Los
secretos más grandes
se
ocultan siempre en los
lugares
más inverosímiles
Roal
Dahl
Estaciona
la moto en el garaje del Lote 205. Es una casa de dos plantas, con tejas
francesas y madera lustrada en la galería del porche. Tuvo que enganchar el
tráiler a la moto porque, además de la bordeadora y el rastrillo, trajo la pala
de punta, la pala ancha y el pico. Normalmente los dos primeros caben atados en
el portaequipajes de la moto.
Los
viernes es el último día de trabajo ya que los fines de semana el country no
permite el ingreso de jardineros. Hoy sólo trabajará ahí. La señora Marysol le pidió
que, previo al retoque del césped y el cerco vivo, trasplantara un ficus a la
parte de atrás del lote.
Marysol
vive sola en la casa. Los chismes, que en el country corren más que en un
conventillo de San Telmo, dicen que su marido se fue hace cinco años y nunca
más se supo. Incluso en la guardia el lote figura sólo a su nombre y está
registrada como soltera. Con él siempre es amable. Le alcanza algo fresco en
verano o un café en invierno. Algo que no todos los propietarios hacen. Inclusive
ella es la única que lo llama por su nombre de pila, José. El resto, los
guardias, los empleados del country y sus otros clientes lo conocen por su
apellido, Núñez.
Empieza
a cavar primero en el lugar donde va a colocar el árbol para que, cuando lo
saque, esté el menor tiempo posible fuera de la tierra. Deja a un costado el
rollo de alambre y los tensores que trajo para asegurar el pino en su nuevo
espacio hasta que las raíces se agarren bien a la tierra. Luego sigue marcando
un círculo de un metro de radio alrededor del árbol para no dañar las raíces
principales. Por suerte el ficus es joven y no es muy alto. Con la carretilla
que pidió prestada en Mantenimiento va a poder llevarlo atrás sin ayuda. Vino
más temprano que otras veces por si se presentan dificultades. La señora debe
estar durmiendo todavía.
Hace
calor. Piensa en los que le dicen “que suerte que tenés de trabajar todo el día
al aire libre”. No se imaginan lo que es cortar el pasto con dos grados y un
viento de 50 km por hora. O estar bajo el sol cuando hay 34° a la sombra.
El pozo está alcanzando el metro de profundidad. Comprueba que el tronco se mueve. Ya puede intentar sacarlo. Clava la pala por debajo del árbol y golpea algo duro. No puede ser una raíz porque sonó metálico. Cava alrededor, saca la tierra floja y ve la parte superior de una valija de metal. Corta las raíces que faltan y retira el árbol, apoyándolo sobre la carretilla. Sigue cavando hasta dejar el cofre al descubierto. Es rectangular de unos treinta centímetros por veinte. Está cerrado con un candado muy oxidado. Mejor le avisa a la señora Marysol aunque tenga que despertarla.
Golpea las manos justo cuando ella sale
con un vaso de gaseosa en la mano.
—Buen día señora. Viene justo. Encontré el tesoro de los
piratas —bromea.
—¿Tesoro? ¿Cuál tesoro? —se acerca intrigada.
José le muestra el pozo que contiene la valija.
—Apareció debajo del árbol.
—Ese árbol lo plantó mi marido —dice ella. —Tráigalo por
favor, José.
Saca
el cofre y lo lleva a una mesa que está en el porche.
—¿Puede romper el candado? —pregunta Marysol
José asiente con la cabeza y va al garaje donde dejó el
tráiler. Regresa con un cortafierros y un martillo. En dos golpes el candado
salta. Él se retira hacia el jardín para dejarla sola.
—No, venga —le dice ella—. No me diga que es
supersticioso.
—No, no —se ríe—. Sólo que cuidaba su intimidad.
—No es necesario. Venga, descubramos que tiene adentro.
Marysol levanta la tapa y saca una bolsa de plástico.
Adentro hay un montón de pasaportes, de Polonia, Francia, Irán, Bélgica y
Rumania. Todos con la misma foto pero con diferentes nombres.
—Ahora entiendo —dice con bronca—. Este hijo de perra era
un espía.
Osvaldo
Villalba
27/02/2021
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