había quedado en desuso. En su pieza, había preparado dos carteles, uno con fecha de 32 días atrás, donde informaba que una de las cerdas había parido 6 lechones vivos. El otro, con fecha de 4 días atrás informando que se había comenzado con el destete, pues los lechones ya pesaban un poco más de 5 kg. Clavó los carteles en el panel, con la esperanza que alguno de los cuatro visitantes, especialmente las mujeres, se interesara por ir a verlos, dado que los cachorros de cualquier especie, en general son muy simpáticos. Terminado el escenario, se fue al galpón de las maquinarias y subió al entrepiso, donde estaba el pañol, y se acomodó al lado de la ventana desde donde se divisaba el gallinero, el establo de los caballos y el chiquero. Estuvo cerca de tres horas allí, y ya estaba pensando que no había dado resultado su carnada, cuando los vio aparecer por el camino. Se dirigieron al chiquero, entraron y el amigo de José Luis, gritó:

- ¡Los lechoncitos están al fondo! ¡Vengan!

Allí fueron todos. El Cholo estaba expectante. Una de las chicas preguntó si podía agarrar uno y José Luis, con suficiencia, le dijo que por supuesto, él le alcanzaría uno. Abrió la tranquera, entró tomó uno de los cochinillos con las dos manos, y el animalito empezó a chillar desaforadamente. Todo se desarrolló con la velocidad de un rayo. Al oír los chillidos de la cría, la chancha empujó la puerta con el hocico, que al estar sin traba se abrió fácilmente, y se dirigió como una tromba hacia los visitantes, gruñendo en forma tal que les paralizó el corazón. José Luis soltó el cerdito y, como el animal venía avanzando por el pasillo de cemento, se fue hacia el barro, y el resto lo siguió. Como la cerda se frenó y se abalanzó sobre ellos en el barro, resbalaron y se cayeron, llenándose de lodo. La cerda los embestía y les impedía ponerse de pie, revolcándolos una y otra vez en la mezcla de barro y excrementos. Comenzaron a gritar aterrorizados. Con los gritos que pegaron la chancha se detuvo. Como el lechoncito había dejado de chillar, la madre se calmó, y regresó con sus crías gruñendo. Todos embarrados y maltrechos salieron del chiquero y se fueron corriendo hacia la casa.

Mientras tanto el Cholo, en el galpón, saboreaba su revancha.

Osvaldo Villalba
27/05/2014


Los soldaditos


   El niño descubre el mundo 
con la frescura de uno ojos 
animados por el deseo 
insaciable de ver todo, de 
organizar todo, de 
comprender todo 

Razón y placer (1994) 
Jean-Pierre Changeux


Amaba subir al altillo de la abuela. Los fines de semana cuando la visitábamos, más que jugar en el jardín, prefería subir y revisar todo lo que había. Estanterías con cajones repletos de herramientas. Correajes y riendas colgando de clavos o ganchos en las paredes, que había usado mi abuelo en el corralón. Y en los rincones del fondo latas y tambores de combustible. Lo que más me gustaba era un caballete con un recado de corderito, en el que yo, montado, jugaba a los cowboys.

Una mañana de domingo, husmeando en las estanterías encontré una caja de madera, llena de polvo que nunca había visto. Estaba mezclada entre las cajas de herramientas. Acerqué un escalerita, la saqué con cuidado, y la puse sobre la mesa de trabajo.

Limpié el polvo con la mano y la revisé. Era una caja rectangular, de unos 20 cm, de largo, 15 cm de ancho y 10 cm de alto. Claro que estos detalles los puedo describir ahora. En ese momento, con seis años, carecían totalmente de importancia para mí. Al buscar cómo se abría, observé que tenía un gancho oxidado que estaba muy duro. Parecía pegado. Me acordé como hacía mi papá cuando quería aflojar algo que estaba duro: lo golpeaba con alguna herramienta. Busqué en los estantes y encontré una pinza. Golpeé el gancho varias veces con la pinza y se abrió. Levanté la tapa y… ¡Faaaa!: ¡Soldaditos! ¡Estaba llena de soldaditos!

