Muerte natural

 





La muerte me desgasta, 
incesante 
Jorge Luis Borges

—Villalba, hay una muerte natural cerca de tu parada. Te voy a mandar a vos de consigna. ¿Sí? —la pregunta del sargento de guardia es retórica. Ninguno de los presentes osaría contradecirlo. Menos yo que soy nuevo y ni siquiera agente efectivo.

—Sí mi sargento —lo digo casi gritando como nos enseñaron en los tres meses de instrucción. Escucho murmullos de risas. No me importa. Entre pasar frío en mi parada y tener un lugar donde estar sentado no hay mucho que pensar.

 

Agentes del decreto nos llaman, por el Decreto 18231/50 que permitió incorporar a la Policía Federal agentes conscriptos, con diecinueve años cumplidos y antes de ser sorteados para el Servicio Militar Obligatorio. Aunque todo el mundo nos conoce por “coreanos”, tal vez porque cuando se promulgó se desarrollaba la guerra de Corea y había rumores que nuestro país enviaría tropas. Han pasado trece años y eso no ocurrió pero el apodo perdura.

Mi cuarto, como llaman en la fuerza a cada uno de los turnos que prestan servicios, va hoy de 18 a 24 horas. A las 17,30 debemos estar todos en la cuadra, el aula en la que se disponen las paradas del día. Somos trece hombres de calle, once efectivos mas Quique, el otro coreano, y yo. El Jefe de calle es el oficial inspector que va en el patrullero con el chofer y el ametralladorista. En la comisaría quedan el sargento, tres agentes que se turnan en la puerta y dos oficiales, el sub—ayudante que atiende el mostrador y el principal que es el jefe del cuarto.

 

El sargento finaliza de dar los destinos del día, cubrir las paradas importantes si el responsable hoy tiene franco y dictar los pedidos de secuestro de vehículos para que los anotemos en nuestra libreta. Menos cinco salimos a tomar servicio.

Mientras camino a mi objetivo estoy cada vez más convencido que la profesión militar está a años luz de mis preferencias. Pero ésta era la única alternativa que me permite cumplir con la obligación y quedarme en Capital. Así, por lo menos, puedo rendir un par de materias en la facultad. Me alisté en Septiembre del año pasado y me tocó instrucción en la Escuela de Cadetes en Villa Lugano. Día por medio trabajaba en el comedor de los cadetes desde las 7 hasta las 23 horas. Los otros días debía ir a instrucción militar de 14 a 19. En Diciembre nos promocionaron de aspirantes a agentes, nos proveyeron la ropa, la chapa y el arma y nos dieron destino. Me tocó la Comisaría 18° a diez cuadras de mi casa. Aquí los turnos son rotativos por semana. La rotación es hacia atrás. La semana que viene voy a estar de 12 a 18 y el domingo tendré mi único franco mensual. Después de 6 a 12 y de 0 a 6. El domingo que el cuarto de 12 a 18 está de franco, los otros tres se recargan dos horas para cubrirlo. Lo peor de este régimen es que cuando me estoy acostumbrando a dormir en un horario, la semana siguiente hay que cambiarlo.

Mi parada es en Carlos Calvo y Sarandí. No hay un mísero lugar donde sentarse o tomar un café. La consigna es en Combate de Los Pozos y Estados Unidos, a dos cuadras de diferencia. El papel dice 7° piso. Evidentemente se trata de un edificio de departamentos. La puerta del edificio está abierta. Subo al ascensor. El 7° es el último piso. Salgo a un palier chiquito con una abertura que da a la terraza. Me parece que me  equivoqué. Por la abertura aparece el agente de consigna que yo reemplazo. Nos firmamos las boletas de servicio mutuamente y le pregunto:

—¿Donde está?.

—Vení por aquí — me dice.

Salimos a la terraza y sobre la izquierda, por una puerta abierta, se ve una mesita, dos sillas y un aparador de madera.

—Es la portería dice y señala hacia la cocina que está a la derecha de la entrada Ahí está, es la mujer del portero.

