Francotirador

 

Haz que el objetivo se sienta

 seguro, y luego ataca.

 "El arte de la seducción"

(2001), Robert Greene


Tres autos negros avanzan velozmente desde la avenida hasta detenerse frente a la entrada del auditorio haciendo chirriar los frenos. Se abren las puertas y baja una nube de guardaespaldas, vestidos de negro y con auriculares en sus oídos. Del auto del medio baja un hombre canoso, regordete, enfundado en un sobretodo gris que prontamente es rodeado por los hombres de negro.

En la terraza del edificio de enfrente un hombre tendido boca abajo enfoca la mira de su fusil apoyado en un trípode. Lentamente desliza su dedo índice en el gatillo.

Suena un disparo. Abajo los hombres de negro, caminando alrededor del funcionario hacia la entrada del auditorio, lo arrojan al suelo y lo cubren con sus cuerpos.

En la terraza de enfrente, una mancha rojiza se extiende a la altura de la cabeza del hombre apostado.

Desde el techo del auditorio desarmo y guardo mi fusil en el estuche. Misión cumplida.

 

Osvaldo Villalba

15/09/2023

 

 


Carátula

 

Todo lo que sucede antes de

 la muerte es lo que cuenta.

"La feria de las tinieblas"

 (1962) - Ray Bradbury

Me calzo el guante de látex, coloco el índice y el mayor en su cuello. No hay pulso. Homicidio, le digo al ayudante.

 

Osvaldo Villalba

15/09/2023


Barrio



Barrio, barrio, que tenés
el alma inquieta de un
gorrión sentimental.
Melodía de Arrabal

Carlos Gardel 

Desde chico me gustó el tango. Tanto que por eso soy de River. Vivíamos en un PH con un pasillo largo. Por lo menos a mí me parecía muy largo. El departamento de mis viejos, el B estaba al fondo. En el medio del pasillo estaba el departamento A, el C y el D estaban en una segunda planta sobre el A y el B respectivamente. Al frente había otro departamento que no tenía letra porque tenía entrada individual. Los vecinos le decíamos “la casita”. En la casita vivía Carlos, un amigo un año mayor que yo. Su tía se había casado con Adolfo Pedernera. Yo tendría 4 o 5 años, y aunque Pedernera ya no jugaba en River – yo en esa época no lo sabía – se hacían reuniones donde venían otros jugadores de River, como Pippo Rossi, Loustau, Yácono y algunos que no recuerdo. En esas reuniones, Adolfo, que era un fanático del tango, me llamaba para que le cantara “Milonguita”, que lo había aprendido de escuchar cantar a mi vieja, y después nos daba monedas a Carlos y a mí. Por supuesto terminé siendo de River y seguí cantando tangos.

Alguna vez pensé que mi inclinación por el 2 x 4 se debía a que fui un pibe de barrio. Pero la realidad es que entre mis amigos era el único. Solamente al Chalo le gustaba el tango. Era el hermano mayor de uno de los pibes de mi barra, Ricky. Casi 4 años mayor, que en ese momento era un montón. Era de la  "barra de los grandes". Y yo me sentía halagado que un pibe de ese grupo, que se juntaban en el boliche, se viniera a sentar conmigo en el umbral de la vidriera de la farmacia, donde parábamos “los chicos”. Él era fanático de Héctor Mauré y yo me había aprendido todo el repertorio para cantar con él.

Hay un montón de tangos que hablan del barrio: “Mi barrio reo…”, “Un pedazo de barrio, allá en Pompeya…”, “Barrio plateado por la luna…”, “Me da pena verte, hoy barrio de Flores…”, “Yo soy del barrio de tres esquinas…”.

 El mío estaba en Constitución, lindando al sur con Barracas, al cruzar Caseros y al oeste con Parque Patricios, más allá de Entre Ríos. Nuestra esquina era Luis Sáenz Peña y 15 de noviembre de 1889, (muchos años después supe que era la fecha de proclamación de la República en Brasil). Ese era nuestro territorio, y no faltaban ocasiones en que había que defenderlo con el cuero de intromisiones de otras barras vecinas.