Eran un montón de soldaditos de madera. Unos tenían armaduras y espadas. Otros eran indios con lanzas, arcos y flechas. Algunos estaban montados sobre caballos y también había fortalezas y miradores altos. En seguida me puse a jugar. Cuando me llamaron para la merienda, guardé todos los soldados en la caja, la puse en su lugar y bajé sin comentar con nadie mi hallazgo.

Durante mucho tiempo, cada vez que iba a casa de la abuela, subía al altillo y buscaba los soldaditos. Con ellos me imaginaba cientos de batallas, en las que, en ocasiones ganaban unos, y en otras sus adversarios. A veces participaban mezclados en los bandos que yo preparaba.

Una vez que mis padres viajaron y me quedé a dormir el fin de semana con mi abuela, mientras desayunábamos, me animé y le dije:

—Abuela, ¿me puedo llevar los soldaditos del abuelo que están en el altillo?

—Sí, claro. No sé a qué soldaditos te referís pero lo que fue a parar allí arriba es porque yo no lo uso para nada.

El domingo a la tarde vino mi mamá a buscarme. Yo había guardado la caja en la mochila con mi ropa. Cuando llegamos a casa, la saqué de la mochila y la guardé en mi cajón de juguetes.

Tiempo después, mientras jugaba con los soldaditos en mi habitación, entró mi papá a decirme no sé que cosa.  Sorprendido me preguntó:

—¡Eh! ¿Qué es eso?

—¡Ah! Son los soldaditos del abuelo. La abuela me los regaló.

Mi papá levantó uno y se quedó mirándolo. Esa fue la primera vez que lo vi lagrimear a mi viejo. La otra fue en mi graduación de médico cuando él con mi mamá me entregaron el título.

—Esperá que busco algo —me dijo y salió disparado. Al rato volvió con un cartón doblado en dos bajo el brazo y lo abrió. Se sentó en el suelo conmigo y me enseñó otra forma de jugar.

Pasaron más de veinticuatro años desde entonces. Hoy tengo casi treinta y uno y sigo “jugando” con soldaditos. Los de mi abuelo adornan un estante de mi biblioteca. Con unos parecidos, pero de formato más tradicional, gané la semana pasada un torneo abierto en la Asociación de Ajedrez Torre Blanca.  

                                     


Osvaldo Villalba
20/05/2014

26 Horas

   Necesitas hacer tiempo
para tu familia sin importar
lo que pase en tu vida
Matthew Quick

     Entró al barcito y se sentó en una mesa de dos junto a la ventana. Miró la hora en el reloj que llevaba en su muñeca. Era una acción que se repetía cientos de veces en el día. Alberto vivía pendiente de los horarios. Siempre decía que, para él, el día debería tener 26 horas. Aún cuando conducía estaba pendiente de la hora. Le bastaba un pequeño giro de su muñeca sobre el volante para aplacar un poco su ansiedad. Al trabajar en la computadora trataba de arremangar su camisa para tener al reloj dentro de su ángulo de visión. Por supuesto que tanto en el tablero del auto como en la pc tenía forma de saber la hora, pero sólo le daba seguridad su Rolex.


Ahora esperaba a su mujer, con quien había quedado en tomar un café en el intervalo entre dos reuniones de trabajo. Ella había insistido en encontrarse con él, aún cuando sabía que no le gustaba distraer tiempo para asuntos personales en horario de trabajo. Le había dicho que era algo importante y que no podía esperar a la noche. ¿Qué cosa puede ser tan importante que no pueda esperar unas horas? Revisó su agenda y, al comprobar que tenía un hueco de dos horas entre la reunión con el grupo de promotores y la visita de unos clientes del interior, le confirmó la cita en el barcito de la esquina de la oficina.

Alberto era Gerente de Marketing en una importante multinacional. Había obtenido el puesto hacía dos años, después de estar un poco más de tres años como ayudante del gerente anterior. Con una formación académica superior a la de su jefe y mucha dedicación había terminado desplazándolo.