Me asomo y me paralizo. La mujer está colgando por el cuello de una soga anudada a un caño de desagüe. El rostro morado, los ojos muy abiertos y las manos agarrotadas. En el piso, un banco de madera volcado.

Muerte natural. Qué hijo de puta. Lo único natural es que con una soga apretándole el cuello se muera.

El otro percibe mi pánico.

—¿Es el primero que te toca, pibe?

—Si no me salen las palabras.

—Tranquilo, ya te vas a acostumbrar. Vos cuidá que nadie entre que ella no se va a escapar.

     Se va y me quedo solo. Intento sentarme en una de las sillas. Después en la otra, pero en cualquier lugar que me ponga parece que la mujer me está mirando. Finalmente saco una silla al palier y me siento al lado del ascensor. Tengo frente a mí la escalera. Así que, salvo que alguien llegara volando a la terraza los edificios linderos son todos bajos—, nadie puede entrar al lugar de la consigna.

 

     Son las ocho de la noche y no logro tranquilizarme. Afuera ya oscureció. Hay ropa colgada que se mueve con el viento. Me convenzo que nada pasará. Si llego a escuchar el menor ruido proveniente del departamento me tiro por el hueco del ascensor.

 

     El tiempo no pasa más. Recién son las nueve. Tengo sueño, se me cierran los ojos. El contrapeso del ascensor se pone en marcha y el ruido me sobresalta. Miro por el hueco. El ascensor pasa el séptimo. Empuño la Ballester Molina sin sacarla de la cartuchera. Abre la puerta un hombre vestido de civil.

—Hola agente, soy el Doctor Romero del cuerpo médico forense me tiende la mano.

—Me permite ver su credencial le respondo después del apretón de manos.

—Muy bien me dice—. Así se hace. No hay que confiar en nadie.

Me muestra la credencial y la orden del juzgado en la que se ordena el procedimiento y posterior traslado a la Morgue Judicial.

—Me acompaña por favor, agente.

 Entramos al departamento, mira todo y con la mayor tranquilidad me dice:

—Por favor ayúdeme levanta el banco, se sube, agarra a la mujer del cabello y dirigiéndose a mí sosténgala por debajo de la cintura.

Me ve indeciso y sonríe.

—Vamos, tranquilo, no lo va a morder. Levántela un poco cuando yo le diga y mientras yo sostengo el cuerpo afloja el lazo, lo saca por arriba de la cabeza y la mujer se me viene encima.

Entre los dos la acostamos en el suelo.

—Ayúdeme a sacarle la ropa dice.

Comienzo a desabrochar la blusa. Trato de no mirarle la cara. Él le saca los zapatos, las medias y la pollera. El cuerpo está frío. Cuesta sacarle la blusa por la rigidez que tienen los brazos. Queda, desnuda, acostada de espaldas. Debía tener unos 45 años. Su cuerpo sería armonioso si no fuera por el horror que me causa la escena. La revisa por si tiene otras marcas y la tapa con su propia ropa. Me dice:

—Usted está más pálido que ella. Tranquilo, en un rato se la mando a buscar.

     Una hora después, con un frío que corta la piel, camino por las veredas de mi parada. No sé si es alivio lo que siento, pero de algo estoy seguro: el pibe que entró a ese departamento nunca más será el mismo.

 

Osvaldo Villalba

31/10/2014

 

Héroe en propiedad horizontal

 




El verdadero héroe es siempre 
un héroe por error, su sueño 
era ser un cobarde honesto 
como todos los demás. 
Humberto Eco 

        Doy vueltas en la cama, me duele todo el cuerpo. Sonrío al recordar que es uno de los síntomas del Covid-19 pero no es mi caso. Las razones de mis dolencias son menos pandémicas y más accidentales. Inclinaciones que tiene uno a meterse donde no lo llaman.

Decido levantarme porque es hora de desayunar. Ya van a ser las once del mediodía. Sí, tengo los horarios un poco cambiados: desayuno entre las once y las doce, almuerzo a las dieciséis, siesta a las dieciocho y lectura o televisión de veinte a tres de la madrugada. Eso sí, cuando miro por la ventana del dormitorio entre las nueve y las diez de la mañana, obligado por imperiosas necesidades fisiológicas, y veo al sujeto que de lunes a sábado corre alrededor de la sala de máquinas en la terraza del edificio que está cruzando la avenida, quisiera tener un AK-47 con mira telescópica y pasarlo a otra dimensión. Por provocador.

