La
memoria del corazón elimina los malos
recuerdos y magnifica los buenos,
y
gracias a ese artificio,
logramos
sobrellevar el pasado.
Gabriel
García Márquez
El embotellamiento en
la Autopista 25 de Mayo, empleando casi una hora y media en un trayecto que no
llevaría más de quince minutos, fue la puerta que lo transportó a su niñez, tan lejana como
dolorosa, tan escondida en su subconsciente hasta ayer, como vívida hoy después
de ese llamado. Se vio otra vez, haciéndose el dormido en el sofá del comedor,
tapado hasta la cabeza, para no escuchar las peleas de sus padres que,
invariablemente, terminaban en golpes. Después, su madre con anteojos negros y
pañuelo al cuello para ocultar los moretones. El odio y la impotencia estallaban
en su pecho como entonces. Correr a encerrarse en el baño al oír los golpes en
la puerta del departamento porque llegaba tan borracho que no podía ni poner la
llave en la cerradura. O acurrucarse debajo de la mesa, los brazos cubriendo su
cabeza, para atajar los azotes del cinturón. Luego su madre limpiando con agua
oxigenada las heridas, producidas por la hebilla, cicatrices en el cuero
cabelludo y en el alma, que hoy le duelen otra vez.
El bocinazo lo sacó
de sus cavilaciones. Puso primera y avanzó por la Avenida Belgrano. Recordó lo
que siempre decía Julio: “Fracción de segundo: tiempo que pasa entre que el
semáforo se pone en verde y el tonto de atrás te toca bocina” y, por primera
vez en las últimas horas, esbozó una sonrisa.
Los viernes, después
del trabajo, era noche de fútbol, pizza y cerveza con sus amigos del barrio.
Durante la semana salía muy temprano a recorrer las obras que tenía en
construcción la empresa donde trabajaba como arquitecto. Cuando llegaba a su
departamento apenas tenía fuerzas para calentarse algo que sacaba del freezer y
mirar un rato de televisión antes de quedarse dormido. Pero el viernes, cuando
cerraba su escritorio y se sentaba en el auto, sus fuerzas se renovaban con
sólo imaginarse, en un rato, en la cancha de fútbol 5, tirando paredes, caños y
pisadas y, después con los pibes, cerveza de por medio, reírse de cualquier
cosa y aflojar las tensiones de la semana.
En eso estaba la noche
anterior cuando sonó su celular. Como no conocía el número, no lo atendió.
Después del tercer llamado pensó que tal vez debía responder. Por la
insistencia, difícilmente fuera alguna empresa tratando de venderle algo. Se
disculpó con sus amigos y se alejó hacia la barra, mientras atendía, para
mitigar el bullicio.
Ingresó al
estacionamiento ubicado unos metros antes de la Avenida Entre Ríos, paró en el
lugar que indicaba el cartel, dejó el coche en marcha y mientras esperaba que
le dieran el ticket repasó el diálogo telefónico mantenido en la pizzería:
−Hola, ¿Sos Gastón?, dijo
una voz de mujer.
−Sí, ¿quién habla?
−Alicia, tu hermana.
− Ah, hola, ¿cómo
estás? −“Media hermana” pensó.
−Te llamo porque
internaron a papá.
−¿Sí? ¿Qué le pasó?
−Se descompensó. Pensé
que debías saberlo.
−Bueno gracias.
−¿No vas a preguntar
dónde está?
−¿Dónde está? Igual
no quiere decir que vaya
−En la Fundación
Favaloro. Hacé lo que te parezca. ¡Chau!
−Chau.”
Caminó hasta la
entrada de la clínica pero se quedó en la vereda sin decidirse a entrar. Volvió
sobre sus pasos, cruzó otra vez la avenida y entró en el bar. Se sentó en una
mesa sobre la vidriera y pidió un café cortado.
Mientras sorbía el
café cayó en la cuenta: “Hace más de doce años que no veo a Julio. ¿Cuántos
años antes dejé de llamarlo papá? La
última vez que lo tuve frente a mí fue cuando murió mamá. Vino al velorio y, si
no me para el abuelo, lo echo a patadas. En ese momento tenía dieciocho o
diecinueve años. Él se había ido de casa cuando yo era un pibe de siete u ocho.
