La música del mar


El mar sigue cantando
cuando pierde una ola
José Ángel Buesa

Ningún sonido es tan constante y particular como el que producen las olas en las rompientes de nuestras costas. Ya sea varios metros adentro o sobre el límite húmedo de la playa, aquellos que solemos frecuentarlas, podemos reconocerlo con los ojos cerrados. Otro tanto pasa con el olfato. El aroma del mar nos penetra apenas nos acercamos. Basta mirar la foto para que ambos se reproduzcan con nitidez en nuestra mente.

Ésta es la primera vez en los últimos treinta y un años que no salimos de vacaciones. Aquel verano de 1990 estaba sin trabajo. Después de ser el jefe de Contaduría por diez años la empresa determinó que no encajaba en el perfil que requerían. Un poco lentos para darse cuenta. Me despidieron en el mes de noviembre y en Buenos Aires es bastante difícil encontrar trabajo en verano. Pero este año es diferente. La pandemia cambió el mundo. Y tal vez por mucho tiempo no retornemos a la normalidad que conocíamos. Y como siempre pasa, lo que no apreciamos por considerarlo rutinario, cobra importancia cuando lo perdemos.

Para combatir la nostalgia me puse a ver fotos y videos de Villa Gesell. A medida que recorría los archivos la música del mar resonaba en mis oídos. Estaba finalizando el año 2013 cuando una serie de imágenes me llevó a la mañana del 4 de marzo de ese año.

Era un día nublado, había llovido en la madrugada y, con mi esposa, aprovechábamos los mejoramientos temporarios para salir a caminar. Nos dirigimos hacia el muelle. Cuando estábamos a unos cien metros vimos un bulto negro entre los pilotes. Pensamos que sería alguno de los tantos perros callejeros que deambulan por allí. A medida que nos acercábamos otras personas se habían detenido a mirarlo. Llegamos y nos sacamos la duda. Era un lobito.


Seguramente alguna corriente lo había alejado de la manada. Era muy chiquito. Con una pareja de jóvenes y dos señoras comenzamos a llamar a Mundo Marino y Greenpeace pero todos respondían con excusas. Alguien dijo que en Gesell había una oficina de fauna marina. Consultamos con un guardavidas. No tenía ni idea. Mientras lo cuidábamos para que no se le acercaran perros, temblábamos de frío. Finalmente alguien se comunicó con la oficina de turismo y nos dieron un número. El lobito posaba para las fotos.


Cuando nos pudimos comunicar dijeron que vendrían en media hora más o menos. Finalmente aparecieron. Después de casi una hora, en un jeep desvencijado. La mala onda que traía el chofer se sentía más que las olas.


Bajó con otro ayudante y con una red y una jaula pudo reducirlo. El pequeño les dio bastante pelea.



       Una de las señoras le preguntó donde lo llevaban. El tipo responde:
       —A la zona del faro, donde no haya humanos. ¿Se entiende?
       A esa altura ya tenía ganas de boxearlo. Por suerte la señora fue más rápida en responder:
       —Estos humanos somos los que lo llamamos y nos quedamos cuidándolo para que no lo atacaran los perros.
       —Sí, porque estaban en la playa —le dice el tipo.
       —Claro —dije—, es un día ideal para estar en la playa. Con un viento de 50 Km por hora y más frío que en invierno. Genial para estar parado aquí una hora.
       —Hicieron bien en llamar —dijo sonriendo.
       “Mejor no agrego más nada”, pensé. “Lo que importa es que lobito está a salvo”.

Osvaldo Villalba

19/03/2021


Bardo


Es parentesco sin sangre

una amistad verdadera

Pedro Calderón de la Barca

 

Salgo por un portón ancho y me encuentro en la avenida Corrientes. No recuerdo cómo llegué ahí. Miro alrededor. Enfrente está la estación del Ferrocarril Urquiza. A mi derecha un boulevard con paradas de colectivos. Y allí la famosa pizzería Imperio.