Pongo la pava en la hornalla, la enciendo y preparo el mate. Creo que estamos cerca del día cien de cuarentena. Los primeros días me hice un listado de cosas en los que me iba a ocupar. Arreglar el placard, la biblioteca, vaciar unas cajas que traje de la oficina cuando me jubilé, hace como siete años y otras lindezas como esas. Del placard sólo acomodé un estante; los restantes siguen esperando. En la biblioteca no encontré nada digno de modificar, así que me conformé con repasar los libros que tenía y ver si encontraba alguno que quisiera releer. Las cajas sí las vacié y tiré casi todo lo que había salvo algunos útiles de oficina que guardé en el escritorio. En todo este tiempo salí una sola vez para vacunarme contra la gripe ya que estoy en la edad de riesgo. Así que mi mayor actividad social consiste en ir hasta la puerta a buscar los delivery y conversar unos instantes con algún vecino con el que me cruzo o con el encargado del edificio. Además cada dos o tres días bajo a las cocheras a poner el auto en marcha. Debo aclarar que no estoy solo en casa. Mi esposa también sufre el encierro, más que yo seguramente, pero por respeto a su privacidad no voy a incluirla en este relato. Nuestros dos gatos completan el plantel de moradores.

Me cebo un mate y me siento despacio en el sillón de la cocina por el dolor en la cintura, en el cuello y en las costillas. También ¿quién me manda? Fue hace dos días. Serían como las dos de la madrugada cuando bajé a las cocheras a encender el auto. Mi máquina está en el primer subsuelo y hay un segundo al que las personas acceden por una escalera y los autos por un montacargas. El ascensor marca -1, salgo y escucho voces en el piso de abajo. Por instinto me quedo quieto y trato de no hacer ruido.  

Está muy duro, boludo  —dice alguien.

No engancha la palanca —responde otro.

“Están tratando de abrir un coche”, pensé. “¿Qué hago?”   Mi lado blando me decía que me vaya despacito y llame al 911. Mi lado duro retrucaba que no tenga miedo, que baje y desbarate la operación, que para eso llegaste a cinturón naranja de karate y verde en taekwondo. Claro argumentaba el primero, pero eso fue hace 45 años y últimamente apenas caminas dos kilómetros y ya estás para el sofá. Al final, por orgullo, ganó el duro pero por las dudas fui despacio hasta mi auto y saqué la llave cruz del baúl. Ya estaba dispuesto a ser el héroe del edificio. Me dirigí a la escalera que da al segundo subsuelo. Para no llamar la atención no prendí la luz automática.  Fue el comienzo del fin. Pisé mal el primer escalón y rodé escaleras abajo, reboté contra la pared donde hace una curva y seguí dando vueltas carnero hasta quedar tendido en piso con los brazos abiertos. Eso sí, aún tenía colocado el barbijo y aferrada a mi mano izquierda la llave cruz. Me dolían hasta las pestañas pero me podía mover. No parecía tener nada roto. Abrí los ojos y mi vecino del 13° A y su hijo me estaban mirando.

—Jorge. ¿Estás bien? —pregunta mi vecino.

—Sí, si —le dije mientras observaba que estaban agachados junto a la rueda delantera de su auto tratando de aflojarla. ¿Qué les digo? Pensé rápido para no quedar en evidencia—. Te quería prestar la llave cruz.

—¡Ah gracias! —me dijo mientras me ayudaba a levantarme—. Con ésta va a ser más fácil aflojar las tuercas.

Como pueden imaginar los que nos conocen, cuando le conté a mi mujer, mientras me ponía hielo en las magulladuras, no podíamos parar de reírnos. De sólo acordarme me tiento y no puedo terminar el mate que tengo en la mano.