Jugar a la pelota en la calle, con la “Pulpo”, sobre empedrado, era sólo para habilidosos. Por eso a mí me mandaban siempre al arco. Los “grandes” usufructuaban el asfalto en 15 de Noviembre, donde se podía dominar mejor la redonda.

—Señora. La pelota por favor —se escuchaba cuando la bolea la enviaba a una terraza o entraba por una ventana. La mayoría la devolvía pero nunca faltaba la que se la quedaba “para que dejemos de molestar”, o peor, la devolvía pinchada.

En el verano, con “la calor” los vecinos sacaban los banquitos de mimbre a la calle, o se sentaban directamente en los umbrales de las casas, para absorber un poco el fresco de la noche. No faltaba en esos encuentros el clásico “cuereo” de las comadres.

Como buen barrio no podía faltar el conventillo, también llamado inquilinato. Los había de clase A y clase B. Estos últimos estaban derruidos, con las paredes sin revoque, caños que perdían, “minga de puerta cancel” como dice un tango. Los primeros tenían una infraestructura más habitable. Con paredes pintadas, grandes puertas de madera con herrajes dorados. Todos tenían muchas piezas habitadas por heterogéneos grupos humanos y sociales. Desde familias numerosas muy pobres hasta representantes de la clase trabajadora con incipientes características de clase media. Desde inmigrantes de Europa Central y del Este, italianos, españoles y polacos en su gran mayoría, hasta los primeros llegados del interior buscando trabajo en las fábricas que habían tenido un impulso notorio promediando el siglo XX. Cuando esta migración desde el interior a los grandes centros urbanos se hizo más numerosa, la capacidad habitacional de la Capital se colmó y comenzó a poblarse el Gran Buenos Aires.

Frente a mi casa estaba el conventillo de mi amigo Pocho. Era de los más cuidados. Puerta de dos hojas, de madera maciza, pintada de verde, y los tradicionales herrajes, que sólo se cerraba por la noche. Pasábamos mucho tiempo en sus patios. En la sala que tenía balcones a la calle, vivía el encargado. Era un gallego petiso y retacón, que se ocupaba de cobrar el alquiler y mantener la disciplina entre los moradores. Cada familia ocupaba una pieza, salvo el tano, que tenía dos, porque tenía tres hijos y la suegra. En el fondo un par de baños con letrina y una ducha con calefón a alcohol. Mi amigo era hijo único, como yo. Los polacos eran una pareja mayor —como yo ahora— sin hijos. Con el hombre jugábamos al ajedrez. Me acuerdo además, de la Pili, la hija del encargado, una galleguita hermosa, que nos tenía locos a todos los pibes, y que el padre cuidaba como un cancerbero. Y por supuesto del Indio, nuestro héroe, y su heroína de radionovela, la Rosa.

El Indio era un morocho, de melena renegrida, nariz aguileña, como de 35 años, que ocupaba la pieza del fondo. Se sentaba en el patio y hacía cestos de mimbre. Cada tanto salía a venderlos, nunca supimos donde.

La Rosa tendría unos 30 años, buena figura, morocha teñida de rubia, grandes ojos negros, ropa muy ajustada. Vivía sola en su pieza. Decían que trabajaba en un cabaret. Salía a la noche y volvía a la mañana. Nunca participaba de las discusiones vecinales, tan comunes en el lugar. Tampoco se daba con nadie, más allá de los buenos días, buenas tardes. Con casi nadie, porque la única que entraba a su pieza era la Pili, a escondidas de sus padres, por supuesto. Le encantaba probarse su ropa. Cuando su mamá la llamaba:

—Pili. María del Pilar.

—Está conmigo. Ahora se la mando —la cubría la polaca y la iba a buscar.