Me parece que la forma más rápida de ir al barrio es tomar el subte hasta el obelisco y allí hacer la combinación a Constitución. Busco en los bolsillos de mi pantalón pero no tengo ni una moneda. Debe ser porque me puse el del traje nuevo y no pasé la traba metálica con los billetes que siempre llevo en el jean. Creo que la última vez que usé el traje fue para el casamiento de mi hermana hace como dos años. Lo raro es que no tengo el saco, estoy con la única camisa de vestir que tengo. En el barrio siempre uso remeras o chombas.

Cualquier cosa, si está el guardia, le lloro la carta a ver si me deja pasar. En los molinetes no hay nadie así que paso sin problemas. Los pocos pasajeros que están en el andén llevan barbijos puestos. Claro, estamos en medio de una pandemia. Y yo no tengo. A ver si me increpan. Me pongo la mano en la boca y agacho la cabeza para disimular. Parece que no les importa porque ni me miran. Mejor.

En el subte viaja poca gente. Igual hay algunos parados. Me ubico en un rincón mirando por la ventanilla para no llamar la atención. Parece que da resultado.

Ya estoy en el barrio. En la puerta del café donde nos juntamos con los pibes. Allí veo al Rolo y al Quique en la mesa del fondo. Les grito desde la puerta pero no me dan ni bola. ¿El Rolo está llorando? Me acerco despacio para escuchar qué hablan.

—Le pasó por mi culpa —dice el Rolo sollozando.

—No te persigás —lo consuela el Quique—. No tenías otra. El tipo ya vino buscando cachengue. Y cuando la encaró a tu hermana no te quedó otra que bajar cancha. Y los logis que venían con él eran unos gatos. Quisieron copar y no los íbamos a dejar. Sólo queríamos boxearlos pero el hijoeputa cagón peló un fierro y le pegó dos corchazos al gordo. Podría habernos pasado a cualquiera. Le tocó a él. Ahora está en una caja en la Chaca y el punto anda suelto. Pero ya lo vamos a encontrar.

¿Dos corchazos? ¿A mí?

—¡Eh, locos! Estoy aquí —les grito. — Pero no me registran.

Osvaldo Villalba

06/03/2021


 

El cofre


 


Los secretos más grandes

se ocultan siempre en los

lugares más inverosímiles

Roal Dahl

 

Estaciona la moto en el garaje del Lote 205. Es una casa de dos plantas, con tejas francesas y madera lustrada en la galería del porche. Tuvo que enganchar el tráiler a la moto porque, además de la bordeadora y el rastrillo, trajo la pala de punta, la pala ancha y el pico. Normalmente los dos primeros caben atados en el portaequipajes de la moto.

Los viernes es el último día de trabajo ya que los fines de semana el country no permite el ingreso de jardineros. Hoy sólo trabajará ahí. La señora Marysol le pidió que, previo al retoque del césped y el cerco vivo, trasplantara un ficus a la parte de atrás del lote.

Marysol vive sola en la casa. Los chismes, que en el country corren más que en un conventillo de San Telmo, dicen que su marido se fue hace cinco años y nunca más se supo. Incluso en la guardia el lote figura sólo a su nombre y está registrada como soltera. Con él siempre es amable. Le alcanza algo fresco en verano o un café en invierno. Algo que no todos los propietarios hacen. Inclusive ella es la única que lo llama por su nombre de pila, José. El resto, los guardias, los empleados del country y sus otros clientes lo conocen por su apellido, Núñez.

Empieza a cavar primero en el lugar donde va a colocar el árbol para que, cuando lo saque, esté el menor tiempo posible fuera de la tierra. Deja a un costado el rollo de alambre y los tensores que trajo para asegurar el pino en su nuevo espacio hasta que las raíces se agarren bien a la tierra. Luego sigue marcando un círculo de un metro de radio alrededor del árbol para no dañar las raíces principales. Por suerte el ficus es joven y no es muy alto. Con la carretilla que pidió prestada en Mantenimiento va a poder llevarlo atrás sin ayuda. Vino más temprano que otras veces por si se presentan dificultades. La señora debe estar durmiendo todavía.