Volvió a mirar la hora, todavía faltaban quince minutos para la hora convenida con su esposa. Le pidió al mozo que le trajera un cortado. Después pediría otro cuando ella llegara. Miraba distraídamente por la ventana mientras hacía girar la cucharita en el pocillo, cuando escuchó una voz masculina que le decía:
—Buenas tardes, ¿me permite una palabra?
—No quiero comprar nada. Estoy muy ocupado. —respondió sin mirar.
—No intento venderle nada —insistió la voz— para vender está usted, ¿no? Sólo quiero hacerle algunas preguntas.
Levantó la cabeza y lo observó con más atención. Era un hombre mayor, vestido con un traje oscuro de buena factura. No lo conocía, aun cuando su rostro le resultaba familiar. Tal vez tenía un parecido con su padre, fallecido hacía muchos años.
—¿Nos conocemos? Encuestas no acostumbro a responder.
—Usted a mí no me conoce. Yo a usted sí. Y no es una encuesta. Sólo son unas preguntas para reflexionar. Tres, para ser más preciso ¿Puedo sentarme?
Miró otra vez la hora, pensó un instante y como le había picado la curiosidad, le dijo:
—Tiene exactamente trece minutos. Siéntese por favor.
El hombre se sentó sin mover la silla.
—Bien, va la primera: ¿Cuánto hace que no juega a algo con sus hijos? Un picadito, un mete-gol-entra, remontar un barrilete, un desafío en la play…
La pregunta lo dejó atónito. Balbuceó una respuesta
—Ehh…No sé…No estoy seguro…Pero… ¿No le parece que eso es muy personal?
—Sí, claro. Las preguntas son personales, justamente, para que usted pueda enfocarse y reflexionar, como le dije, en formas de vida.
Alberto pensó que el viejo sabía cómo despertar su interés y decidió seguirle el juego para averiguar a donde quería llegar.
—Creo que bastante. Pero ellos tienen su grupo en el country. Los varones hacen fútbol y la nena hace hockey. Además tienen un montón de actividades recreativas.
—¡Ah sí! El country! Pero jugar con el papá no es lo mismo que con el grupo de amigos.
—Lo que pasa es que no me da el tiempo. Trabajo desde las 8 de la mañana hasta las 9 de la noche.
—Son muchas horas…
—Si, pero lo hago por ellos. Para que puedan vivir en un lugar de primera, como viven. Van a los mejores colegios. Usan ropa de marca. Cuando sean grandes lo van a apreciar.
—No esté tan seguro.
—¿Y por qué no?
El rostro del hombre se ensombreció.
—Los míos ya son grandes y siempre me pasan factura.
—¿Cómo es eso?
—Cuando los invito a mi casa siempre tienen actividades programadas con sus hijos, mis nietos. Y casi nunca los veo ni a unos ni a otros.
—Bueno, estar ocupado no es pasar factura
—Alguna vez escuché que comentaban entre ellos que no querían repetir historias y por eso pasaban tiempo con sus hijos. En fin…Voy con la segunda: ¿Cuánto hace que no sale solo con su esposa? A cenar, al teatro. Una escapada de fin de semana…
—¡Ah no! ¡Ella sí que no se puede quejar! Me revienta la tarjeta comprando ropa y zapatos en la Galería Pacífico. Vamos a cenar a los mejores restaurantes.
—A ver si entiendo —dijo el hombre—. La ropa, claro, es de primera. Y la luce en las salidas a los mejores restaurantes. ¿Con quién salen?
—Con amigos…Bueno, en realidad…son profesionales o comerciantes conocidos.
—Pero son cenas de negocios ¿no? Donde los hombres hablan de trabajo, de finanzas, de sus empresas. Y ella con las mujeres de los otros, hablan de cosas que en realidad no le importan a ninguna, porque no son amigas, ni tienen nada en común, más que sus maridos empresarios.
—Bueno, tampoco es siempre. Los fines de semana que no salimos cenamos en el restaurante del Club House del country, que es de primera, y allí sí están nuestros amigos.
—En el country… —se quedó pensativo — en la mesa con su grupo de amigos… ¿No les pasa ahí que los hombres hablan de fútbol, del torneo interno de golf, o de tenis, y las mujeres los chimentos de las socias que no son de su grupo?
