Desde chico me gustó el tango. Tanto que por eso
soy de River. Vivíamos en un PH con un pasillo largo. Por lo menos a mí me
parecía muy largo. El departamento de mis viejos, el B estaba al fondo. En el
medio del pasillo estaba el departamento A, el C y el D estaban en una segunda
planta sobre el A y el B respectivamente. Al frente había otro departamento que
no tenía letra porque tenía entrada individual. Los vecinos le decíamos “la
casita”. En la casita vivía Carlos, un amigo un año mayor que yo. Su tía se
había casado con Adolfo Pedernera. Yo tendría 4 o 5 años, y aunque Pedernera ya
no jugaba en River – yo en esa época no lo sabía – se hacían reuniones donde
venían otros jugadores de River, como Pippo Rossi, Loustau, Yácono y algunos
que no recuerdo. En esas reuniones, Adolfo, que era un fanático del tango, me
llamaba para que le cantara “Milonguita”, que lo había aprendido de escuchar
cantar a mi vieja, y después nos daba monedas a Carlos y a mí. Por supuesto
terminé siendo de River y seguí cantando tangos.
Alguna vez pensé que mi inclinación por el 2 x 4
se debía a que fui un pibe de barrio. Pero la realidad es que entre mis amigos
era el único. Solamente al Chalo le gustaba el tango. Era el hermano mayor de
uno de los pibes de mi barra, Ricky. Casi 4 años mayor, que en ese momento era
un montón. Era de la "barra de los
grandes". Y yo me sentía halagado que un pibe de ese grupo, que se
juntaban en el boliche, se viniera a sentar conmigo en el umbral de la vidriera
de la farmacia, donde parábamos “los chicos”. Él era fanático de Héctor Mauré y
yo me había aprendido todo el repertorio para cantar con él.
Hay un montón de tangos que hablan del barrio:
“Mi barrio reo…”, “Un pedazo de barrio, allá en Pompeya…”, “Barrio plateado por
la luna…”, “Me da pena verte, hoy barrio de Flores…”, “Yo soy del barrio de
tres esquinas…”.
El mío
estaba en Constitución, lindando al sur con Barracas, al cruzar Caseros y al
oeste con Parque Patricios, más allá de Entre Ríos. Nuestra esquina era Luis
Sáenz Peña y 15 de noviembre de 1889, (muchos años después supe que era la
fecha de proclamación de la República en Brasil). Ese era nuestro territorio, y
no faltaban ocasiones en que había que defenderlo con el cuero de intromisiones
de otras barras vecinas.
Jugar a la
pelota en la calle, con la “Pulpo”, sobre empedrado, era sólo para habilidosos.
Por eso a mí me mandaban siempre al arco. Los “grandes” usufructuaban el
asfalto en 15 de Noviembre, donde se podía dominar mejor la redonda.
—Señora. La pelota por favor —se escuchaba cuando
la bolea la enviaba a una terraza o entraba por una ventana. La mayoría la
devolvía pero nunca faltaba la que se la quedaba “para que dejemos de
molestar”, o peor, la devolvía pinchada.
En el verano, con “la calor” los vecinos sacaban
los banquitos de mimbre a la calle, o se sentaban directamente en los umbrales
de las casas, para absorber un poco el fresco de la noche. No faltaba en esos
encuentros el clásico “cuereo” de las comadres.
Como buen barrio no podía faltar el conventillo,
también llamado inquilinato. Los había de clase A y clase B. Estos últimos
estaban derruidos, con las paredes sin revoque, caños que perdían, “minga de
puerta cancel” como dice un tango. Los primeros tenían una infraestructura más
habitable. Con paredes pintadas, grandes puertas de madera con herrajes
dorados. Todos tenían muchas piezas habitadas por heterogéneos grupos humanos y
sociales. Desde familias numerosas muy pobres hasta representantes de la clase
trabajadora con incipientes características de clase media. Desde inmigrantes
de Europa Central y del Este, italianos, españoles y polacos en su gran
mayoría, hasta los primeros llegados del interior buscando trabajo en las
fábricas que habían tenido un impulso notorio promediando el siglo XX. Cuando
esta migración desde el interior a los grandes centros urbanos se hizo más
numerosa, la capacidad habitacional de la Capital se colmó y comenzó a poblarse
el Gran Buenos Aires.
Frente a mi casa estaba el
conventillo de mi amigo Pocho. Era de los más cuidados. Puerta de dos hojas, de
madera maciza, pintada de verde, y los tradicionales herrajes, que sólo se
cerraba por la noche. Pasábamos mucho tiempo en sus patios. En la sala que
tenía balcones a la calle, vivía el encargado. Era un gallego petiso y retacón,
que se ocupaba de cobrar el alquiler y mantener la disciplina entre los moradores.