Hace calor. Piensa en los que le dicen “que suerte que tenés de trabajar todo el día al aire libre”. No se imaginan lo que es cortar el pasto con dos grados y un viento de 50 km por hora. O estar bajo el sol cuando hay 34° a la sombra.

El pozo está alcanzando el metro de profundidad. Comprueba que el tronco se mueve. Ya puede intentar sacarlo. Clava la pala por debajo del árbol y golpea algo duro. No puede ser una raíz porque sonó metálico. Cava alrededor, saca la tierra floja y ve la parte superior de una valija de metal. Corta las raíces que faltan y retira el árbol, apoyándolo sobre la carretilla. Sigue cavando hasta dejar el cofre al descubierto. Es rectangular de unos treinta centímetros por veinte. Está cerrado con un candado muy oxidado. Mejor le avisa a la señora Marysol aunque tenga que despertarla. 

Golpea las manos justo cuando ella sale con un vaso de gaseosa en la mano.

—Buen día señora. Viene justo. Encontré el tesoro de los piratas —bromea.

—¿Tesoro? ¿Cuál tesoro? —se acerca intrigada.

José le muestra el pozo que contiene la valija.

—Apareció debajo del árbol.

—Ese árbol lo plantó mi marido —dice ella. —Tráigalo por favor, José.

Saca el cofre y lo lleva a una mesa que está en el porche.

—¿Puede romper el candado? —pregunta Marysol

José asiente con la cabeza y va al garaje donde dejó el tráiler. Regresa con un cortafierros y un martillo. En dos golpes el candado salta. Él se retira hacia el jardín para dejarla sola.

—No, venga —le dice ella—. No me diga que es supersticioso.

—No, no —se ríe—. Sólo que cuidaba su intimidad.

—No es necesario. Venga, descubramos que tiene adentro.

Marysol levanta la tapa y saca una bolsa de plástico. Adentro hay un montón de pasaportes, de Polonia, Francia, Irán, Bélgica y Rumania. Todos con la misma foto pero con diferentes nombres.

—Ahora entiendo —dice con bronca—. Este hijo de perra era un espía.

 

Osvaldo Villalba

27/02/2021


Un gran ejemplo


Hay algo humano, más duradero que

la supersticiosa fantasmagoría de lo

divino: el ejemplo de las altas virtudes.

El hombre mediocre (1913)

José Ingenieros

 

José Ingenieros fue un escritor muy importante en mi infancia y adolescencia, aunque recién lo leí de adulto. El lector se preguntará cómo es posible esto. Es que sus libros eran las lecturas preferidas de mi padre.

Confieso que a los quince años intenté leerlos pero no entendí nada. Cuando él murió vendimos con mi madre el departamento donde habían vivido desde mucho antes que yo naciera y compramos un departamento un poco más moderno para ella. Allí fue la biblioteca que era mía y de mi viejo. Años después, cuando murió mi madre, no recuerdo donde fueron a parar los libros. En mi casa de ese momento mi biblioteca rebosaba de libros y no cabían.

Hasta que, hace unos años, paseando por la feria de San Telmo, encontré, en una mesa de saldos, los dos libros que ilustran este relato.

Cuando comencé a leerlos tuve plena conciencia de lo que afirmo en el primer párrafo. Ingenieros fue importante en el ejemplo de vida que me dejó mi viejo.

Ya conté en otros relatos que él era un autodidacta. Que vino de Curuzú Cuatiá, en su Corrientes natal, a los veinte años con la secreta ilusión de estudiar medicina. Pero en la década de 1920 a 1930 eso era una utopía. Creo que ni siquiera tenía completo el ciclo primario.