—Sí, claro, y a veces, de las del grupo también —por primera vez sonrió.
—Yo, en realidad, me refería a salir ustedes solos, para estar juntos y sin nadie más, para conversar de sus cosas. O si no quieren salir, quedarse solos en casa, a prepararle a ella su plato preferido, por ejemplo un sabroso risotto, como hacía cuando eran novios. Total, una noche los hijos pueden quedarse en la casa de los abuelos, y seguro que lo van a disfrutar.
Alberto abrió los ojos asombrado. ¿Era una casualidad? O tal vez el viejo lo conocía desde hace mucho.
—¿Risotto? ¿Cómo sabe que cocino risotto?
—El diablo sabe por diablo…pero más sabe por viejo.
Esta vez sonrieron los dos.
—El objetivo de esta pregunta  —siguió el hombre— es percatarse que cuando los hijos vuelen, ella va a ser su única compañía. Y lo que se va soltando a lo largo de años, después no se puede atar con alambre.
—¡No hay nada que se esté soltando entre mi mujer y yo! —el tono de Alberto denotaba que el comentario lo había incomodado.
—Mire, cuando mi mujer me dijo que quería separarse, yo no entendía por qué —la voz del  hombre denotaba tristeza— y era porque nunca me paré a pensar cuáles eran sus verdaderas necesidades como persona, más allá de las materiales. Recién cuando me quedé sólo lo pude entender.
Alberto, ya sensiblemente molesto, por estos planteos, que lo dejaban tan descolocado, intentó cambiar el eje de la conversación.
—Usted mencionó con cierta ironía que los ejecutivos solemos hablar de golf. Bueno, yo juego al golf y tiene sus ventajas. Sepa que los mejores negocios se cierran más a menudo en una cancha de golf que en una oficina. Y de eso vivimos bien toda la familia. Y no les falta nada.
—No, claro, no les falta nada. Salvo usted. Y aquí me da el pie para la última pregunta. ¿Por qué dedica tanto tiempo a su trabajo?
—¿Por qué? Porque me gusta lo que hago, porque es necesario dedicar esfuerzo para lograr objetivos positivos. Porque de eso vivimos, y vivimos bien. Porque la empresa espera de mi esa entrega, y me recompensa por eso.
—¡Ah claro! —interrumpió el viejo— ellos esperan…Usted todavía no se dio cuenta de cómo funciona esto, ¿no? La empresa, como usted la llama, es una gran máquina de hacer jugo. Y usted será importante mientras sea una naranja nuevita, lustrosa y muy jugosa. Y empiezan a exprimirlo de a poco, para que usted no lo note. Como a la rana que la ponen al fuego en agua fría, para que no se dé cuenta de que la van a hervir. Y mientras tenga jugo, le van a sobar el lomo. Pero un día, cuando le quede poco, vendrá otra naranja, de una cosecha más nueva, ocupará su lugar y usted irá a parar al centro del exprimidor y será parte de los desechos que se descartan definitivamente. ¿Se acuerda de su antecesor?
A esta altura Alberto se preguntaba por qué carajo había aceptado escucharlo. En ese momento se da cuenta que su esposa lo está mirando a través de la vidriera parada en la calle. Le hace seña para que pase, y aliviado, le dice al hombre:
—Amigo, se acabó su tiempo. Ahí llegó la persona que estoy esperando.
El hombre sonríe y se pone de pie. Mientras tanto, su mujer entra al bar, y con una cara entre asombrada y temerosa le dice:
—Alberto ¿Te sentís bien? ¿Estabas hablando solo?
Alberto no entiende lo que ella le dice. Fija su mirada alternativamente en uno y otro. Ella no parece advertir la presencia del viejo. Le pregunta al extraño:
—¿Quién sos?
El viejo, vuelve a sonreír y, tuteándolo por primera vez, responde:
—¿Importa eso? Ahora sólo enfocate en lo que sigue, y cuando ella te diga que se quiere separar, aplicá todos tus conocimientos de marketing para convencerla de que te dé una oportunidad, que vos realmente querés y podés cambiar.

