Confidente



¿No va a arder jamás para siempre
la víctima secreta del Amor?
George Freiherr von Hardemberg (Novalis)
  
—Te estoy aburriendo ¿no? —Tu voz suena a disculpa.
—¡No! ¡Para nada! —Me apresuro a responderte. Cualquier cosa menos aburrimiento. ¿Te cuento? ¡Si pudiera! Envidia, bronca, dolor. Pero sobre todo…¡Amor! Hace más de una hora que, sentados frente al río, en esta hermosa costanera de Vicente López, me contás los desplantes que te hace el estúpido de Pablo. Los deseos de agarrarlo del cuello y romperle la nariz de un frentazo son tan intensos como el de tomar tu rostro entre mis manos y comerte la boca. Pero no tengo el coraje para ninguna de las dos cosas. Entonces miento.
—Lo que pasa es que mirar el horizonte de agua me pone melancólico, pero te estoy escuchando. Me apena mucho que sufras por sus desaires.  Deberías tomar una decisión.
“Rajalo de una vez, yo te voy a consolar”, pienso. Pero…
—Sí, es cierto —me decís—, pero no puedo. No sé por qué es tan insensible. Tampoco por qué siempre lo perdono.
“Porque no te quiere. Porque nunca te va a querer como te quiero yo”, pienso. “Porque sólo se quiere a sí mismo”.
—Tendrías que ahondar en esos por qué —te digo—. No existe ninguna razón para que aguantes sus insolencias.
—Tenés razón. Cuando me quedo sola no paro de llorar —se te quiebra la voz y tus ojos se humedecen.
Contengo las ganas de abrazarte. Respiro hondo y pongo mi mano sobre la tuya. Una corriente eléctrica me recorre el cuerpo y mi corazón se larga al galope. ¿Cómo puedo ser tan cobarde? ¿Cómo puedo ser tan boludo? ¡Este es el momento! ¡Abrazala! ¡Decile que no podés vivir sin ella!
—Nunca hablé con nadie de esto —continuas un poco más recompuesta—. Te lo cuento a vos porque sos mi amigo.
¡Puñalada en el estómago! ¡Gancho al hígado! No soy tu amigo, te gritaría, no quiero ser tu amigo. ¿Estoy condenado a ser eternamente la víctima secreta de este amor?
—¿Qué te pasa? ¡Estás llorando! —me decís al observar los gruesos lagrimones caer por mis mejillas. Saben salados.
—Es que…—titubeo—, no soy tu amigo. Yo te amo. Estás en mis pensamientos todo el tiempo. Y sufro como nadie con tus conflictos. Te lo tenía que decir.
Mientras me abro veo como se va transfigurando tu rostro. La sorpresa se va convirtiendo en disgusto. Tu enojo estalla como una granada.
—¿Cómo me decís esto ahora? Después de todo lo que te conté, pensando que eras mi amigo. Seguro disfrutás lo que me pasa con Pablo. Todo lo que me decías era para tu interés personal.
—¡No! ¿Cómo me decís eso? Sólo quiero lo mejor para vos. ¿Cómo me voy a alegrar si te hacen sufrir?
—Ya no puedo creerte nada. ¡Andate por favor!
—Pero…
—¡Andate! ¡No te quiero ver más!

Mediodía del sábado. Me siento en el suelo, recostado contra el árbol. El día está gris y ventoso. El viento levanta copitos de espuma en el río. Hoy no hay veleros. El domingo pasado me fui de aquí con el corazón roto y una sensación de vacío que no se fue en toda la semana. Ni sumergiéndome en el trabajo ni sentándome a escribir y mucho menos con ganas de agarrar la viola. Parece que va a lloviznar. “El cielo llora como mi alma” pienso y sonrío con lo cursi de la frase. ¿Cómo se sale de esto? ¿Lo curará el tiempo? Hoy me parece que no. Tengo el teléfono apagado porque no quiero hablar con nadie. Ni siguiera fui esta mañana a jugar al fútbol con los pibes. Igual, al único que no pude engañar fue al abuelo. Anoche cuando terminamos de cenar y salí al patio se vino conmigo.
—¿Qué te anda pasando pibito? —preguntó bajito.
—Nada abu. Todo bien.
—Contáselo a tu cara entonces, porque parece que no se enteró.
Es muy bicho el abuelo. Me insistió hasta que le conté. Después de escuchar con atención, sentenció:
—Mirá pibe. Siempre es preferible penar por ir de frente que sufrir por comerte los sentimientos. Nunca te arrepientas de la verdad.
Empieza a lloviznar. Ojalá el abuelo tenga razón.