Por eso cuando comencé a leer a Ingenieros y me resultaba un poco dificultoso pensé cuál habrá sido la comprensión de mi papá sobre esos textos. Seguro que nunca había leído a Platón, a Montaigne o Helvecio. Ni a Émerson, Guyau o Nietzsche. A lo mejor buscó en nuestra vieja Enciclopedia Larousse quienes eran. Pero a medida que avanzaba en los conceptos que el autor quería mostrar recordaba que mi papá los aplicaba en su vida. Su concepción de la justicia, de la solidaridad, del trabajo, la dignidad y el deber eran ejemplos claros de lo que Ingenieros desarrollaba. Nunca fue mediocre. Nunca fue rebaño. Jamás se dejó llevar por el entorno. Su familia se emborrachaba y a él jamás lo vi ni chispeado. Todo era moderación. Recuerdo que cuando comencé a salir con mis amigos me decía: si no querés hacer algo, aunque todos lo hagan vos mantené tus convicciones.

Además esta conducta no estaba influida ni provocada por ninguna práctica religiosa porque no profesábamos ningún culto en casa. Mi padre decía que todas las religiones tienen buenos propósitos pero los dogmas que cada institución impone a sus fieles terminan contaminando sus principios éticos. Esto también es de Ingenieros (Hacia una moral sin dogmas). Un poco más de veinticinco años formé parte de una institución religiosa y comprobé personalmente estas verdades. Así fue que, aún antes de leer los libros de esta crónica, ya había regresado al ateísmo de mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud.

Uno de los recuerdos más hermosos que conservo es cuando, un año antes de que partiera, le llevé mi título de Contador Público, convirtiéndome en el primer integrante de la familia en obtener un título universitario.

Hoy el ejemplo y la bonhomía de mi padre están más presente que nunca.

Osvaldo Villalba

25/02/2021


 

Ascenso


El fútbol que vale es el que

uno guarda en el recuerdo.

Roberto Fontanarrosa

 

—Estoy nervioso —le dije.

—Tranquilo. Vamos a ganar —respondió mi primo con su aplomo de siempre.

Admiraba su seguridad. Tal vez porque a mí me faltaba. Además teníamos una relación que yo percibía más estrecha que con cualquiera de los demás familiares de su mujer, quien, en realidad, era mi prima hermana. Y eso a pesar de la diferencia de edad. Yo tenía dieciséis años y él andaba por los treinta y pico. Era segundo comandante, o algo así, de Gendarmería y sin embargo, conmigo, que sabía que no me gustaban los militares porque los veía autoritarios, no lo parecía. Hoy pienso que tal vez en la intimidad de su hogar, con su familia, podría serlo.

Pero mi incondicionalidad había nacido tres años antes, en el invierno de 1957, cuando viajó a Buenos Aires, —estaba destinado en Malargüe—, seguramente para programar su traslado que se daría a fines de ese año o principio del siguiente. Un día vino a casa de mis padres, me llevó a la proveeduría de Gendarmería y me compró mi primer blue-jean más una campera de cuero negra como las que soñábamos viendo a James Dean y Sal Mineo en Rebelde con causa. Nunca supe si fue un regalo o mis padres le pagaron. Él era el artífice.

La tribuna visitante del estadio de Talleres de Remedios de Escalada reventaba de hinchas. Faltaban tres fechas para terminar el campeonato pero con la diferencia de puntos que ostentaba Los Andes sobre el segundo bastaba ganar ese partido para ser campeones.

Todo había empezado en 1958. Mis primos habían alquilado una casa en Lomas de Zamora y muchos sábados yo iba a almorzar con ellos. Ya había nacido su primer hija, una rubiecita hermosa, —hoy es abuela pero sigue siendo hermosa—, cuando en una sobremesa mi primo me comentó que a dos cuadras estaba la cancha de un club que competía en la Primer B del torneo nacional.

—¿Querés que vayamos a verlo —me dijo.

—Dale, vamos.

Y comenzamos a ir cada tanto cuando jugaba de local. Los Andes era un club de mitad de tabla casi siempre.

