Esperaba con impaciencia la respuesta
a mi carta, sin atreverme a abrigar
una esperanza y tratando de acallar
oscuros presentimiento
Aleksandr Pushkin
Asunto: La noche del sábado
Querida Silvina:
Utilizo este medio
como última opción de comunicarme con vos, habida cuenta que no respondés mis
mensajes ni atendés mis llamados.
A pesar del poco
tiempo que nos conocemos quiero hacerte saber como te aprecio y me gustaría poder
seguir alimentado esta relación como lo hicimos hasta la noche del sábado.
Por eso quiero
explicarte los motivos que me llevaron a reaccionar como lo hice y puedas así
comprenderme, haciendo un paralelo con el título de aquella película que vimos
juntos, “No sos vos, soy yo”, la culpa es sólo mía.
Recuerdo el día que nos
conocimos en el cumpleaños de Alicia. Habías llegado acompañada de ese rubio
musculoso, de camisa blanca dos talles más chicos del necesario, apretada al cuerpo resaltando así su torso trabajado en incansables
horas de gimnasio. Como era de esperarse, al rato, el tipo era el centro de atención
de todas las chicas, y egocéntrico como era se olvidó de vos. Por mi parte,
como es mi costumbre, –tímido como soy– estaba en un rincón concentrado en mi
copa. Te sentaste a mi lado, trayéndome otra copa. Me preguntaste si estaba
aburrido. Intenté una respuesta que sonara inteligente, cambiando el verbo estaba por era, aburrido es mi naturaleza. El efecto fue el buscado porque te
reíste, sin percatarte de la realidad: eso sentía yo. Después de un pequeño sorbo
a tu copa, dijiste con un tono de gravedad fingida, Ninguna persona es aburrida todo el tiempo, las situaciones generan
ese estado, por ejemplo, asistir a un cumpleaños por obligación. ¡Casi se
me cae la copa de la mano! ¿Tanto se me
nota?, pensé. Con una sonrisa te dije cuán perceptiva eras y te expliqué mi
amistad con Alicia desde la escuela primaria, la importancia de mi asistencia a
su cumpleaños, no fallarle aún cuando no encajaba en su grupo de amistades, por
eso tomé ese evento como un compromiso de amistad, hacer algo por un amigo
aunque no le guste.
Lejos de desanimarte
con mi confesión, me aseguraste que el aburrimiento no estaba en mis genes y
así como hacía cosas sin gustarme debía haber otras hechas con gusto. Y me
pediste que nombrara cuáles. Dudé si decirte la verdad, por no parecer presuntuoso,
pero después pensé, al fin de cuentas, no
tengo por qué ocultar mis gustos. Enumeré entonces mi afición por el
teatro, sobre todo el independiente –también llamado underground para
diferenciarlo del comercial–, por la ópera, los conciertos y el ballet, sin
olvidar la lectura, por ocupar una gran parte de mis fines de semana. A esta
altura me preguntaba por qué no habías huido espantada a saltar como hacía el
resto de la gente en la pista de baile. Entonces subí la apuesta y te dije como
todo eso, mis preferencias, para el común de la gente es aburrido. Esa vez no
te reíste y me dijiste muy seria, tal vez fuera así para el común de la gente
pero a vos te estaba mostrando una persona con una sensibilidad especial y eso
no es aburrido en lo más mínimo.
Y así seguimos
charlando toda la noche. Y cuando llegó la hora de retirarnos me sorprendiste al
decirle al rubio, cuando se acercó a buscarte, que se fuera tranquilo, yo te
acompañaría. La cara de disgusto del fulano me hizo disimular mi asombro y lo miré
con mi mejor expresión de ganador. Me sentí como si lo hubiera puesto KO en el
primer round con un directo al mentón. Después te disculpaste dispensándome de
acompañarte por haberlo inventado para sacarte al coso de encima. Llamarías un
taxi. Sabías que yo no iba a aceptar de
ninguna manera dejarte sola, pero igual me dejaste hacer todo el esfuerzo para
demostrarte mi voluntad de llevarte. En la puerta de tu casa nos despedimos con
un beso en la mejilla, prometiéndonos llamarnos luego de intercambiar nuestros
celulares.
Nunca te lo conté pero
el viernes siguiente, cuando me llamaste preguntándome, en tono de broma, si
había conseguido entradas para la ópera, me había pasado las últimas tres horas
elucubrando la forma más “casual” de llamarte. Nos reímos un rato hablando tonterías
y después de confesar mi absoluta carencia de programa, te invité a cenar
comida armenia. Esa fue nuestra primera salida solos. Para mí fue muy
gratificante ver que teníamos tantos puntos en común en nuestra manera de ver
las cosas y disfruté muchísimo tu compañía.
A partir de ese día,
tomé la iniciativa de llamarte. No puedo dejar de agradecer
tu paciencia por acompañarme, en los últimos tres meses, al cine –soportando
mi elección–, a ver IL TROVATORE en
el teatro Avenida y, lo más meritorio, tu disposición a comer en los distintos
restaurantes típicos –comida mejicana, tailandesa, peruana, judía– conociendo tu
afición a las cadenas de comida rápida.
Por eso, cuando el sábado
pasado elegiste ir a un restaurante con cena y baile no pude negarme. ¿Cómo no
iba a darte el gusto después de haberme acompañado en todos mis programas? Sólo
te aclaré que era muy malo bailando y te reíste.