Osvaldo Villalba
14/05/2014

No atiendas el teléfono

     Todo empezó al poco tiempo de que nuestro departamento fuera asaltado, hace unos 26 años atrás. Hacía unos meses que estaban trabajando en la refacción de un local que, medianera de por medio, lindaba con el pasillo y la cocina. El departamento tenía la forma de L mayúscula, donde en el cuerpo de la L se ubicaban dos habitaciones y el pasillo de ingreso y en la base, el pasillo que también doblaba pasando frente al baño, la cocina y la escalera que llevaba a la terraza. El final del pasillo, la cocina y la escalera se apoyaban sobre la medianera del galpón. Ese día, según me contó mi esposa, estuvieron toda la mañana golpeando con masas la medianera del local. Cuando ella salió a buscar a nuestros hijos al colegio, el ladrón entró por la terraza, arrancando una reja de la ventana de una piecita que daba a la misma. Cuando volvió sólo con mi hijo, pues la nena, que era un poco mayor, se había ido a almorzar con una compañerita, mi esposa estuvo un rato hablando por teléfono con la mamá que la había invitado, mientras el nene, que tendría unos 4 años, se fue a jugar a la piecita de arriba. Cuando terminó de hablar y lo llamó, quien contestó, fue el ladrón, que le dijo, que estaba con él, que no se diera vuelta ni lo mirara y que se metiera en baño. Con mi hijo como escudo, pedía plata y oro, vació todos los cajones sobre la cama, y después de varios momentos de tensión, que prefiero no detallar, se escapó por donde había entrado. La policía, vino, miró, pero no investigó nada.

     Como es de imaginar, quedamos todos muy shockeados. Por eso, cuando al poco tiempo, recibimos el primer llamado, en la que un hombre con voz ronca, tal vez deformada con algún aparato, le dijo a mi esposa, que en cualquier momento iba a volver, ella tuvo una crisis nerviosa y la invadió una profunda depresión. Comenzamos a tener llamados todos los días y en diferentes momentos del día. Instruimos a los chicos para que no atendieran el teléfono, Implementamos una clave para cuando llamaba yo de mi trabajo, o cuando algún amigo quería llamarnos: dejar sonar el teléfono tres veces, cortar y volver a llamar. En esa época no existían celulares, ni identificador de llamadas, pero un amigo que tenía siempre la última tecnología, nos prestó un grabador que se acoplaba a la línea telefónica y grababa la conversación. El tipo decía que nos veía todos los días, que sabía la hora en que llevábamos a los chicos al colegio y a la hora que volvían. A veces le cortábamos directamente. Otras le dábamos conversación para que quedara grabado, y después escuchar si podíamos descubrir de donde venían las llamadas. También le hicimos saber que lo estábamos grabando, y que daríamos la cinta a la policía. Esto no pareció preocuparlo, porque igual que yo, pensaría que la policía no nos iba a dar bolilla. Pero así fue que una vez, le dijo a mi esposa, que iba a entrar otra vez y que le pondría a mi hijo el arma en la cabeza como la vez anterior. Allí nos dimos cuenta que no tenía ninguna relación con el asalto, ya que en aquella oportunidad, el ladrón no exhibió arma alguna, ni de fuego, ni blanca, cosa que nuestro hijo, que lo había visto, nos confirmó. Eso nos dejó un poco más tranquilos, pero igual, era muy estresante cada vez que el teléfono sonaba. Así estuvimos más de seis meses, hasta que la solución vino por el lado menos pensado.

