El defensor


"Las tragedias se resuelven en ejemplos. Un espacio y un tiempo escuetos, cifrados, que acaban con una cabeza real ensartada en la pica de la virtud.
Pero ¿es ejemplar una tragedia que enarbola en la lanza no la bendita cabeza de un monarca, sino la cabeza piojosa de un vendedor de yuyos?"[1]


En el silencio del cuarto la cita me da tranquilidad. No recuerdo cuándo ni dónde la he leído tal vez en la clase de literatura del secundario, en mi Mendoza natal, pero en momentos especiales de mi vida viene a mí mente. Aunque fue el día de mi graduación de abogado, con el título desenrollado sobre la mesa, cuándo entendí, por fin, el significado de esa idea que había dado vueltas tantas veces por mi cabeza sin comprenderlo con claridad: La diferencia está en la repercusión, en la importancia que la noticia tiene para el mundo. Y se debe a la diferencia de clase existente entre ellos.

Algunos años después sigue teniendo vigencia. ¿Acaso es lo mismo el industrial asesinado en un asalto que el pibe acribillado en un barrio marginal por el gatillo fácil de un policía? Seguro en el primer caso habrá una catarata de información en todos los medios. Los diarios, las radios y la televisión dedicarán enormes espacios de sus columnas en el primer caso y de sus programas en los otros dos, utilizando a los mejores periodistas de policiales, con invitados especialistas en criminología, en derecho y en psicología y, mientras el rating y el morbo de la población lo justifique, lo mantendrán en el tope de las noticias. En el segundo caso puede aparecer en un recuadrito en las páginas interiores de los diarios más amarillistas, sin ninguna mención en aquellos de mayor tirada. Esta diferencia, recibida como una revelación aquella vez, fue la que me impulsó a estar del lado de los más débiles, más allá de lo que puedan pagarme, sin darme cuenta de los peligros a los que me expone.

Cuando le conté al Dr. Insaurralde, dueño del bufete de abogados penalistas donde trabajaba desde antes de recibirme, mi decisión de inscribirme en el Registro de Defensores de Oficio, me dijo poco menos que estaba loco. Su discurso resaltaba las bondades de la profesión independiente, donde está la plata grande,  cuidando las espaldas de empresarios y banqueros, ladrones de guante blanco, cuanto más tramposos, mejores pagadores, porque saben que sin tu intervención irían a parar a la cárcel. De los pequeños delincuentes que necesiten un defensor de Oficio porque no pueden pagarse un abogado, ¿qué se puede conseguir?
Cuando le pregunté donde quedaba la defensa de la justicia y la verdad, lanzó una estruendosa carcajada y me dijo: O sos muy joven todavía o muy inocente (por educación no me dijo pelotudo).

La semana pasada me vino a ver la madre de Martín. Martín es un pibe de 19 años que vive en un caserío sobre el margen de un afluente del río Matanza en el partido de Esteban Echeverría. Es el mayor de cinco hermanos, trabaja haciendo changas con albañiles de la zona y los sábados y domingos es caddie en la cancha de golf de un country en Canning. Hace un mes, volviendo de un baile con dos amigos fueron interceptados por una patrulla policial y llevados detenidos por “portación de cara”. Así decimos en la jerga de tribunales cuando los pibes son detenidos sin ninguna razón, tan sólo por su aspecto. Desde entonces, me contó la señora, los persiguen intentando obligarlos a robar para ellos, asegurando que los van a proteger. Como se negaron la semana pasada se los llevaron otra vez y les imputaron un asalto a una estación de servicio. Mi hijo es pobre pero no ladrón señor, me decía la señora llorando. Le prometí ocuparme y envié inmediatamente el escrito al juzgado asumiendo la defensa del imputado y solicitando su excarcelación. Esa misma tarde llamé a la Fiscalía. El caso lo tenía una fiscal conocida y muy buena profesional. Quedamos en encontrarnos al otro día para ver el expediente y lo haríamos juntos porque todavía no había podido leerlo. Al día siguiente, cuando analizamos el expediente pudimos comprobar que tenía un montón de irregularidades y ni siquiera coincidía la descripción de los empleados de la estación de servicio con los detenidos. La fiscal decidió presentar al juzgado la solicitud de falta de méritos para liberarlos. Lamentablemente no pude comprobar si se hizo.