—Sabía que te iba a encontrar acá —tu voz me sobresalta.
—Es mi lugar preferido —respondo sin mirarte.
—Por eso lo sabía. ¡Uh, que serio! ¿Estás enojado?
—¿Por qué estaría? —te miro y mi corazón se acelera.
—¡No aprendés más! —me decís con una sonrisa que me derrite como un cubito en agua caliente—. ¿Cuándo vas a decir lo que sentís de primera? ¿Por qué? Porque te traté mal, porque te eché, porque te dije que no quería verte más.
Te sentás a mi lado. Ya me ablandaste.
—En realidad no es enojo —te digo—, es pena, es dolor por pensar que me quería aprovechar de…
No me dejas terminar. Rodeás mi cuello con tus brazos y me tapás la boca de un beso.
¡El abuelo es un genio!

Osvaldo Villalba
20/11/2017



El arqueo



A Susana, la
mujer de mi vida.

Absorbido por los comentarios en los diarios digitales sobre las repercusiones que tuvieron las elecciones de Estados Unidos en las bolsas del mundo no me di cuenta que ya son las diecinueve y treinta y en la oficina se fueron casi todos. La única que queda es la tesorera que, por sus bufidos, parece estar en una lucha desigual, en la que pierde, con la planilla de caja.
Dejo mi lectura y me acerco.
—Te iba a preguntar si tenés diferencia, pero es una obviedad —le digo.
—Hacés bien —responde—. Sino ya no estaría aquí, ¿no?
—¡Uh! ¡No está el horno para bollos! ¿Te ayudo?
—Si no te es muy molesto.
—¿Cuanta diferencia tenés?
—Setenta y dos mil pesos.
—Si faltan te los descuento del sueldo. Si sobran los repartimos.
—¡Más generoso no podés ser! —exclama sonriendo por primera vez—. Sobran.
—Bueno, mejor la buscamos. Pero si la encuentro quiero un premio.
—Que sería...
—Un beso.
—Te estás aprovechando de tu posición.
—¡Y! Ya que la diferencia de puesto no se refleja en los sueldos...
—Ya revisé todo. No tengo muchas más alternativas.
—¡Bien! Repasemos los controles. ¿Vuelco del saldo inicial con el cierre de la caja de ayer?
—Sí.
—¿Control de la numeración de recibos de cobranza, verificando que el primero de hoy sea correlativo al último de ayer?
—También.
—Control del último número con el subdiario de cobranza.
—Sí, y verifiqué que no faltara ningún número.
—Bien. Control de las órdenes de pago, numeración inicial y final.
—Verificado. Y controlé que los totales de los subdiarios de cobranzas y pagos dieran con los subtotales de ingresos y egresos de la planilla de caja.
—¡Muy bien! ¡Esa es mi discípula! —aplaudo logrando que vuelva a sonreír—. Entonces la diferencia está en los valores. Descuento  que el efectivo lo contaste varias veces.
—¡Tres!
—De acuerdo. Alcanzame los cheques —digo extendiendo mi mano.
Empiezo a revisar los cheques con detenimiento y anoto en un papel dos casos:
Galicia N° 835 $ 208526,30
HSBC N° 322 $ 519875,00
—Bueno, yo te canto los datos de un cheque y vos me das el importe que volcaste en la planilla —le propongo.
—¡Dale! —responde más animada.
—Banco Galicia con número final ochocientos treinta y cinco.
Busca con el cursor del mouse y lee pausado.
—Doscientos ocho mil quinientos veintiséis con treinta.
—¡Bien! Ahora HSBC que termina en trescientos veintidós.
Tarda unos segundos.
—Quinientos noventa y un mil ochocientos setenta y cinco.
—¡Bingo! Es quinientos diecinueve —le digo extendiéndole el cheque.
Lo toma, lo mira incrédula varias veces comparando con la cifra cargada en la computadora y exclama:
—¡Sos un genio!
—Mi mamá siempre me lo dijo.
—¿Cómo lo hiciste?
—Si la suma de los dígitos de una diferencia da nueve, la probabilidad de que sea una inversión es muy alta. En este caso setenta y dos tiene dos posibilidades: un ochenta por cero ocho o noventa y uno por diecinueve. Ahora mi premio...
Se acerca, rodea mi cuello con sus brazos y nos besamos largamente.
Luego, sin dejar de abrazarme, me mira a los ojos y dice:
—Me preocupa coincidir con tu mamá.
Suelto la carcajada y la aprieto fuerte contra mi.
—Tranquila, es en lo único. Ahora, si no fueses mi esposa, ¿me denunciarías por acoso laboral?

Osvaldo Villalba

28/01/2017