     El edificio tenía seis departamentos en planta baja y seis en planta alta. En el largo pasillo del edificio, había, cada dos departamentos una escalera, que llevaba a un descanso donde estaban, enfrentadas las puertas de dos unidades. Así, por la escalera que nos correspondía, se ingresaba a nuestro departamento, que era el 11 y al de los vecinos del departamento 10. En este último vivía un matrimonio joven, músicos ambos. Ella es hoy una cantante y compositora famosa, radicada en EEUU. Hablando con ellos sobre los llamados, nos enteramos que a ella también la estaban molestando. Hasta que un día, y después de una discusión de pareja, que son tan normales en los matrimonios, en las que se dicen cosas personales, ella atiende el llamado de este acosador telefónico, y, para demostrar que nos estaba asechando, como hacía con nosotros, le repite cosas que ella había dicho en esa discusión. Inmediatamente eso prendió el alerta en la pareja. Lo que sabía del dato que estaba mencionando, sólo había podido escucharlo en esa discusión, pues no era un dato que otros conocieran. Los vecinos del fondo éramos nosotros, a quien también estaban molestando, por lo que pusieron atención en los vecinos del otro lado, el departamento 9. Fue así que en la próxima vez que llamó, mientras ella le daba charla, él, no recuerdo con que artefacto, escuchaba a través de la pared del dormitorio, que lo separaba de ese departamento. ¡Y entonces lo escuchó! Era uno de los hijos de la viuda que era propietaria del departamento. Un fulano que era suboficial de prefectura. Tomó el tubo del teléfono y le gritó: “¡Ya te descubrí hijo de puta! Dejate de joder o te voy a cagar a trompadas!” y  lo llamó por su nombre. El otro cortó la llamada.

    Cuando vino a contarnos, no lo podíamos creer. No nos faltaban ganas de ir a darle un escarmiento, pero el tipo, evidentemente era un loquito, y andaba siempre calzado con el arma reglamentaria, así que decidimos esperar a ver que pasaba. ¡Nunca más hubo llamados!

     Después, atando cabos, recordamos otro acontecimiento que le había ocurrido a otro vecino. En el departamento 6, el último de planta baja, vivía una señora con dos hijos adultos y la mamá que era muy anciana. Una mañana, estando la anciana sola, recibió un llamado contándole que uno de sus nietos había tenido un accidente y estaba destrozado. Parecido a lo que mas adelante, se generalizó como “secuestros virtuales”, pero en aquella época, todavía no se daban. Tampoco le pidieron nada. La señora se descompuso, siendo atendida por los vecinos. Cuando llegó, la hija, madre del supuesto accidentado, también tuvo un ataque de nervios. Por fin, el otro hermano, pudo contactarse con el trabajo de este muchacho y verificar que estaba bien y que todo había sido una broma de mal gusto. En ese momento, no lo asociamos con las amenazas telefónicas, pero después de descubierto el caso supusimos que también era obra de este enfermo.


       Nunca fui a encararlo por esta perversidad. Tal vez porque no soy un tipo violento, o por que en ese tiempo era miembro de una iglesia cristiana, que enseñaba a no tomar venganza, o simplemente por cobardía. Me limité a ignorarlo como si no existiera cada vez que me lo cruzaba en el pasillo y por suerte no fueron muchas.

Osvaldo Villalba
06/05/2014

Martillando teclas

          




En el momento que una cosa te turba,
ya eres esclavo, en vez de ser señor.
No hay en el mundo señor más tirano
que el disgusto o tormento.
Guy Pearse

El tren ingresó al andén número tres de la estación Constitución. Diego subió en el último vagón y caminó por la formación tres o cuatro coches hasta encontrar un asiento sobre la ventanilla. Los sábados trabajaba hasta el mediodía pero, después de toda la semana, se sentía cansado. Los vendedores ambulantes no dejaban de pasar. Hasta la estación El Jagüel tenía alrededor de 40 minutos de viaje, por lo que cerró los ojos e intentó relajarse. Cuando llegara a casa de Ale, su novia, el padre de la joven ya tendría listo el asado. ¡Por fin comería carne! Toda la semana en la obra comiendo fiambre. Después a la tarde, con los hermanos de Ale, picadito en el potrero de la esquina. Y a la noche al cine o a bailar.

Hacía dos años que estaba definitivamente en Buenos Aires, y casi un año y medio que trabajaba en la construcción. Era armador en la cuadrilla de hormigón armado de una obra sobre Rivadavia, en Balvanera. Se miró las manos, callosas e hinchadas, de doblar hierros, clavar maderas  y manipular serruchos y martillos.

La primera vez que vino a Buenos Aires, con sólo 12 años, lo trajo su padre al Conservatorio Nacional, —hoy denominado Departamento de Artes Musicales y Sonoras "Carlos López Buchardo" (IUNA)—, para que rindiera allí su primer examen de piano, examen que no aprobó. Desde ese momento, y durante los siguientes 5 años, hasta el penúltimo año de la carrera, su padre lo había traído cada cierre de curso a rendir su examen, con la carga adicional que representa el hacer algo que se aborrece.