Cada familia ocupaba una pieza, salvo el tano, que tenía dos, porque tenía tres
hijos y la suegra. En el fondo un par de baños con letrina y una ducha con
calefón a alcohol. Mi amigo era hijo único, como yo. Los polacos eran una
pareja mayor —como yo ahora— sin hijos. Con el hombre jugábamos al ajedrez. Me
acuerdo además, de la Pili, la hija del encargado, una galleguita hermosa, que
nos tenía locos a todos los pibes, y que el padre cuidaba como un cancerbero. Y
por supuesto del Indio, nuestro héroe, y su
heroína de radionovela, la Rosa.
El
Indio era un morocho, de melena renegrida, nariz aguileña, como de 35 años, que
ocupaba la pieza del fondo. Se sentaba en el patio y hacía cestos de mimbre.
Cada tanto salía a venderlos, nunca supimos donde.
La
Rosa tendría unos 30 años, buena figura, morocha teñida de rubia, grandes ojos
negros, ropa muy ajustada. Vivía sola en su pieza. Decían que trabajaba en un
cabaret. Salía a la noche y volvía a la mañana. Nunca participaba de las
discusiones vecinales, tan comunes en el lugar. Tampoco se daba con nadie, más
allá de los buenos días, buenas tardes. Con casi nadie, porque la única que
entraba a su pieza era la Pili, a escondidas de sus padres, por supuesto. Le
encantaba probarse su ropa. Cuando su mamá la llamaba:
—Pili.
María del Pilar.
—Está
conmigo. Ahora se la mando —la cubría la polaca y la iba a buscar.
Las
comadres del barrio, de batón y chancletas, la miraban de reojo y comentaban
cuando la veían pasar:
—¿Vio
Doña Julia? Que pollera ajustada.
—Y
tan corta, Doña Adela. Que desvergonzada —críticas con más envidia que razón.
No
era igual la repercusión entre los hombres,
que intercambiaban guiños cómplices a su paso
mientras admiraban su caminar. Los muchachos más grandes, que paraban en la
esquina del boliche, la recibían con un coro de silbidos al verla pasar. Ella,
mirada al piso, esbozaba una sonrisa. Todavía me resultan asombrosos los
códigos de esa época en que no se escuchaba ni una grosería a las mujeres del
barrio.
Ninguno había logrado que la Rosa
le diera corte. Los pibes le tirábamos onda, pero con pocas expectativas. Ella,
siempre con una sonrisa, nos decía:
—Tranquilo
nene, un poco mas de sopa y cuando crezcas hablamos.
Con el Indio teníamos más relación, aún cuando
no conocíamos su verdadero nombre. Todos le decían Indio y él no se molestaba.
Es más, le gustaba el apodo.
Una
vez le pregunté:
—¿Cuál
es tu nombre real, Indio?
—Errol
Flynn
—Me
estás jodiendo.
—Sí.
Nos
sentábamos con él en el patio, frente a su pieza. El Pocho cebaba mate y nos
deslumbraba con las historias que nos contaba de su Formosa natal. Él le
llamaba “el monte” a lo que hoy conocemos como El Impenetrable. Nos hablaba de
yaguaretés, de yararás, y otros bichos. A veces nos permitía entrar a su pieza
y nos quedábamos absortos admirando un arco con varias flechas que colgaban de
una pared y un machete de monte con empuñadura de hueso y hoja ancha.
—¿Lo
usaste en alguna pelea? —le preguntó el Pocho, la primera vez que entramos.
—Es
para el trabajo —fue la parca respuesta— Es necesario para abrirte camino en el
monte.
Sabíamos
que le gustaba la Rosa, por la forma que la miraba cuando pasaba a bañarse.
Pero nunca le decía nada, más allá del saludo. Nosotros, sabiéndolo corto, le
decíamos:
—Dale
Indio. Tirate. Vos sos grande, a vos te va a dar bola.
—El
tigre sabe esperar con paciencia — respondía con una sonrisa.
Una
vez le pedimos a la Pili que le preguntara a la Rosa que le parecía el Indio. A
nosotros no nos iba a contestar. Al otro día estábamos ansiosos por saber la
respuesta:
—Pili,
¿Qué te dijo?
—Que
le parecía un buen muchacho, que siempre había sido respetuoso con ella, no
como otros vecinos, que a excepción de la polaca, le hacían el vacío.
—Pero…
¿Le preguntaste si le gustaba?
—¡Claro
niños! —respondió la galleguita— Y me dijo que era muy guapo, pero seguro que
no querría saber nada con ella por el trabajo que tenía. Tiene miedo que él
piense que está buscando un cliente si se le acerca.