 Osvaldo Villalba

17/07/2020

 


Un almuerzo en familia

 




La paz y la armonía constituyen 
la mayor riqueza de la familia. 
Benjamín Franklin

 El domingo amaneció fresco y soleado. Alberto se levantó temprano para lo que acostumbraba últimamente. Después de siete meses de pandemia sin salir de su casa, sin más actividades que limpiar, limpiar y después limpiar, él y su esposa, Elvira, comenzaron a levantarse cada vez más tarde. Claro, también se dormían a la madrugada con un empacho de series y películas. El único contacto exterior era recibir semanalmente los delivery del supermercado y demás proveedores de alimentos. Una vez a la semana compraban comida hecha para cortar la rutina de cocinar. Tuvo que aprender usar la cortadora de césped y la bordeadora para mantener el fondo de su casa habitable. Extrañaban tanto al jardinero como a su mujer que trabajaba en las tareas domésticas. Ahora debían hacerlo todo ellos.

 

A sus hijos sólo los veían por videoconferencia, otra cosa que tuvieron que aprender a usar ya que no eran muy duchos en las tecnologías modernas. Pero hoy es un día diferente. Es el Día D. O mejor dicho el Día E, del Encuentro. Tras la autorización de la ciudad a reunirse hasta diez personas en domicilios privados al aire libre Alberto organizó por primera vez desde el verano un asado en su fondo. En la semana había prolijado el césped y, mientras se cebaba unos mates comenzó a limpiar la parrilla. En todo este tiempo no la habían usado. Demasiado trabajo para sólo dos personas. El sábado le habían entregado las bolsas de carbón y una de leña que usaba por el sabor ahumado que le daba a la comida. Se alegró porque aún le quedaba un cajón para hacer astillas que no recordaba.

 

Hoy volverían a ser seis a la mesa. Germán, su hijo mayor y Carla, su nuera; Doris, su única hija mujer; Daniel, el menor y ellos dos. Trajo de la cochera los caballetes y los tablones para armar la mesa larga. Quería mantener el distanciamiento para no correr riesgos. Germán y Carla viven en Vicente López, donde alquilan un departamento a dos cuadras de la Avda. Maipú. Doris se fue a vivir con una amiga a Luis Guillón porque ambas estudian en la Facultad de Lomas de Zamora. Daniel, que trabaja en el microcentro, se quejaba siempre, cuando vivía allí, de lo lejos que queda Villa Devoto y terminó alquilando un monoambiente en Caballito.

 

Elvira, por su parte, encargó en la semana toda la batería de productos para preparar un montón de platitos con ensaladas como siempre hizo. El postre y el vino lo traían los chicos.

 * * *

—¡Llegaron! —grita Elvira desde la cocina mientras saluda con su brazo por la ventana.

—¿Todos? —pregunta Alberto.

No, Daniel viene en bicicleta, ya salió para acá. Germán y Carla pasaron a buscar a Doris por Constitución.

Alberto comienza a dar vuelta la carne y agrega una palada de brasas. Así, mientras sirven una picada va a estar a punto. Se pone el barbijo antes que los chicos salgan al jardín.

—¡Hola pa! —grita Doris saliendo por la puerta del comedor diario—- ¡Qué olorcito!

—¡Sí! —reafirma Carla que viene detrás—. Por vos, suegrito, voy a relegar por un rato mis convicciones y me voy a comer medio chori.

—¡Hola chicas! ¡Qué lindo verlas en vivo y en directo! —Alberto se seca los ojos echándole la culpa al humo del carbón—. Mirá Carla, este lado de la parrilla es para vos: papas y batatas al rescoldo, cebolla caramelizada, calabaza, morrón, zanahoria, choclo y berenjena grillados.

—¡Qué rico Alberto! ¡Gracias! Y veo que pusiste bastante. Porque la vegetariana soy yo pero después todos quieren.

—Tal cual. Por eso —todos se ríen.

—¡Hola viejo! Acá están los vinos —Germán deja las botellas sobre la mesa y saluda a Alberto con el codo.

—Gracias hijo. No era necesario gastar tanto, —dice Alberto mirando la etiqueta—, ya abrimos una.