Pero el conflicto con su padre por su deseo de transformarlo en un concertista venía de mucho antes. Si bien es bastante común que los padres proyecten en sus hijos sus propias frustraciones, en este caso la obsesión se transformó en enfermiza. Cuando cumplió los 8 años contrató una profesora de piano en su pueblo natal, Tapalqué, Provincia de Buenos Aires, para que le diera clases particulares. Al principio Diego concurría con interés, pero después comenzó a aburrirse porque le parecía muy difícil. La primera vez que se lo dijo a su padre, lo agarró de un brazo, lo zamarreó, y le dijo:

—Vos vas a estudiar hasta que te recibas.

Intentó una débil protesta pero un bofetón le dejó el pómulo enrojecido. Cuando quiso recurrir a su madre sólo obtuvo de respuesta:

—Bueno, ya sabés como es papá, no lo hagás enojar.

Al cumplir los 10 años su padre le compro un piano Baldwin, y a partir de allí, además de las clases en la casa de la profesora, su padre lo hacía estudiar y practicar varias horas por día. A medida que pasaba el tiempo, la presión que ejercía sobre Diego, era proporcional al odio que crecía en el corazón del niño contra su padre y contra el piano. Una vez que Diego se escapó para jugar un partido de fútbol, que era lo que más le gustaba, su padre lo fue a buscar y lo castigó con el cinto, produciéndole una herida cortante sobre la ceja izquierda con la hebilla. Su madre seguía sin intervenir. A esta altura, Diego se había percatado que su padre también era violento con su mamá. Eso explicaba las veces que la encontraba llorando. Cuando a los 12 años lo llevó a Buenos Aires, al Conservatorio y reprobó el examen, al regreso lo tuvo 2 días encerrado en el sótano de la casa, sólo permitiendo que le dieran una comida por día. Los períodos de práctica en su casa, además del cansancio físico que representaba varias horas sentado en el taburete, eran un martirio psicológico, por el constante maltrato verbal, y hasta físico cuando las palabras daban paso a la acción y se transformaban en castigos corporales.

Fue así que Diego comprendió que la forma de sobrellevar mejor esta situación era esforzarse en su estudio, y con todo el odio acumulado en su corazón, aprendió y progresó.

Cuando cumplió los 18 años viajó solo a rendir su último examen y lo aprobó. Sus padres viajaron después a la entrega de diplomas. Ese día no se lo olvidará nunca más.  Casi todos los alumnos elegían a un familiar para que les entregara el título. Diego eligió a su profesora de Tapalqué, a quien había invitado. Fue su primera revancha. Desde arriba, observaba la cara seria de su padre, y el rostro lloroso de su madre. Se debe haber desquitado con ella, pensó Diego. Cuando terminó el acto y cada graduado se reunía con su familia, Diego se acercó a sus padres, junto con la profesora, con el diploma en su mano. Se paró frente a su padre y le dijo:

—Papá, aquí está mi título de Licenciado en Artes Musicales. Este título es más tuyo que mío.

Su padre esbozó una sonrisa, mientras Diego continuaba.

—Así que aquí te lo entrego enrolladito…¡Te lo podés meter en culo! Y el piano también, aunque te va a costar un poco más. Y que te quede claro que en la puta vida voy a volver a tocar el piano. Además quiero comunicarte que, a partir de hoy, me quedo a vivir en Buenos Aires.

Y se fue sin esperar respuesta de parte de su padre, que lo miraba boquiabierto. Desde entonces no volvió a su pueblo. Su madre vino a visitarlo un par de veces, y Diego la recibía con la condición que sólo la vería a ella.

Se miró otra vez las manos. Ya no podría con ellas acariciar un piano. Recordó que en los primeros tiempos, en la obra, cada vez que clavaba tablas imaginaba que estaba martillando un teclado. Sonrió, se paró y se acercó a la puerta cuando el tren ingresó en la estación El Jagüel.

 Osvaldo Villalba

23/04/2014