Cuando
se lo contamos al Indio, esperando que se pusiera contento, no se le movió ni
un pelo. Siguió absorto en su esterilla sin respondernos.
—Mirá
que es cierto Indio, —le dijo el Pocho—, no te vamos a hacer una joda con una
cosa así.
Dejó
la esterilla a un costado, puso su mano sobre mi cabeza, me despeinó, hizo lo
mismo con el Pocho y con voz pausada dijo:
—Lo
que tenga que suceder, sucederá. Igual gracias —y siguió con su esterilla.
Una
tarde, cuando la Rosa se iba a su trabajo, paró un auto frente a la puerta y se
bajó un tipo que empezó a increparla. Los pibes comenzamos a gritarle, pero el
tipo nos ignoró. Estaba vestido con un traje ajustado y pantalón con botamangas
anchas. En el auto venían dos más. Autos y trajes no eran comunes en el barrio.
La discusión fue subiendo de tono hasta que el tipo le dio un bofetón a la
Rosa. Pocho se fue corriendo adentro y le dijo al Indio.
—Le
están pegando a la Rosa.
El
Indio largó todo y salió corriendo a la calle. El tipo la tenía agarrada del
brazo y estaba por darle otro cachetazo cuando el Indio le gritó:
—Soltala
compadrito, que te reviento.
El
tipo lo miró, sonrió, soltó a la chica y se encaminó hacia el Indio. Cuando
estuvo cerca, se puso en guardia y empezó a bailar como un boxeador. El Indio se quedó quieto, lo dejó saltar y de
repente, como un rayo, sacó su mano derecha y se la embocó en la trompa. El
compadrito cayó de espaldas. Un hilo de sangre empezó a salir por su nariz. Los
amigos intentaron bajar del auto, pero Axel, el carbonero, que se había
acercado, tan sólo con un gesto de su mano, los detuvo. Era un alemán grandote,
con camiseta musculosa tiznada. Su determinación fue suficiente para
desalentarlos.
El
compadrito se levantó, se limpió con un pañuelo, se arregló el traje, subió al
auto y se fueron sin decir palabra.
Mientras los pibes lo aplaudíamos,
la Rosa, llorando, se refugió en el pecho del Indio. Esa noche no fue a
trabajar y él por primera vez desde que llegó al conventillo, no durmió solo.
Los negocios tenían características propias,
asimilables a sus dueños. El almacén del gallego Ramón, en la esquina de Luis
Saénz Peña y 15 de noviembre, con el despacho de bebidas, comúnmente llamado
“boliche”, sobre Sáenz Peña. En el almacén podíamos comprar todo suelto:
fideos, porotos, harina, yerba, azúcar. La habilidad del gallego y su familia
—trabajaban todos en el almacén— para hacer los paquetes en papel de estraza,
haciendo repulgues como a una empanada con las dos manos, y finalizado con unos
giros del bulto que cerraban los costados como orejitas paradas, siempre me
asombró. El gallego vendía fiado, anotando las compras en la clásica libreta de
tapas de hule negra. Cuando mi viejo cobraba la quincena, se pagaba religiosamente
la deuda. Los domingos, el almacén estaba cerrado, pero si hacía falta algo de
urgencia, por el boliche, te sacaban del apuro. El lugar mostraba varias mesas
de madera oscura, lustrosas de acodarse, donde los hombres jugaban al truco, al
tute, a la brisca o al mus. Mucho café, algunas cañas, grapas y no faltaba el
vermut, con o sin fernet, pero siempre con aceitunas y maníes. Otros preferían
la barra, parados, para disfrutar sus tragos. A los pibes nos gustaba ir a
comprar los domingos, porque siempre ligábamos aceitunas.
El farmacéutico era el profesional de más
prestigio en el barrio. Si bien siempre les aconsejaba a los vecinos que
consultaran al médico, cuando era algo simple, terminaba recetándolo él. Los
muchachos “grandes” esperaban que esté sólo para comprar preservativos o
consultarlo por algún problema venéreo. Siempre estaba dispuesto a colocar
inyecciones a domicilio a los ancianos o a los niños enfermos.
Como no
existían heladeras, había que hacer los mandados todos los días. La carnicería
de Don Manolo, con el encargue de mi vieja:
—Decile que te
de cuadril del medio.
—Decile a tu mamá que la media res tiene sólo un
cuadril. Volvé cada media hora que cuando llegue al medio te vendo —respondía
jocosamente.
