Yarará




“No temo a la muerte”, decía,
y seguro que decía la verdad.
Pero y a lo demás, ¿Le temía?
Al dolor de estar sin ellas, de que
ellas estuvieran sin él, de que
la vida continuara a pesar de
su ausencia. El miedo a ser
un recuerdo, una anécdota.
“Tuve un padre y se murió”

Carmen Amoraga
“La vida era eso”

El calor es insoportable. Se sienta al borde de la cama hasta que la somnolencia se disipa. Herminia, su mujer, duerme con las piernas encogidas. Se para despacio para no despertarla. Espía por el borde de la cortina. Afuera todo es negro todavía. Apenas se ve una línea de claridad hacia el lado del río. Calcula que deben faltar un par de horas para que amanezca.

Va hasta el fogón y atiza el rescoldo, tira un par de astillas y cuando encienden pone la pava y, mientras prepara el mate, acerca la parrilla con el trozo de carne que quedó de anoche. Sale al patio, bombea un par de veces en la batea y se refresca.

Entra al rancho y el agua ya está a punto. Mientras ceba y come el churrasco, observa a los gurises que duermen en los catres al otro extremo de la pieza. Están creciendo rápido. Hortensia, la mayor va para trece, Héctor tiene diez y Horacio seis recién cumplidos. En invierno pasan la semana en la escuela y el sábado y domingo en casa. Ahora en enero están de vacaciones.

Durante el verano Hortensia acompaña a la madre que trabaja en el casco de los Voith. Los otros se quedan haciendo lío en el rancho mientras Ramón, el Moncho para todos, se desloma en la yerbatera de lunes a sábado.

Pero hoy es domingo y Moncho, quiere ir a recorrer las trampas para ver si el almuerzo de hoy puede ser distinto.

Se pone la camisa, las botas para el monte, la bolsa de lona en bandolera, el sombrero de ala ancha y el machete en la cintura.

—¿Ya te vas? —pregunta Herminia.

—Sí, sí. Quiero volver antes del mediodía. Tené el fuego prendido. Que los gurises barran el gallinero. Así no están toda la mañana al pedo.

Toma el camino que va al río. Ya comenzó a clarear. Después de media hora de caminata encuentra el sendero que él mismo abrió para colocar las trampas. Se interna hacia el oeste en el monte.

Sabe cuáles son las especies protegidas que debe soltar y aquellas que por ser consideradas plagas se pueden cazar. Tiene claro que tampoco serviría atrapar, aunque se pudiera, una corzuela o un pecarí porque es un animal muy grande para su familia y no se aprovecharía. Mientras avanza piensa: "me basta con un conejo o una liebre, que alguien introdujo hace mucho y se reproducen...como liebres". Sonríe con su propio chiste.

Las dos primeras trampas están vacías. "Si algún animal cayó —piensa—, escapó o alguien pasó antes que yo y se lo llevó."

 

El ofidio lleva dos noches de caza infructuosa. Sufre mucho el calor y prefiere guardarse cuando el sol abrasa. Se está retirando cuando el aroma de la presa golpea sus glándulas olfativas. Se aproxima y la ve debatiéndose por salir de un pozo profundo. Prepara su ataque en el momento que las vibraciones del piso le indican que algo se acerca. Se repliega y esconde en el follaje.

 

Moncho llega a la tercera y a través de las ramas ve algo que se mueve en el fondo. Parece un conejo. Se arrodilla en el borde y mete la mano para agarrarlo en el momento que, como un latigazo, el ofidio muerde su mano en el dorso, cerca de la muñeca.

—¡Mierda! —grita Moncho al tiempo que sacude el brazo.

Con la izquierda saca el machete pero el ofidio desapareció entre los arbustos. Un dolor punzante en el lugar de la mordedura justo donde se ve las dos marcas de los colmillos que comienzan a sangrar. "Debo mantener la calma" —piensa Moncho mientras trata de recordar los consejos que les dio el año pasado un doctor del micro sanitario que pasó por el pueblo. "Claro, uno siempre piensa que no le va a pasar. A ver: no torniquete, no chupar, inmovilizar la zona, sacar la ropa, atenderse enseguida".

Se saca la camisa, pone el brazo derecho contra su pecho sostenido en las manijas de la bolsa de lona y con la izquierda saca el conejo del pozo y lo suelta.

Sale al camino. Se tiene que atender enseguida. No vuelve a su casa sino sigue hacia el río donde está el puesto de Gendarmería.

