Hay algo humano, más
duradero que
la supersticiosa
fantasmagoría de lo
divino: el ejemplo de
las altas virtudes.
El
hombre mediocre (1913)
José Ingenieros
José
Ingenieros fue un escritor muy importante en mi infancia y adolescencia, aunque
recién lo leí de adulto. El lector se preguntará cómo es posible esto. Es que
sus libros eran las lecturas preferidas de mi padre.
Confieso
que a los quince años intenté leerlos pero no entendí nada. Cuando él murió
vendimos con mi madre el departamento donde habían vivido desde mucho antes que
yo naciera y compramos un departamento un poco más moderno para ella. Allí fue
la biblioteca que era mía y de mi viejo. Años después, cuando murió mi madre, no
recuerdo donde fueron a parar los libros. En mi casa de ese momento mi
biblioteca rebosaba de libros y no cabían.
Hasta
que, hace unos años, paseando por la feria de San Telmo, encontré, en una mesa
de saldos, los dos libros que ilustran este relato.
Cuando
comencé a leerlos tuve plena conciencia de lo que afirmo en el primer párrafo. Ingenieros
fue importante en el ejemplo de vida que me dejó mi viejo.
Ya
conté en otros relatos que él era un autodidacta. Que vino de Curuzú Cuatiá, en
su Corrientes natal, a los veinte años con la secreta ilusión de estudiar
medicina. Pero en la década de 1920 a 1930 eso era una utopía. Creo que ni
siquiera tenía completo el ciclo primario.
Por
eso cuando comencé a leer a Ingenieros y me resultaba un poco dificultoso pensé
cuál habrá sido la comprensión de mi papá sobre esos textos. Seguro que nunca
había leído a Platón, a Montaigne o Helvecio. Ni a Émerson, Guyau o Nietzsche.
A lo mejor buscó en nuestra vieja Enciclopedia Larousse quienes eran. Pero a
medida que avanzaba en los conceptos que el autor quería mostrar recordaba que
mi papá los aplicaba en su vida. Su concepción de la justicia, de la
solidaridad, del trabajo, la dignidad y el deber eran ejemplos claros de lo que
Ingenieros desarrollaba. Nunca fue mediocre. Nunca fue rebaño. Jamás se dejó
llevar por el entorno. Su familia se emborrachaba y a él jamás lo vi ni
chispeado. Todo era moderación. Recuerdo que cuando comencé a salir con mis amigos
me decía: si no querés hacer algo, aunque todos lo hagan vos mantené tus
convicciones.
Además
esta conducta no estaba influida ni provocada por ninguna práctica religiosa
porque no profesábamos ningún culto en casa. Mi padre decía que todas las
religiones tienen buenos propósitos pero los dogmas que cada institución impone
a sus fieles terminan contaminando sus principios éticos. Esto también es de
Ingenieros (Hacia una moral sin dogmas). Un poco más de veinticinco años formé
parte de una institución religiosa y comprobé personalmente estas verdades. Así
fue que, aún antes de leer los libros de esta crónica, ya había regresado al
ateísmo de mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud.
Uno
de los recuerdos más hermosos que conservo es cuando, un año antes de que
partiera, le llevé mi título de Contador Público, convirtiéndome en el primer
integrante de la familia en obtener un título universitario.
Hoy
el ejemplo y la bonhomía de mi padre están más presente que nunca.
Osvaldo
Villalba
25/02/2021
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