Las comadres del barrio, de batón y chancletas, la miraban de reojo y comentaban cuando la veían pasar:

—¿Vio Doña Julia? Que pollera ajustada.

—Y tan corta, Doña Adela. Que desvergonzada —críticas con más envidia que razón.

No era igual la repercusión entre los hombres, que intercambiaban guiños cómplices a su paso mientras admiraban su caminar. Los muchachos más grandes, que paraban en la esquina del boliche, la recibían con un coro de silbidos al verla pasar. Ella, mirada al piso, esbozaba una sonrisa. Todavía me resultan asombrosos los códigos de esa época en que no se escuchaba ni una grosería a las mujeres del barrio.

Ninguno había logrado que la Rosa le diera corte. Los pibes le tirábamos onda, pero con pocas expectativas. Ella, siempre con una sonrisa, nos decía:

—Tranquilo nene, un poco mas de sopa y cuando crezcas hablamos.

 Con el Indio teníamos más relación, aún cuando no conocíamos su verdadero nombre. Todos le decían Indio y él no se molestaba. Es más, le gustaba el apodo.

Una vez le pregunté:

—¿Cuál es tu nombre real, Indio?

—Errol Flynn

—Me estás jodiendo.

—Sí.

Nos sentábamos con él en el patio, frente a su pieza. El Pocho cebaba mate y nos deslumbraba con las historias que nos contaba de su Formosa natal. Él le llamaba “el monte” a lo que hoy conocemos como El Impenetrable. Nos hablaba de yaguaretés, de yararás, y otros bichos. A veces nos permitía entrar a su pieza y nos quedábamos absortos admirando un arco con varias flechas que colgaban de una pared y un machete de monte con empuñadura de hueso y hoja ancha.

—¿Lo usaste en alguna pelea? —le preguntó el Pocho, la primera vez que entramos.

—Es para el trabajo —fue la parca respuesta— Es necesario para abrirte camino en el monte.

Sabíamos que le gustaba la Rosa, por la forma que la miraba cuando pasaba a bañarse. Pero nunca le decía nada, más allá del saludo. Nosotros, sabiéndolo corto, le decíamos:

—Dale Indio. Tirate. Vos sos grande, a vos te va a dar bola.

—El tigre sabe esperar con paciencia — respondía con una sonrisa.

Una vez le pedimos a la Pili que le preguntara a la Rosa que le parecía el Indio. A nosotros no nos iba a contestar. Al otro día estábamos ansiosos por saber la respuesta:

—Pili, ¿Qué te dijo?

—Que le parecía un buen muchacho, que siempre había sido respetuoso con ella, no como otros vecinos, que a excepción de la polaca, le hacían el vacío.

—Pero… ¿Le preguntaste si le gustaba?

—¡Claro niños! —respondió la galleguita— Y me dijo que era muy guapo, pero seguro que no querría saber nada con ella por el trabajo que tenía. Tiene miedo que él piense que está buscando un cliente si se le acerca.

Cuando se lo contamos al Indio, esperando que se pusiera contento, no se le movió ni un pelo. Siguió absorto en su esterilla sin respondernos.

—Mirá que es cierto Indio, —le dijo el Pocho—, no te vamos a hacer una joda con una cosa así.

Dejó la esterilla a un costado, puso su mano sobre mi cabeza, me despeinó, hizo lo mismo con el Pocho y con voz pausada dijo:

—Lo que tenga que suceder, sucederá. Igual gracias —y siguió con su esterilla.

Una tarde, cuando la Rosa se iba a su trabajo, paró un auto frente a la puerta y se bajó un tipo que empezó a increparla. Los pibes comenzamos a gritarle, pero el tipo nos ignoró. Estaba vestido con un traje ajustado y pantalón con botamangas anchas. En el auto venían dos más. Autos y trajes no eran comunes en el barrio. La discusión fue subiendo de tono hasta que el tipo le dio un bofetón a la Rosa. Pocho se fue corriendo adentro y le dijo al Indio.

—Le están pegando a la Rosa.