La mano ya está hinchada hasta los dedos y tomando una coloración morada. Le duele mucho. Tiene por delante como media hora más de camino. Mientras apura el paso, no puede dejar de pensar en un cuento que trajo una vez Hortensia del colegio, de un escritor que se llama Horacio, como su hijo más chico, pero no recuerda el apellido, donde una yarará lo pica al honbre y tarda tanto en llegar a atenderse que se termina muriendo. "A mí no me va a pasar" —se dice— "En un rato estaré en el destacamento. Por lo menos no me picó en las patas y puedo caminar"

Parece que el camino es más largo que nunca. Siente una puntada en el codo. El antebrazo también se está hinchando. Una arcada lo hace detenerse. Respira hondo. Se le pasa. Sigue. Tiene miedo. No miedo a morir, eso es un paso. En su vida vio mucha muerte. Es no ver crecer a sus hijos. Es dejar a su mujer sola. Recuerda una canción que escuchó hace un tiempo: Volver en guitarra. “Sería bueno –piensa—morir y volver en árbol y de su madera en guitarra. A lo mejor después alguno de mis hijos toque en ella un chamamé.”

Se siente mareado. Por lo que lleva caminando debe estar cerca. A la salida de una curva ve el mástil y la bandera del destacamento. Nunca amó tanto su bandera como en ese momento.

El gendarme de guardia lo ve venir tambaleante y sale a buscarlo.

—Moncho. ¿Qué te pasa?

—Yarará —alcanza a decirle al tiempo que el agente lo toma por debajo del brazo y lo ayuda a entrar al destacamento.

El oficial a cargo ordena que preparen el jeep y avisa por handy al hospital que lo llevan.

 

Moncho abre los ojos y Herminia y sus hijos lo están mirando. Está en la sala de internación con suero en el brazo izquierdo. La mano le duele un poco pero está menos hinchada.

—Se me consumió el fuego —le dice su mujer sonriendo.

—Es que me ganaron de mano. Mejor dicho, me ganaron la mano —responde Moncho mostrando las huellas del combate.

 

Osvaldo Villalba

27/12/2021


N de A: La canción mencionada en el relato, Volver en guitarra, es la que inspiró el mismo. Fue escuchada por el autor en la voz de la cantante santafecina Patricia Gómez, a quien conoció en forma virtual por una entrevista realizada por la escritora Natalia Sordi. La pieza corresponde al músico y cantante santafecino Roberto Galarza (1932-2008)


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ALGO PARA CONTAR


En esta oportunidad comparto mi Primer Libro Electrónico. Es una recopilación de mis cuentos preferidos. Se realizó sin editorial ni Diseño de Portada. Todo hecho en casa. Es de distribución gratuita y quienes deseen incursionar en él no tiene más que bajarlo.

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La música del mar


El mar sigue cantando
cuando pierde una ola
José Ángel Buesa

Ningún sonido es tan constante y particular como el que producen las olas en las rompientes de nuestras costas. Ya sea varios metros adentro o sobre el límite húmedo de la playa, aquellos que solemos frecuentarlas, podemos reconocerlo con los ojos cerrados. Otro tanto pasa con el olfato. El aroma del mar nos penetra apenas nos acercamos. Basta mirar la foto para que ambos se reproduzcan con nitidez en nuestra mente.

Ésta es la primera vez en los últimos treinta y un años que no salimos de vacaciones. Aquel verano de 1990 estaba sin trabajo. Después de ser el jefe de Contaduría por diez años la empresa determinó que no encajaba en el perfil que requerían. Un poco lentos para darse cuenta. Me despidieron en el mes de noviembre y en Buenos Aires es bastante difícil encontrar trabajo en verano. Pero este año es diferente. La pandemia cambió el mundo. Y tal vez por mucho tiempo no retornemos a la normalidad que conocíamos. Y como siempre pasa, lo que no apreciamos por considerarlo rutinario, cobra importancia cuando lo perdemos.

Para combatir la nostalgia me puse a ver fotos y videos de Villa Gesell. A medida que recorría los archivos la música del mar resonaba en mis oídos. Estaba finalizando el año 2013 cuando una serie de imágenes me llevó a la mañana del 4 de marzo de ese año.

Era un día nublado, había llovido en la madrugada y, con mi esposa, aprovechábamos los mejoramientos temporarios para salir a caminar. Nos dirigimos hacia el muelle. Cuando estábamos a unos cien metros vimos un bulto negro entre los pilotes. Pensamos que sería alguno de los tantos perros callejeros que deambulan por allí. A medida que nos acercábamos otras personas se habían detenido a mirarlo. Llegamos y nos sacamos la duda. Era un lobito.


Seguramente alguna corriente lo había alejado de la manada. Era muy chiquito. Con una pareja de jóvenes y dos señoras comenzamos a llamar a Mundo Marino y Greenpeace pero todos respondían con excusas. Alguien dijo que en Gesell había una oficina de fauna marina. Consultamos con un guardavidas. No tenía ni idea. Mientras lo cuidábamos para que no se le acercaran perros, temblábamos de frío. Finalmente alguien se comunicó con la oficina de turismo y nos dieron un número. El lobito posaba para las fotos.


Cuando nos pudimos comunicar dijeron que vendrían en media hora más o menos. Finalmente aparecieron. Después de casi una hora, en un jeep desvencijado. La mala onda que traía el chofer se sentía más que las olas.


Bajó con otro ayudante y con una red y una jaula pudo reducirlo. El pequeño les dio bastante pelea.