Me hace bien mantener la cabeza ocupada en todos estos recuerdos. No tengo idea de la hora ni cuanto llevo aquí. Pero debe hacer más de un día. Sólo he dormitado de a ratos. Tengo la boca reseca y una sed espantosa. El golpe en la nuca nunca dejó de dolerme pero casi ya estoy acostumbrado. Alguien está abriendo la cerradura de la puerta.
—¡Ah! ¡El doctorcito está despierto! —dice con tono burlón.
La capucha en mi cabeza me impide verlo pero la voz es la misma de uno de los dos que interceptaron mi auto con una moto cuando salía del juzgado. ¿Fue ayer? ¿O antes de ayer? Tenían cascos negros con el vidrio polarizado y me encañonaron con una pistola haciéndome bajar del auto. Creí que me robaban.
—¡Bajate del auto y poné las manos en el techo! —gritó el mismo que ahora me está hablando. Cuando obedecí sentí un golpe en la cabeza y me desperté en esta silla con las manos esposadas hacia atrás, aseguradas al respaldo.
—Así que ahora te sentís el Zorro —dice cerca de mi oído—. Los paladines de la justicia son de otra época. De cuando se peleaba a espada. Ahora se usa esto —siento que apoya algo duro contra mi sien.
—No sé de qué estás hablando —le digo tratando de aparentar serenidad.
—¿Ah no? ¡No me tomes por pelotudo! De que te inmiscuyas en nuestros negocios estoy hablando. De que te hagas el justiciero estoy hablando. Con un solo plomo tus sesos van a quedar desparramados por la pared.
Escucho el click de un arma al ser amartillada. Se me hace un nudo en el estómago.
—¿Sabes rezar? —pregunta— hacelo rápido porque a la cuenta de cinco, fuiste. Cinco, cuatro, tres, dos, uno…
Instintivamente aprieto los ojos y la boca como si eso pudiera ayudarme, al tiempo que escucho el click del percutor sobre la cámara vacía.
—¡Ah! ¡Tuviste suerte! No había bala en la recámara. Tal vez la próxima vez no seas tan afortunado —sigue con el tono burlón mientras me suelta las esposas.
 —¡Vamos caminá —dice mientras me lleva fuera del cuarto agarrándome de la ropa—.Y mañana vas a ir al juzgado y vas a presentar la renuncia a la defensa de Martín Mamani. Esto nunca pasó —aclara y me tira en el asiento de un auto.

El viaje dura unos quince minutos. Por las conversaciones parece haber por lo menos dos tipos más en el vehículo El auto se detiene. Me tironean de la ropa fuera del auto y me tiran boca abajo al piso. Lo siento mojado y con olor a podrido.
—¿Ahora? —pregunta uno. Ninguno responde.
¡Me van a matar! Me tiemblan las piernas. Tengo náuseas. El auto arranca y lo escucho alejarse. No me atrevo a moverme. ¿Y si alguno se quedó para vigilarme? Debe estar apuntándome esperando que me mueva para acribillarme como a una rata. Hace frío. Me tiembla todo el cuerpo. ¡Que se acabe ya!
—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! —grito.
No sé cuánto tiempo pasa pero no escucho ningún ruido. Me duele todo el cuerpo. Me saco la capucha. Las náuseas se transforman en vómito. El llanto se me atraganta hasta que decido soltarlo. Lloro como hace años no lo hago, me chorrea la nariz, me siento ahogado. Grito con todas mis fuerzas. Con el aire que queda en mis pulmones. Un alarido que nace en mis tripas y se pierde en el silencio. Grito hasta quedarme sin voz. Alrededor sólo muda oscuridad.
Me debo haber quedado dormido. Es de día y hay sol. Estoy junto a un curso de agua a mi derecha y una calle con boulevard del otro lado. Ahora hay mucho tránsito. Del otro lado de la avenida, una planta de AySA. Es el Camino de la Rivera Sur sobre el Riachuelo.

—Buen día doctor. ¿En qué puedo servirle? —pregunta el fiscal de turno.
Estuve esperando en la antesala más de media hora hasta que la secretaria me hizo pasar.
—Vengo a presentar una denuncia por amenazas y privación ilegítima de la libertad. Soy el damnificado.

 Osvaldo Villalba

07/02/2016


[1] Liliana Bodoc - Presagio de Carnaval

La noche del sábado



Esperaba con impaciencia la respuesta 
a mi carta, sin atreverme a abrigar 
una esperanza y tratando de acallar 
oscuros presentimiento 
Aleksandr Pushkin

Asunto: La noche del sábado

Querida Silvina:
Utilizo este medio como última opción de comunicarme con vos, habida cuenta que no respondés mis mensajes ni atendés mis llamados.