El Indio largó todo y salió corriendo a la calle. El tipo la tenía agarrada del brazo y estaba por darle otro cachetazo cuando el Indio le gritó:

—Soltala compadrito, que te reviento.

El tipo lo miró, sonrió, soltó a la chica y se encaminó hacia el Indio. Cuando estuvo cerca, se puso en guardia y empezó a bailar como un boxeador.  El Indio se quedó quieto, lo dejó saltar y de repente, como un rayo, sacó su mano derecha y se la embocó en la trompa. El compadrito cayó de espaldas. Un hilo de sangre empezó a salir por su nariz. Los amigos intentaron bajar del auto, pero Axel, el carbonero, que se había acercado, tan sólo con un gesto de su mano, los detuvo. Era un alemán grandote, con camiseta musculosa tiznada. Su determinación fue suficiente para desalentarlos.

El compadrito se levantó, se limpió con un pañuelo, se arregló el traje, subió al auto y se fueron sin decir palabra.

Mientras los pibes lo aplaudíamos, la Rosa, llorando, se refugió en el pecho del Indio. Esa noche no fue a trabajar y él por primera vez desde que llegó al conventillo, no durmió solo.

Los negocios tenían características propias, asimilables a sus dueños. El almacén del gallego Ramón, en la esquina de Luis Saénz Peña y 15 de noviembre, con el despacho de bebidas, comúnmente llamado “boliche”, sobre Sáenz Peña. En el almacén podíamos comprar todo suelto: fideos, porotos, harina, yerba, azúcar. La habilidad del gallego y su familia —trabajaban todos en el almacén— para hacer los paquetes en papel de estraza, haciendo repulgues como a una empanada con las dos manos, y finalizado con unos giros del bulto que cerraban los costados como orejitas paradas, siempre me asombró. El gallego vendía fiado, anotando las compras en la clásica libreta de tapas de hule negra. Cuando mi viejo cobraba la quincena, se pagaba religiosamente la deuda. Los domingos, el almacén estaba cerrado, pero si hacía falta algo de urgencia, por el boliche, te sacaban del apuro. El lugar mostraba varias mesas de madera oscura, lustrosas de acodarse, donde los hombres jugaban al truco, al tute, a la brisca o al mus. Mucho café, algunas cañas, grapas y no faltaba el vermut, con o sin fernet, pero siempre con aceitunas y maníes. Otros preferían la barra, parados, para disfrutar sus tragos. A los pibes nos gustaba ir a comprar los domingos, porque siempre ligábamos aceitunas.

El farmacéutico era el profesional de más prestigio en el barrio. Si bien siempre les aconsejaba a los vecinos que consultaran al médico, cuando era algo simple, terminaba recetándolo él. Los muchachos “grandes” esperaban que esté sólo para comprar preservativos o consultarlo por algún problema venéreo. Siempre estaba dispuesto a colocar inyecciones a domicilio a los ancianos o a los niños enfermos.

Como no existían heladeras, había que hacer los mandados todos los días. La carnicería de Don Manolo, con el encargue de mi vieja:

—Decile que te de cuadril del medio.

—Decile a tu mamá que la media res tiene sólo un cuadril. Volvé cada media hora que cuando llegue al medio te vendo —respondía jocosamente.

Después al almacén, a la panadería y en verano a la fábrica de hielo. Se compraba un cuarto de barra, para poder tomar algo fresco. En mi casa había una heladera, con una tapa arriba donde se colocaba el hielo envuelto en bolsas. Debajo un gabinete de metal con un estante donde se podía guardar leche, manteca, carne o comidas preparadas. Las botellas se ponían directamente sobre el hielo, y el sumun de la tecnología: tenía una canillita abajo para vaciar el agua que producía el hielo al derretirse.

