serán nuestra riqueza.
¡Cómo disfrutaba la lluvia! El repiqueteo de
las gotas en mi ventana o el ruido en el toldo del departamento de abajo eran
una música increíble. Hasta aquel sábado... Sábado sin programa, recostado en
mi sofá, vaso de whisky, escuchando a Piazzolla mientras la tormenta sacudía
con fuerza las copas de los árboles.
En esa época vivía en un departamento antiguo
en Paternal, sobre Espinosa, casi Seguí, con un pasillo largo, cuatro
departamentos en planta baja, con patio, al que confluían todos los ambientes y
cuatro en planta alta, donde estaba el mío. Escalera de mármol con escalones
muy gastados, ambientes amplios, altos, puertas y ventanas mitad madera y mitad
vidrio, con banderola y balcón con postigos metálicos.
Los gritos de la calle me sacaron de mi trance.
Me acerqué a la ventana y el panorama ante mis ojos era aterrador. La calle
parecía un río que venía desde Juan B. Justo haciendo olas al rodear los
árboles. Las veredas ya no se veían. La corriente había arrastrado un par de
autos estacionados y los había amontonado contra el camión de mudanzas, siempre
estacionado en la esquina, dejándolos atravesados en el medio la calle. Los
vecinos de la vereda de enfrente sacaban agua con un secador, pero la fuerza de
la corriente los vencía una y otra vez.
Llevaba cinco años viviendo allí y nunca se
había inundado de esa forma. No había salido de mi asombro todavía, cuando se
cortó la luz. Fui a la cocina a buscar una linterna y fue entonces cuando
escuché un grito desgarrador. “¡¡Nooo!! ¿Por qué?” gritó doña Julia, la anciana
del departamento de abajo. Corrí al pasillo de mi departamento y me asomé a la
pared que daba a su patio. Le pregunté si estaba bien. “Se mojó, se mojó” me
respondió entre sollozos. Le pedí que no se moviera y baje corriendo. En la
calle el agua me llegó hasta las rodillas. El umbral de entrada era alto por lo
que, tanto en el zaguán como en el pasillo, el nivel del agua era menor. Por
suerte doña Julia tenía la puerta de su departamento abierta. Entré, alumbré el
patio y alcancé a divisar las macetas, una mesa con sillas y el lavarropas al
lado de la pileta. El agua tendría una altura de cinco centímetros porque sólo
me cubría las zapatillas. La llamé y me respondió desde el dormitorio. Entré a
la habitación, hice un paneo con la linterna y la vi sentada, a los pies de la
cama, con algo sobre su regazo. Su rostro estaba desolado. Repetía una y otra
vez “se mojó, se mojó”. La pieza tenía poca agua, y no afectaba al viejo ropero
ni a la mesa de luz o la cómoda porque tenían patas. Apoyé la linterna sobre un
mueble de manera que iluminara un poco, y me senté a su lado. La abracé,
intenté tranquilizarla, ofreciéndole levantar las cosas para preservarlas del
agua. Me miró con tristeza y repitió “se mojó, estaba bajo la cama”. Busqué la
linterna, la alumbré y entendí. Sus manos temblorosas acariciaban con ternura…
¡un álbum de fotos!
Subí a los muebles más altos las cosas
mojadas, levanté la heladera, que por suerte era pequeña, sobre dos bancos de
madera, el lavarropas sobre dos sillas, y llevé a doña Julia a mi departamento,
junto con su gato Bandido, para que descansaran en lugar seco. Cuando volvió la
luz, con un secador de pelo, estuvimos varias horas secando el álbum y las
fotos, que para tranquilidad de la anciana, no se habían dañado. A medida que
lo hacía comprendía más y más su angustia. ¡Toda su vida, toda su historia,
estaba en ese álbum! “Para ella debe ser como si se me quemara el disco rígido
de la computadora”, pensé. “Y tal vez peor, porque son cosas que no se podrían
replicar. ¡Mañana mismo, sin falta, hago un backup!”.
El agua bajó al día siguiente. Otras vecinas
la ayudaron a limpiar su departamento. El álbum, con algunas arruguitas y
ondulaciones, quedó bastante bien. Quedó tan agradecida que una vez por mes,
cuando cobraba su pensión, me hacía un bizcochuelo.
Jamás se alejó de mi memoria la triste imagen
de Doña Julia, abrazada a su álbum de fotos, chorreando agua. Pasaron muchos
años, me mudé varias veces, me fui aviejando por afuera y sigo amontonado
recuerdos por adentro, pero desde aquel sábado, nunca, pero nunca más, pude
disfrutar la lluvia.
Osvaldo Villalba
09/04/2014
Este cuento lo escribí hace tres años y los estoy republicando con una variante: un audio con mi voz leyéndolo. La idea fue del escritor mejicano Paul Morillo, en diciembre de 2016, quien nos propuso a un grupo enviar un cuento leído por el autor para el blog Micros y Macros Todos Relatos, de escritones de habla hipana. Varios participamos pero nunca lo había subido a mi blog personal.
ResponderBorrarCómo no conmoverse con este relato (en audio y texto). Sobre todo porque a los afectados por alguna inundación también el agua nos robó miles de recuerdos. Y, por desgracia,hubo tantas víctimas.
ResponderBorrarYo tampoco he vuelto a disfrutar la lluvia. Me aterra.
¡Gracias amiga!Tus comentarios son un aliciente para seguir escribiendo.
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