Patadura





El fútbol que vale es el que 
uno guarda en el recuerdo 
Roberto Fontanarrosa 

I

Me gusta mucho el fútbol. Mi mamá se enoja porque veo todos los partidos, los de mi equipo y otros también. Mi papá se ríe porque hace lo mismo. Pero tenemos una diferencia. ¡Una gran diferencia! Mi papá juega muy bien. En el club del barrio, en el equipo de más de treinta y cinco años es el goleador. En cambio yo soy un patadura, lo tengo asumido. Estoy en el equipo de hasta doce pero sólo juego en los entrenamientos. En el torneo siempre hago banco. Pero no me importa y festejo cuando el equipo gana. En realidad sí me importa, me gustaría jugar bien, saber gambetear, cabecear bien. Pero…

 En el fondo de mi casa hay un terreno grande: papá quería armar una canchita de fútbol, y mamá la pileta de natación. Llegaron a un acuerdo. Papá compró una pileta de lona, muy grande, que armamos en verano, y en invierno queda como canchita.

Todas las tardes, después de hacer los deberes, –voy al colegio a la mañana– salgo a practicar. Intento patear con las dos piernas, pero si la derecha es de palo, la izquierda es de cemento armado. Pero igual pateo al arco casi una hora, hasta que mi mamá me llama a tomar la leche.

Después de la primavera, cuando las tardes empiezan a ser más largas y todavía no hace calor para armar la pile, jugamos con papá cuando viene del trabajo. En realidad, me hace practicar. Me tira centros desde el corner para que cabecee. Me hace pases para que remate a la carrera. Y nos reímos de los desastres que hago. Mi papá no me carga porque juego mal. Él siempre me apoya. En cambio los pibes del equipo, me tienen podrido. ¡Y me la tengo que aguantar porque tienen razón! Igual me da bronca. Los agarraría a trompadas.

  II

El equipo de papá jugó ayer sábado ¡y salieron campeones! Ganaron por ocho a cinco, con tres goles de él. Además fue el goleador del torneo. Me quedé ronco en la tribunita que tiene el polideportivo de gritar los goles y cantar. Y le saqué fotos  dando la vuelta olímpica y levantando la copa.

Hoy, por la mañana, jugamos las categorías infantiles. De todas, la única que tiene chance de salir campeona es la mía. Y jugamos en el último turno.

El entrenador nos dejó un rato en la tribuna para que viéramos los partidos de los más chiquitos así nos aflojábamos. Pero cuando empezó la categoría hasta diez años, nos llevó al vestuario.

–Jueguen tranquilos –nos dijo– ustedes pueden ganar, pero si no…, es sólo un partido de fútbol. Los rivales también quieren ganar y si llegaron hasta esta final es porque tienen méritos. Y también estarán nerviosos. ¡Hagan lo saben hacer! ¡Jugar al fútbol! ¡Vamos!

Salimos a la cancha. Miré la tribuna y mi papá y mi mamá estaban allí. Los saludé y me senté en el banco.

Empezaron ganando ellos. A los cinco minutos hicieron un golazo. La llevaron tocando hasta el área y el nueve se metió con pelota y todo, eludiendo al arquero. Lo dimos vuelta antes de terminar el primer tiempo. ¡Dos a uno!

Apenas empezó el segundo tiempo nos empataron. Después por la mitad se pusieron tres a dos. Enseguida, cuatro a dos. Nos agarró un bajón. Seguí sufriendo desde el banco. El equipo no hacía dos pases seguidos. El entrenador cambió al cinco. Salió Matías y entró Nicolás. No sé si porque entró más fresco o porque estaba más tranquilo, empezó a manejar la pelota en el medio y comenzamos a llegar. Faltaban cinco minutos y nos habíamos puesto cuatro a cuatro. Con este resultado íbamos a penales.

Y entonces… ¡Lo inesperado!  Ezequiel, el defensor central, trabó una pelota y se le dobló la rodilla. ¡Como lloraba! El entrenador, sin mirarme, me llamó:

¡Santi vení!

Me paré corriendo, miré a la tribuna. Mi papá me hacía la seña del pulgar para arriba. El entrenador me pasó la mano por el cuello y me habló señalando la cancha.

Santi, parate ahí –señaló el área nuestra– donde estaba Ezequiel. No intentes salir jugando. Reventala para arriba. Es preferible ir a penales que perder en los últimos 5 minutos.

Yo asentía con la cabeza, como hacen los jugadores profesionales cuando el entrenador les da indicaciones.

Entré a la cancha. En la primera jugada uno de ellos avanzó por mi lado. Me tiré a los pies y la saqué afuera.

¡Eso Santi! ¡Así! me gritó el entrenador.

Cuando hicieron el lateral, la reventé. Fue a parar al arco contrario. La pelota se disputaba mucho en el medio y por suerte no llegaron más por mi lado.

Faltaba un minuto, y Nico bajó una pelota en la mitad de la cancha, lo vio a Ramiro, el nueve, y se la tocó por arriba. Ramiro la bajó, se dio vuelta y sacó un remate que el arquero mandó al corner.

Fue Nico a hacerlo. Estaban casi todos en el área rival esperando el centro. Me había quedado atrás yo solo, parado en el círculo central. Nico miró la pelota, miró el área, y yo le hice una seña desde la mitad de la cancha y empecé a correr. Me entendió, y en lugar de tirar el centro al área, la puso de rastrón al medio. La agarré a la carrera, como venía, como practicaba con mi papá y… ¡La clavé en el ángulo!

 

Osvaldo Villalba

25/11/2015