No faltaban los proveedores a domicilio. El lechero, en un carro de dos ruedas, caja con aberturas donde encajaban los tarros, caballo tordillo, que se quedaba mordisqueando los pastitos que crecían en el empedrado, mientras el vasco entraba, departamento por departamento con un tarro más pequeño y un vaso-medida de un litro, y servía con maestría el líquido elemento, que las vecinas recibían directamente en la lechera de aluminio.

También el sodero de la empresa Caprile, repartía con una chata tirada por dos caballos percherones. El canastero tenía un carro en el que colgaba un montón de artículos de mimbre, canastos, sillas, sillones, banquitos. Parecía una esfera de mimbre caminando. Los basureros pasaban en una chata de la municipalidad tirada por cuatro caballos. Sobre la calle Caseros hacia la Avenida Entre Ríos, había un par corralones, donde se guardaban carros, chatas y, por supuesto los caballos. La bosta fresca, mezclada con el aroma del forraje para alimentar a los animales, le daba a los corralones ese olor tan característico. Con la caída del sol, al fin de la jornada, comenzaba el desfile de carros ávidos de descanso. Por eso entiendo al poeta que en Barrio de tango, dice en una de sus estrofas: “Así evoco tus noche barrio ´e tango, con las chatas entrando al corralón”.

El tranvía es otro recuerdo imborrable de mi niñez. Por Sáenz Peña pasaba el 9, que cubría el recorrido de Pompeya a Retiro. Los pibes poníamos en la vía chapitas de cerveza rellenas con carbonilla, azufre y pastillas de potasio desechas (pólvora casera) que reventaban al paso del tranvía. Pasar corriendo por atrás y desenganchar el trole, seguido de los insultos del guarda, era otro de los “deportes” competitivos. También nos fue de mucha utilidad en la adolescencia, cuando comenzaron las fiestas de 15 de las chicas del barrio, para aguantar despiertos entre las cuatro o cinco de la mañana del domingo, cuando terminaba, hasta las nueve o diez que nos juntábamos para ir a jugar al futbol. Allí, tomábamos el tranvía y hacíamos la vuelta completa, a Pompeya primero, hasta Retiro después, y vuelta a casa a la hora del partido. Este miniturismo lo hicimos también cuando comenzó la época de los clásicos “asaltos”, en la casa de la chica que tenía patio grande, Wincofon y padres vigilantes. Ellas hacían los sandwiches y nosotros llevábamos las gaseosas. Las veces que nos fuimos a dormir, ¡chau fútbol!, nos despertábamos pasado el mediodía. El año que cumplí 18 los tranvías dejaron de funcionar. Pero en ese tiempo mi viejo se había podido comprar un Jeep Ika, carrozado y aprendí a manejar. A partir de ahí la barra se motorizó.

A los 22 años me fui del barrio. La vida me llevó por variados caminos. Como dice uno de los versos de “Volver”, las nieves del tiempo platearon mi sien. El año pasado, volviendo de un trámite en Barracas, pasé por Sáenz Peña, paré el auto, me baje, y caminé esas veredas, como tantas veces. El edificio de departamentos de mis viejos tiene una fachada nueva, igual que “la casita”. Donde estaba el conventillo de mi amigo Pocho hay un edificio de departamentos moderno. Ya no está la farmacia ni el almacén. Tampoco la carbonería del alemán. No había pibes en la esquina, ni jugando a la pelota. Cerré los ojos y me pareció oír el griterío en un partido:

—Pasala morfón. Dale que estoy sólo.

—¡Gooool! ¡Tomá! ¡Chupate esa mandarina!

Me vi otra vez sentado en la vidriera de la farmacia, cantando con el Chalo, uno de los éxitos de Héctor Mauré:

Son cosas olvidadas,

esos viejos amores

y al evocar tiempos mejores

se van nublando nuestras miradas.

Son cosas olvidadas

que vuelven desteñidas

y, en la soledad de nuestras vidas,

abren heridas al corazón.

 

Osvaldo Villalba

20/12/2014

N d A: Este relato engloba dos más antiguos que fueron ensamblados para participar en un concurso que, obviamente, no gané.