—Villalba, hay una
muerte natural cerca de tu parada. Te voy a mandar a vos de consigna. ¿Sí? —la
pregunta del sargento de guardia es retórica. Ninguno de los presentes osaría
contradecirlo. Menos yo que soy nuevo y ni siquiera agente efectivo.
—Sí mi sargento —lo
digo casi gritando como nos enseñaron en los tres meses de instrucción. Escucho
murmullos de risas. No me importa. Entre pasar frío en mi parada y tener un
lugar donde estar sentado no hay mucho que pensar.
Agentes del decreto nos llaman, por el
Decreto 18231/50 que permitió incorporar a la Policía Federal agentes
conscriptos, con diecinueve años cumplidos y antes de ser sorteados para el
Servicio Militar Obligatorio. Aunque todo el mundo nos conoce por “coreanos”,
tal vez porque cuando se promulgó se desarrollaba la guerra de Corea y había
rumores que nuestro país enviaría tropas. Han pasado trece años y eso no
ocurrió pero el apodo perdura.
Mi cuarto, como
llaman en la fuerza a cada uno de los turnos que prestan servicios, va hoy de 18
a 24 horas. A las 17,30 debemos estar todos en la cuadra, el aula en la que se
disponen las paradas del día. Somos trece hombres de calle, once efectivos mas
Quique, el otro coreano, y yo. El Jefe de calle es el oficial inspector que va
en el patrullero con el chofer y el ametralladorista. En la comisaría quedan el
sargento, tres agentes que se turnan en la puerta y dos oficiales, el sub—ayudante
que atiende el mostrador y el principal que es el jefe del cuarto.
El sargento finaliza
de dar los destinos del día, cubrir las paradas importantes si el responsable
hoy tiene franco y dictar los pedidos de secuestro de vehículos para que los
anotemos en nuestra libreta. Menos cinco salimos a tomar servicio.
Mientras camino a mi objetivo estoy cada vez
más convencido que la profesión militar está a años luz de mis preferencias. Pero
ésta era la única alternativa que me permite cumplir con la obligación y
quedarme en Capital. Así, por lo menos, puedo rendir un par de materias en la
facultad. Me alisté en Septiembre del año pasado y me tocó instrucción en la
Escuela de Cadetes en Villa Lugano. Día por medio trabajaba en el comedor de
los cadetes desde las 7 hasta las 23 horas. Los otros días debía ir a
instrucción militar de 14 a 19. En Diciembre nos promocionaron de aspirantes a
agentes, nos proveyeron la ropa, la chapa y el arma y nos dieron destino. Me
tocó la Comisaría 18° a diez cuadras de mi casa. Aquí los turnos son rotativos
por semana. La rotación es hacia atrás. La semana que viene voy a estar de 12 a
18 y el domingo tendré mi único franco mensual. Después de 6 a 12 y de 0 a 6.
El domingo que el cuarto de 12 a 18 está de franco, los otros tres se recargan
dos horas para cubrirlo. Lo peor de este régimen es que cuando me estoy
acostumbrando a dormir en un horario, la semana siguiente hay que cambiarlo.
Mi parada es en Carlos Calvo y Sarandí. No
hay un mísero lugar donde sentarse o tomar un café. La consigna es en Combate
de Los Pozos y Estados Unidos, a dos cuadras de diferencia. El papel dice 7°
piso. Evidentemente se trata de un edificio de departamentos. La puerta del
edificio está abierta. Subo al ascensor. El 7° es el último piso. Salgo a un
palier chiquito con una abertura que da a la terraza. Me parece que me equivoqué. Por la abertura aparece el agente
de consigna que yo reemplazo. Nos firmamos las boletas de servicio mutuamente y
le pregunto:
—¿Donde está?.
—Vení por aquí — me dice.
Salimos a la terraza y sobre la izquierda, por
una puerta abierta, se ve una mesita, dos sillas y un aparador de madera.
—Es la portería —dice y señala hacia la cocina que está a la
derecha de la entrada— Ahí
está, es la mujer del portero.
Me asomo y me paralizo. La mujer está colgando
por el cuello de una soga anudada a un caño de desagüe. El rostro morado, los
ojos muy abiertos y las manos agarrotadas. En el piso, un banco de madera volcado.
Muerte natural. Qué hijo de puta. Lo único
natural es que con una soga apretándole el cuello se muera.
El otro percibe mi pánico.
—¿Es el primero que te toca, pibe?
—Si —no
me salen las palabras.
—Tranquilo, ya te vas a acostumbrar. Vos
cuidá que nadie entre que ella no se va a escapar.
Se
va y me quedo solo. Intento sentarme en una de las sillas. Después en la otra,
pero en cualquier lugar que me ponga parece que la mujer me está mirando.
Finalmente saco una silla al palier y me siento al lado del ascensor. Tengo
frente a mí la escalera. Así que, salvo que alguien llegara volando a la
terraza —los
edificios linderos son todos bajos—,
nadie puede entrar al lugar de la consigna.
Son
las ocho de la noche y no logro tranquilizarme. Afuera ya oscureció. Hay ropa
colgada que se mueve con el viento. Me convenzo que nada pasará. Si llego a
escuchar el menor ruido proveniente del departamento me tiro por el hueco del
ascensor.
El
tiempo no pasa más. Recién son las nueve. Tengo sueño, se me cierran los ojos. El
contrapeso del ascensor se pone en marcha y el ruido me sobresalta. Miro por el
hueco. El ascensor pasa el séptimo. Empuño la Ballester Molina sin sacarla de la
cartuchera. Abre la puerta un hombre vestido de civil.
—Hola agente, soy el Doctor Romero del cuerpo
médico forense —me tiende
la mano.
—Me permite ver su credencial —le respondo después del apretón de manos.
—Muy bien —me dice—.
Así se hace. No hay que confiar en nadie.
Me muestra la credencial y la orden del
juzgado en la que se ordena el procedimiento y posterior traslado a la Morgue
Judicial.
—Me acompaña por favor, agente.
Entramos
al departamento, mira todo y con la mayor tranquilidad me dice:
—Por favor ayúdeme —levanta el banco, se sube, agarra a la mujer
del cabello y dirigiéndose a mí—
sosténgala por debajo de la cintura.
Me ve indeciso y sonríe.
—Vamos, tranquilo, no lo va a morder.
Levántela un poco cuando yo le diga —y
mientras yo sostengo el cuerpo afloja el lazo, lo saca por arriba de la cabeza y
la mujer se me viene encima.
Entre los dos la acostamos en el suelo.
—Ayúdeme a sacarle la ropa —dice.
Comienzo a desabrochar la blusa. Trato de no
mirarle la cara. Él le saca los zapatos, las medias y la pollera. El cuerpo
está frío. Cuesta sacarle la blusa por la rigidez que tienen los brazos. Queda,
desnuda, acostada de espaldas. Debía tener unos 45 años. Su cuerpo sería
armonioso si no fuera por el horror que me causa la escena. La revisa por si tiene
otras marcas y la tapa con su propia ropa. Me dice:
—Usted está más pálido que ella. Tranquilo,
en un rato se la mando a buscar.
Una
hora después, con un frío que corta la piel, camino por las veredas de mi
parada. No sé si es alivio lo que siento, pero de algo estoy seguro: el pibe
que entró a ese departamento nunca más será el mismo.
Osvaldo
Villalba
31/10/2014