La comida estuvo muy
buena. Los momentos de baile con salsa, cumbia y otras melodías movidas las fui
salvando como pude, tratando de copiar los pasos de los demás y como nadie se
fija en el otro hasta fue divertido. Después del postre y el champagne, invitado
por la casa, vinieron los lentos. Traté de disuadirte argumentando cansancio
pero tu insistencia y predilección por los boleros acabaron con mi resistencia.
Como música, a mí también me gustan. Salimos a bailar y me pasaste los dos
brazos por el cuello apretándote contra mí. Cantabas los boleros en mi oído, me
acariciabas el pelo y yo, transpirando –lo debes haber notado–, estaba cada vez
más tenso. Cuando por fin decidimos irnos fue un alivio para mí. Pero al llegar
a tu casa me ofreciste subir a tomar un café. Intenté rehuir la invitación
preguntando si no era tarde, pero tu respuesta me descolocó. Con una mirada
pícara me preguntaste para qué era tarde, si me esperaba mi esposa en casa. Nunca
antes habíamos hablado de nuestra vida personal, ni nos habíamos hecho
preguntas íntimas. Me repuse de la sorpresa y traté de salir de la situación
con una broma, respondiendo que sólo me espera mi gata Frida pero, como no sabe
la hora, nunca me regaña.
Subimos a tu
departamento y todo se desarrolló como un torbellino. Apenas cerramos la puerta,
me llevaste de la mano hasta el sofá, sacaste mis zapatos y recostada sobre mí
comenzaste a besarme suavemente mientras me desabrochabas la camisa y el
cinturón. Yo estaba muy nervioso y no sabía cómo pararte. Sólo atiné a decirte
que mejor me iba. Y esa chispa encendió la mecha. Toda tu dulzura se transformó
en un volcán de ira. Ahora, más tranquilo lo entiendo y hasta lo justifico.
Como una ametralladora me preguntaste qué pasaba, si no me gustabas, si era
eso. No me salían las palabras. Creo haber dicho: no, no es eso, sos muy hermosa o algo parecido. La respuesta, en
lugar de calmarte aumentó más tu enojo. A los gritos me preguntaste cuál era el
motivo entonces, si yo creía estar con una puta, o que
te estabas regalando, o si te consideraba poca cosa para un intelectual como
yo. La forma de marcar las sílabas de “intelectual” me causó gracia, pero traté
de que no se me notara porque no estaba el horno para bollos. Intenté
hilvanar una explicación pero ya no me diste oportunidad. Con los ojos
centelleantes me echaste de tu casa. Desaparecer de tu vista fue la ordenanza.
Y para cumplirla te
paraste, abriste la puerta y me empujaste afuera. No hubo forma de calmarte.
Cuando estaba en el palier, arreglándome la camisa y abrochándome el cinturón, te
asomaste otra vez y me revoleaste los zapatos. Por suerte pude esquivarlos pero
no impedir su caída por el hueco de la escalera. Bajé descalzo hasta la planta
baja y, sentado en el primer escalón, me los puse. Cuando levanté la vista un
grupito de adolescentes, desde el umbral, me estaban mirando con sonrisas
cómplices y comenzaron a aplaudirme.
Te pido disculpas por
lo del sábado. Te pido disculpas por toda esta perorata. Te pido disculpas si
mi actitud te ofendió. Te considero una mina extraordinaria, muy hermosa y
mucha mujer para cualquier hombre.
Pero como dije no soy un tipo convencional, razón
por la cual toda esta situación me ha dejado muy confundido. Todavía no he
podido reponerme de una pérdida sufrida hace un poco más de un año. Estuve en
pareja casi cinco años y hasta hace unos meses consideraba esa relación como el
amor de mi vida. Se fue de este mundo –no
sé si habrá otras dimensiones– en el invierno del año pasado. Tenía HIV. Se
llamaba Javier.
Sólo te pido un poco
más de tiempo. Un beso, te quiero
Raúl
Osvaldo Villalba
19/01/2016
Osvaldo, impecable. Ya me había puesto nerviosa yo también —como Silvina—. Saludos.
ResponderBorrarMuchas gracias por leer y comentar Luli.
Borrar¡Buenísimo, Osvaldo! Lo leí de un tirón... pobre mujer, no entendía nada, después de tres meses de ópera y conversaciones intelectuales quería un poco de acción.
ResponderBorrarSaludos.
Gracias por tu lectura y comentario Mirella
BorrarTus comentarios siempre me emocionan, amigo. Muchas gracias.
ResponderBorrarEl aprendizaje es mutuo.
Las descripciones marcan el pulso del relato, que va en ritmo ascendente. Y hacia el final, está puesta toda la tensión generando que den ganas de no dejar de leer. El desenlace, impecable.
ResponderBorrarMuchas gracias Paula. Tus comentarios son siempre muy gratificantes.
BorrarHenos aqui con la sutileza marcando el pulso del relato. Si hay algo que nos une en este cuento es el misterio, la sorpresa tocando la puerta. Enorme relato que marca los comportamientos humanos sin saber, en el caso de ella, y sin saber él, como explicarle sobre su situación sentimental. Me gusta mucho como está narrado, porque creo que me ha generado una expectativa, ya desde el comienzo mismo. Siga escribiendo Maestro, Lo admiro profundamente! Abrazo!
ResponderBorrar¡Muchas gracias Damián! Viniendo de un escritor como vos es todo un premio. ¡La admiración es mutua!
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