Después al almacén, a la panadería y en verano a
la fábrica de hielo. Se compraba un cuarto de barra, para poder tomar algo
fresco. En mi casa había una heladera, con una tapa arriba donde se colocaba el
hielo envuelto en bolsas. Debajo un gabinete de metal con un estante donde se
podía guardar leche, manteca, carne o comidas preparadas. Las botellas se
ponían directamente sobre el hielo, y el sumun de la tecnología: tenía una
canillita abajo para vaciar el agua que producía el hielo al derretirse.
No faltaban los proveedores a domicilio. El
lechero, en un carro de dos ruedas, caja con aberturas donde encajaban los
tarros, caballo tordillo, que se quedaba mordisqueando los pastitos que crecían
en el empedrado, mientras el vasco entraba, departamento por departamento con
un tarro más pequeño y un vaso-medida de un litro, y servía con maestría el
líquido elemento, que las vecinas recibían directamente en la lechera de
aluminio.
También el sodero de la empresa Caprile,
repartía con una chata tirada por dos caballos percherones. El canastero tenía
un carro en el que colgaba un montón de artículos de mimbre, canastos, sillas,
sillones, banquitos. Parecía una esfera de mimbre caminando. Los basureros
pasaban en una chata de la municipalidad tirada por cuatro caballos. Sobre la
calle Caseros hacia la Avenida Entre Ríos, había un par corralones, donde se
guardaban carros, chatas y, por supuesto los caballos. La bosta fresca,
mezclada con el aroma del forraje para alimentar a los animales, le daba a los
corralones ese olor tan característico. Con la caída del sol, al fin de la
jornada, comenzaba el desfile de carros ávidos de descanso. Por eso entiendo al
poeta que en Barrio de tango, dice en una de sus estrofas: “Así evoco tus noche
barrio ´e tango, con las chatas entrando al corralón”.
El tranvía es otro recuerdo imborrable de mi
niñez. Por Sáenz Peña pasaba el 9, que cubría el recorrido de Pompeya a Retiro.
Los pibes poníamos en la vía chapitas de cerveza rellenas con carbonilla,
azufre y pastillas de potasio desechas (pólvora casera) que reventaban al paso
del tranvía. Pasar corriendo por atrás y desenganchar el trole, seguido de los
insultos del guarda, era otro de los “deportes” competitivos. También nos fue
de mucha utilidad en la adolescencia, cuando comenzaron las fiestas de 15 de
las chicas del barrio, para aguantar despiertos entre las cuatro o cinco de la
mañana del domingo, cuando terminaba, hasta las nueve o diez que nos juntábamos
para ir a jugar al futbol. Allí, tomábamos el tranvía y hacíamos la vuelta
completa, a Pompeya primero, hasta Retiro después, y vuelta a casa a la hora
del partido. Este miniturismo lo hicimos también cuando comenzó la época de los
clásicos “asaltos”, en la casa de la chica que tenía patio grande, Wincofon y
padres vigilantes. Ellas hacían los sandwiches y nosotros llevábamos las gaseosas.
Las veces que nos fuimos a dormir, ¡chau fútbol!, nos despertábamos pasado el
mediodía. El año que cumplí 18 los tranvías dejaron de funcionar. Pero en ese
tiempo mi viejo se había podido comprar un Jeep Ika, carrozado y aprendí a
manejar. A partir de ahí la barra se motorizó.
A los 22 años
me fui del barrio. La vida me llevó por variados caminos. Como dice uno de los
versos de “Volver”, las nieves del tiempo platearon mi sien. El año pasado,
volviendo de un trámite en Barracas, pasé por Sáenz Peña, paré el auto, me
baje, y caminé esas veredas, como tantas veces. El edificio de departamentos de
mis viejos tiene una fachada nueva, igual que “la casita”. Donde estaba el
conventillo de mi amigo Pocho hay un edificio de departamentos moderno. Ya no
está la farmacia ni el almacén. Tampoco la carbonería del alemán. No había
pibes en la esquina, ni jugando a la pelota. Cerré los ojos y me pareció oír el
griterío en un partido:
—Pasala morfón.
Dale que estoy sólo.
—¡Gooool! ¡Tomá! ¡Chupate esa mandarina!
Me vi otra vez sentado en la vidriera de la
farmacia, cantando con el Chalo, uno de los éxitos de Héctor Mauré:
Son cosas olvidadas,
esos viejos amores
y al evocar tiempos mejores
se van nublando nuestras miradas.
Son cosas olvidadas
que vuelven desteñidas
y, en la soledad de nuestras vidas,
abren heridas al corazón.
Osvaldo Villalba
20/12/2014
N d A: Este relato engloba dos más antiguos que fueron ensamblados para participar en un concurso que, obviamente, no gané.