A pesar del poco tiempo que nos conocemos quiero hacerte saber como te aprecio y me gustaría poder seguir alimentado esta relación como lo hicimos hasta la noche del sábado.

Por eso quiero explicarte los motivos que me llevaron a reaccionar como lo hice y puedas así comprenderme, haciendo un paralelo con el título de aquella película que vimos juntos, “No sos vos, soy yo”, la culpa es sólo mía.

Recuerdo el día que nos conocimos en el cumpleaños de Alicia. Habías llegado acompañada de ese rubio musculoso, de camisa blanca dos talles más chicos del necesario, apretada al cuerpo resaltando así su torso trabajado en incansables horas de gimnasio. Como era de esperarse, al rato, el tipo era el centro de atención de todas las chicas, y egocéntrico como era se olvidó de vos. Por mi parte, como es mi costumbre, –tímido como soy– estaba en un rincón concentrado en mi copa. Te sentaste a mi lado, trayéndome otra copa. Me preguntaste si estaba aburrido. Intenté una respuesta que sonara inteligente, cambiando el verbo estaba por era, aburrido es mi naturaleza. El efecto fue el buscado porque te reíste, sin percatarte de la realidad: eso sentía yo. Después de un pequeño sorbo a tu copa, dijiste con un tono de gravedad fingida, Ninguna persona es aburrida todo el tiempo, las situaciones generan ese estado, por ejemplo, asistir a un cumpleaños por obligación. ¡Casi se me cae la copa de la mano! ¿Tanto se me nota?, pensé. Con una sonrisa te dije cuán perceptiva eras y te expliqué mi amistad con Alicia desde la escuela primaria, la importancia de mi asistencia a su cumpleaños, no fallarle aún cuando no encajaba en su grupo de amistades, por eso tomé ese evento como un compromiso de amistad, hacer algo por un amigo aunque no le guste.
Lejos de desanimarte con mi confesión, me aseguraste que el aburrimiento no estaba en mis genes y así como hacía cosas sin gustarme debía haber otras hechas con gusto. Y me pediste que nombrara cuáles. Dudé si decirte la verdad, por no parecer presuntuoso, pero después pensé, al fin de cuentas, no tengo por qué ocultar mis gustos. Enumeré entonces mi afición por el teatro, sobre todo el independiente –también llamado underground para diferenciarlo del comercial–, por la ópera, los conciertos y el ballet, sin olvidar la lectura, por ocupar una gran parte de mis fines de semana. A esta altura me preguntaba por qué no habías huido espantada a saltar como hacía el resto de la gente en la pista de baile. Entonces subí la apuesta y te dije como todo eso, mis preferencias, para el común de la gente es aburrido. Esa vez no te reíste y me dijiste muy seria, tal vez fuera así para el común de la gente pero a vos te estaba mostrando una persona con una sensibilidad especial y eso no es aburrido en lo más mínimo.

Y así seguimos charlando toda la noche. Y cuando llegó la hora de retirarnos me sorprendiste al decirle al rubio, cuando se acercó a buscarte, que se fuera tranquilo, yo te acompañaría. La cara de disgusto del fulano me hizo disimular mi asombro y lo miré con mi mejor expresión de ganador. Me sentí como si lo hubiera puesto KO en el primer round con un directo al mentón. Después te disculpaste dispensándome de acompañarte por haberlo inventado para sacarte al coso de encima. Llamarías un taxi. Sabías que  yo no iba a aceptar de ninguna manera dejarte sola, pero igual me dejaste hacer todo el esfuerzo para demostrarte mi voluntad de llevarte. En la puerta de tu casa nos despedimos con un beso en la mejilla, prometiéndonos llamarnos luego de intercambiar nuestros celulares.

Nunca te lo conté pero el viernes siguiente, cuando me llamaste preguntándome, en tono de broma, si había conseguido entradas para la ópera, me había pasado las últimas tres horas elucubrando la forma más “casual” de llamarte. Nos reímos un rato hablando tonterías y después de confesar mi absoluta carencia de programa, te invité a cenar comida armenia. Esa fue nuestra primera salida solos. Para mí fue muy gratificante ver que teníamos tantos puntos en común en nuestra manera de ver las cosas y disfruté muchísimo tu compañía.