Pero dos años después, en 1960, comenzó a ganar y ganar y ganar. Nos entusiasmamos y lo seguimos aún de visitante. Menos a Rosario, Santa Fe, Junín y Morón conocimos casi todas las canchas de la B. Cuando fuimos a la Isla Maciel a la cancha de Dock Sud, aún cuando perdimos 3 a 2 cobramos por la hinchada dentro de la cancha y nos corrió la montada afuera. Con mi primo subimos a un colectivo que pasaba y después preguntamos donde iba.

Y ahí estábamos en la tribuna visitante de Talleres esperando el partido definitorio. Mi primo tuvo razón. Ganamos 2 a 1 con goles de Migone y Baiocco. Y fuimos campeones por primera vez en la historia del club.

El regreso desde la estación de Lomas por la calle Laprida fue en caravana cantando:

Sí, sí señores, soy de Los Andes,

soy de Los Andes de corazón.

Porque este año de aquí de Lomas,

de aquí de Lomas,

salió el nuevo campeón.

 

Osvaldo Villalba

14/02/2021

 

Vacaciones


Buscando documentos antiguos encontré una valija de madera que era de mi viejo. Adentro hay fotos. Me atrapó una de Córdoba del año 1958. Estoy con mis padres con el paisaje serrano atrás. Por un momento me remonto a ese escenario. ¿Cómo contaría hoy esa experiencia?

El tren ingresa lentamente en la estación terminal. El cansancio del largo viaje se diluye en el preciso instante en que mis ojos leen el cartel del andén: La Falda.

Estoy acostumbrado a viajar en tren. Vivimos en Capital, en el barrio de Constitución, pero como mi mamá es oriunda de Quilmes tenemos muchos familiares allí. Varias veces en el mes viajamos en el Roca a visitar unos primos de mi madre o en el colectivo El Halcón si vamos a lo de su hermana. Pero son viajes de cuarenta minutos, a lo sumo una hora.

Hoy es distinto. Llevamos un poco más de doce horas en el tren. Salimos de Retiro a las ocho de la mañana y está oscureciendo. Estoy muy emocionado. El mes próximo voy a cumplir catorce y es la primera vez que salimos de vacaciones. Creo que mis viejos también lo están. Soy hijo único y éste es el premio por haber terminado bien el primer año del Comercial. Algo que ninguno de los dos pudo hacer. De hecho mi papá no terminó ni el primario. Es un autodidacta. Él me enseñó a entender a José Ingenieros. No hace falta aclarar que no profesamos ninguna religión en casa, ni la judía de la que proviene mi mamá ni la católica de la familia de mi papá. Pero como mis abuelos ya no están no hay drama.

Salimos de la estación y mi padre dice:

—Vamos a tomar un taxi porque no tengo la menor idea de dónde queda el Hotel Español

—Sí, mejor. Porque ya está oscuro —acota mi mamá.

Comenzamos el viaje y no me alcanzan los ojos para ver los negocios iluminados y un montón de gente caminando por la calle a pesar de la hora. Quince minutos después bajamos frente al hotel. También es la primera vez que voy a dormir en un lugar que no es mi casa ni la de un familiar cercano. Sólo puedo afirmar que me gusta aunque no tenga con qué compararlo.

Los encargados o dueños, no lo sé, son muy amables. Como se enteraron que el tren venía con atraso dispusieron un turno adicional del comedor para servirnos la cena. Al parecer somos unos cuantos los que vinimos en el tren.

 

Hoy me desperté temprano, desayuné rápido y mientras mis padres planean la actividad del día, salgo al jardín. Como a treinta metros del hotel en un descampado veo unas piedras enormes que me invitan a trepar. Cuando llego a la más alta miro el paisaje y…del otro lado de la calle, a unos cien metros, está la estación del ferrocarril.

El taxista se aprovechó de los porteños.

Hoy en día la tecnología nos permite cosas increíbles. Para reafirmar mis recuerdos recurro al Google Map y efectivamente aparece el hotel, hoy renovado, a pocos metros de la estación de ferrocarril, ya convertida en museo.

 Osvaldo Villalba

04/02/2021