Se fue a vivir con esa mujer con la que, −después me contó mamá− andaba mucho
antes. Al principio venía a verme cada tanto, pero siempre terminábamos mal
porque yo le contestaba y me ligaba un sopapo. Cuando nació Alicia, yo tendría
diez años, me llevó a conocerla. ¡Era
una beba muy linda! Mi mamá estaba furiosa. Cuando le conté que conocí a mi
hermana, me dijo: −¡Tu hermanastra dirás! Yo ni entendía que era eso. Creo que
en el fondo mi vieja, a pesar de todo lo que le pegó y la hizo sufrir, lo
quería. Un tiempo después cayó en un pozo depresivo del que no pudo salir
nunca. Con Alicia nunca pude relacionarme. Nos veíamos en las fiestas si yo iba
a verlo a Julio, pero nada más. Cuando mamá murió le hice la cruz. Esa tarde le
dije a Julio que mejor se fuera, que no quería verlo nunca más. Y acá estoy,
ahora, a treinta metros de donde está internado y no tengo claro qué quiero
hacer. ”
Pagó la cuenta y
llamó a Alicia. Le dijo que estaba en la esquina y que iba para allá. Ella
respondió que bajaba a buscarlo al hall de entrada.
−¡Qué bueno que
viniste! –dijo ella mientras le daba un beso en la mejilla−. Disculpame la
forma en que te corté ayer.
−Está bien. Estabas
enojada y con razón. Disculpame vos, no tenés que hacerte cargo de mis rollos.
−No es nada. Vamos. Está
en la unidad renal. A las doce nos dejan pasar quince minutos y después el
médico nos da el parte.
Cuando entró a la
habitación casi no pudo reconocer al hombre que, conectado a varios monitores, parecía
dormitar. El color cetrino de su piel, sus ojos hundidos, grandes ojeras
moradas, el cabello ralo y la barba crecida le daban un aspecto tan desmejorado
que poco se parecía a la imagen de hombre fuerte y avasallador que había sido
en su juventud. Se veía tan débil y vulnerable que, por un momento, todo su
odio acumulado, ese que había acuñado desde su niñez, alimentado en su
adolescencia y fortalecido en su juventud, pareció desvanecerse. Sintió que traicionaba
su propia historia y, mentalmente, sacudió su cabeza ahuyentando todo
pensamiento de blandura.
−¿Está consciente?
–le preguntó a Alicia.
−Sí, pero está muy
sedado. Cuando lo encuentro despierto algo conversa. Pero es muy parco, como
siempre.
“Ojalá no se
despierte ahora” pensó Gastón, justo cuando la enfermera les avisó que el
doctor los esperaba en la oficina al final del pasillo.
−Buenos días –dijo el
médico, extendiendo su mano para saludarlos− Por favor, tomen asiento.
Alicia, que ya
conocía al médico, tomó la iniciativa.
−Buen día doctor, él
es mi hermano Gastón.
−Mucho gusto –dijo el
médico, dirigiéndose a Gastón. Luego le preguntó a Alicia− ¿Está al tanto de la
situación?
−No –dijo ella
bajando la cabeza.
La alarma roja
comenzó a sonar en la cabeza de Gastón. Algo le había ocultado.
−Su padre está en
emergencia. –le dijo el médico a Gastón− Su cuerpo ya no aguanta más diálisis.
La única salida es un trasplante de riñón. La señorita no es compatible.
¿Querría usted hacerse los análisis?
El enojo lo envolvió
como una llamarada. Se volvió hacia su hermana, que permanecía con la cabeza
baja, en un intento de librarse de ser quemada por su mirada. “¡Eso era!”, pensó, “¡Con razón quería que
viniera!”
−¡De ninguna manera! –sin
más, se levantó y salió dando un portazo.
“Por algo me resistía
a venir”, pensaba mientras manejaba de regreso a su casa, “debí hacer caso a mi
primera impresión. El médico debe pensar que soy un hijo de puta. Lo que él no
sabe es que soy el hijo de un hijo de puta. ¿Y a ese tendría que darle un
riñón? Cada golpe que me dio lo tengo marcado en mi cerebro, en mi corazón…y
claro, también en los riñones. ¡Que joder! Ahora parece un pobrecito, pero
cuando venía borracho y me pegaba porque sí, no estaba ni el médico ese que me
miró horrorizado ni tampoco Alicia, que me engañó para que viniera a verlo.
¿Por qué tengo que darle un riñón?”
Llegó a su casa, se
cambió y se tiró sobre la cama. “Ya está”, pensó, “no me importa lo que
piensen. Quien no haya estado en mis zapatos no puede juzgarme. Sólo con Alicia
voy a ser delicado. No sé qué padre habrá sido Julio con ella. Al fin y al
cabo, cada uno cosecha lo que siembra”
Osvaldo Villalba
25/06/2016