A partir de ese día, tomé la iniciativa de llamarte. No puedo dejar de agradecer tu paciencia por acompañarme, en los últimos tres meses, al cine –soportando mi elección–, a ver IL TROVATORE en el teatro Avenida y, lo más meritorio, tu disposición a comer en los distintos restaurantes típicos –comida mejicana, tailandesa, peruana, judía– conociendo tu afición a las cadenas de comida rápida.

Por eso, cuando el sábado pasado elegiste ir a un restaurante con cena y baile no pude negarme. ¿Cómo no iba a darte el gusto después de haberme acompañado en todos mis programas? Sólo te aclaré que era muy malo bailando y te reíste.

La comida estuvo muy buena. Los momentos de baile con salsa, cumbia y otras melodías movidas las fui salvando como pude, tratando de copiar los pasos de los demás y como nadie se fija en el otro hasta fue divertido. Después del postre y el champagne, invitado por la casa, vinieron los lentos. Traté de disuadirte argumentando cansancio pero tu insistencia y predilección por los boleros acabaron con mi resistencia. Como música, a mí también me gustan. Salimos a bailar y me pasaste los dos brazos por el cuello apretándote contra mí. Cantabas los boleros en mi oído, me acariciabas el pelo y yo, transpirando –lo debes haber notado–, estaba cada vez más tenso. Cuando por fin decidimos irnos fue un alivio para mí. Pero al llegar a tu casa me ofreciste subir a tomar un café. Intenté rehuir la invitación preguntando si no era tarde, pero tu respuesta me descolocó. Con una mirada pícara me preguntaste para qué era tarde, si me esperaba mi esposa en casa. Nunca antes habíamos hablado de nuestra vida personal, ni nos habíamos hecho preguntas íntimas. Me repuse de la sorpresa y traté de salir de la situación con una broma, respondiendo que sólo me espera mi gata Frida pero, como no sabe la hora, nunca me regaña.

Subimos a tu departamento y todo se desarrolló como un torbellino. Apenas cerramos la puerta, me llevaste de la mano hasta el sofá, sacaste mis zapatos y recostada sobre mí comenzaste a besarme suavemente mientras me desabrochabas la camisa y el cinturón. Yo estaba muy nervioso y no sabía cómo pararte. Sólo atiné a decirte que mejor me iba. Y esa chispa encendió la mecha. Toda tu dulzura se transformó en un volcán de ira. Ahora, más tranquilo lo entiendo y hasta lo justifico. Como una ametralladora me preguntaste qué pasaba, si no me gustabas, si era eso. No me salían las palabras. Creo haber dicho: no, no es eso, sos muy hermosa o algo parecido. La respuesta, en lugar de calmarte aumentó más tu enojo. A los gritos me preguntaste cuál era el motivo entonces, si yo creía estar con una puta,  o  que te estabas regalando, o si te consideraba poca cosa para un intelectual como yo. La forma de marcar las sílabas de “intelectual” me causó gracia, pero traté de que no se me notara porque no estaba el horno para bollos. Intenté hilvanar una explicación pero ya no me diste oportunidad. Con los ojos centelleantes me echaste de tu casa. Desaparecer de tu vista fue la ordenanza.
Y para cumplirla te paraste, abriste la puerta y me empujaste afuera. No hubo forma de calmarte. Cuando estaba en el palier, arreglándome la camisa y abrochándome el cinturón, te asomaste otra vez y me revoleaste los zapatos. Por suerte pude esquivarlos pero no impedir su caída por el hueco de la escalera. Bajé descalzo hasta la planta baja y, sentado en el primer escalón, me los puse. Cuando levanté la vista un grupito de adolescentes, desde el umbral, me estaban mirando con sonrisas cómplices y comenzaron a aplaudirme.

Te pido disculpas por lo del sábado. Te pido disculpas por toda esta perorata. Te pido disculpas si mi actitud te ofendió. Te considero una mina extraordinaria, muy hermosa y mucha mujer para cualquier hombre.

Pero como dije no soy un tipo convencional, razón por la cual toda esta situación me ha dejado muy confundido. Todavía no he podido reponerme de una pérdida sufrida hace un poco más de un año. Estuve en pareja casi cinco años y hasta hace unos meses consideraba esa relación como el amor de mi vida. Se fue de este mundo  –no sé si habrá otras dimensiones– en el invierno del año pasado. Tenía HIV. Se llamaba Javier.

Sólo te pido un poco más de tiempo. Un beso, te quiero
Raúl   


Osvaldo Villalba
19/01/2016