—Ahí llegó Daniel. Chicas. ¿Me ayudan con los platitos de las ensaladas? —pide Elvira desde la puerta de la cocina. 

* * *

La parrilla va quedando vacía. El sonido de cubiertos sobre los platos se hace más lento. La conversación gira hacia el concurso de cocina que está de moda en la televisión. Germán le pregunta a su padre si vio el partido de River del viernes con suplentes. Entonces los hombres se apartan del otro tema y comentan los pormenores. En realidad todos no. Daniel permanece en silencio como casi toda la tarde. Germán lo advierte.

—Pibe, ¿qué te pasa que estás tan callado? —le pregunta.

—Nada, nada.

—Estás raro. Cuando recién llegaste, con el barbijo, no me di cuenta. Pero después, cuando los bajamos para comer…Estás muy serio —insiste.

—No me pasa nada. Es cansancio.

Instantáneamente el diálogo capta la atención del resto de la mesa.

—Bueno nene, si no te pasa nada contáselo a tu cara —le dice su hermana.

—Contanos Dani, somos tu familia —le dice Elvira.

Daniel está a punto de quebrarse. Se recompone y dice:

—Elisabeth, la chica que sale conmigo, está embarazada.

—Pero eso no es malo —dice Alberto. —Se casan como Dios manda y listo.

—Pará, pará, papá. El tema va más allá de casarse o no —interrumpe Germán. Y dirigiéndose a Daniel —¿Ustedes quieren tenerlo?

—¿Y cómo no lo van a tener, hijo? —pregunta horrorizada Elvira.

—Mamá, un embarazo se puede interrumpir si es de poco tiempo. Y sin riesgo —agrega Doris.

—¡Ya tenías que salir vos con esas cosas! Vos y tus amigas “pañuelos verdes” son una blasfemia —le grita Elvira

—Y vos y la iglesia donde vas, y que te lavan el cerebro, son de la Edad Media —le responde Doris, también gritando.

—¡Paren, paren, paren! Esto no ayuda —la voz firme de Carla se hace oír en la mesa —. Vamos a calmarnos y pensar en forma civilizada.

Se sirve un poco de gaseosa. Bebe lentamente y de un vistazo advierte que captó la atención del resto. Sigue:

—En primer lugar como va a seguir esta historia sólo le compete a Daniel y ¿Elizabeth dijiste, no? ¿Qué tan seria es la relación Dani?

—Somos compañeros de facultad. Hace muy poco que salimos. Creo que ninguno de los dos pensó en nada serio. Nos cuidamos. No sé cómo pudo pasar —responde Daniel.

—Bueno, vamos por partes —continúa Carla—. Creo que lo primero que deben hacer es definir entre ustedes que esperan de la relación y hasta donde están dispuestos a llegar. Como psicóloga he comprobado muchas veces que una convivencia forzada por algo distinto al deseo de estar juntos, no siempre funciona. En la mayoría de los casos está condenado al fracaso. Yo no soy ni “pañuelo verde” ni “pañuelo celeste”- Tampoco soy religiosa. Pero creo que quien debe tomar la decisión de seguir adelante con el embarazo, o no, es Elizabeth. Ella y su corazón deben decidir si está dispuesta a sacrificar o postergar las prioridades que tenía hasta ahora, ya sea sola o con vos. Interrumpir un embarazo no es algo agradable. Ser madre soltera o sola tampoco es sencillo. Vos, Daniel, tendrías que apoyarla en su decisión. Y si decide tenerlo vos decidirás qué clase de padre vas a ser, aunque no seas su compañero de vida.  A Elvira y Doris les sugiero que intenten tener una charla sin preconceptos, que puedan expresarse sus sentimientos sin agresiones y escuchándose. Aunque no se pongan de acuerdo nunca. Son familia. Somos familia. La familia se apoya y se sostiene en los momentos difíciles. Pido un brindis por sabiduría para lograr la mejor decisión.

Muy conmovidos el resto se une a la invitación.

Osvaldo Villalba 

23/11/2020

 

NOTA: Este relato participó del Certamen del Gobierno de la Ciudad para Adultos Mayores obteniendo del Jurado una mención por Originalidad.