       Una de las señoras le preguntó donde lo llevaban. El tipo responde:
       —A la zona del faro, donde no haya humanos. ¿Se entiende?
       A esa altura ya tenía ganas de boxearlo. Por suerte la señora fue más rápida en responder:
       —Estos humanos somos los que lo llamamos y nos quedamos cuidándolo para que no lo atacaran los perros.
       —Sí, porque estaban en la playa —le dice el tipo.
       —Claro —dije—, es un día ideal para estar en la playa. Con un viento de 50 Km por hora y más frío que en invierno. Genial para estar parado aquí una hora.
       —Hicieron bien en llamar —dijo sonriendo.
       “Mejor no agrego más nada”, pensé. “Lo que importa es que lobito está a salvo”.

Osvaldo Villalba

19/03/2021


Bardo


Es parentesco sin sangre

una amistad verdadera

Pedro Calderón de la Barca

 

Salgo por un portón ancho y me encuentro en la avenida Corrientes. No recuerdo cómo llegué ahí. Miro alrededor. Enfrente está la estación del Ferrocarril Urquiza. A mi derecha un boulevard con paradas de colectivos. Y allí la famosa pizzería Imperio.

Me parece que la forma más rápida de ir al barrio es tomar el subte hasta el obelisco y allí hacer la combinación a Constitución. Busco en los bolsillos de mi pantalón pero no tengo ni una moneda. Debe ser porque me puse el del traje nuevo y no pasé la traba metálica con los billetes que siempre llevo en el jean. Creo que la última vez que usé el traje fue para el casamiento de mi hermana hace como dos años. Lo raro es que no tengo el saco, estoy con la única camisa de vestir que tengo. En el barrio siempre uso remeras o chombas.

Cualquier cosa, si está el guardia, le lloro la carta a ver si me deja pasar. En los molinetes no hay nadie así que paso sin problemas. Los pocos pasajeros que están en el andén llevan barbijos puestos. Claro, estamos en medio de una pandemia. Y yo no tengo. A ver si me increpan. Me pongo la mano en la boca y agacho la cabeza para disimular. Parece que no les importa porque ni me miran. Mejor.

En el subte viaja poca gente. Igual hay algunos parados. Me ubico en un rincón mirando por la ventanilla para no llamar la atención. Parece que da resultado.

Ya estoy en el barrio. En la puerta del café donde nos juntamos con los pibes. Allí veo al Rolo y al Quique en la mesa del fondo. Les grito desde la puerta pero no me dan ni bola. ¿El Rolo está llorando? Me acerco despacio para escuchar qué hablan.

—Le pasó por mi culpa —dice el Rolo sollozando.

—No te persigás —lo consuela el Quique—. No tenías otra. El tipo ya vino buscando cachengue. Y cuando la encaró a tu hermana no te quedó otra que bajar cancha. Y los logis que venían con él eran unos gatos. Quisieron copar y no los íbamos a dejar. Sólo queríamos boxearlos pero el hijoeputa cagón peló un fierro y le pegó dos corchazos al gordo. Podría habernos pasado a cualquiera. Le tocó a él. Ahora está en una caja en la Chaca y el punto anda suelto. Pero ya lo vamos a encontrar.

¿Dos corchazos? ¿A mí?

—¡Eh, locos! Estoy aquí —les grito. — Pero no me registran.

Osvaldo Villalba

06/03/2021


 

El cofre


 


Los secretos más grandes

se ocultan siempre en los

lugares más inverosímiles

Roal Dahl

 

Estaciona la moto en el garaje del Lote 205. Es una casa de dos plantas, con tejas francesas y madera lustrada en la galería del porche. Tuvo que enganchar el tráiler a la moto porque, además de la bordeadora y el rastrillo, trajo la pala de punta, la pala ancha y el pico. Normalmente los dos primeros caben atados en el portaequipajes de la moto.

Los viernes es el último día de trabajo ya que los fines de semana el country no permite el ingreso de jardineros. Hoy sólo trabajará ahí. La señora Marysol le pidió que, previo al retoque del césped y el cerco vivo, trasplantara un ficus a la parte de atrás del lote.

Marysol vive sola en la casa. Los chismes, que en el country corren más que en un conventillo de San Telmo, dicen que su marido se fue hace cinco años y nunca más se supo. Incluso en la guardia el lote figura sólo a su nombre y está registrada como soltera. Con él siempre es amable. Le alcanza algo fresco en verano o un café en invierno. Algo que no todos los propietarios hacen. Inclusive ella es la única que lo llama por su nombre de pila, José. El resto, los guardias, los empleados del country y sus otros clientes lo conocen por su apellido, Núñez.

Empieza a cavar primero en el lugar donde va a colocar el árbol para que, cuando lo saque, esté el menor tiempo posible fuera de la tierra. Deja a un costado el rollo de alambre y los tensores que trajo para asegurar el pino en su nuevo espacio hasta que las raíces se agarren bien a la tierra. Luego sigue marcando un círculo de un metro de radio alrededor del árbol para no dañar las raíces principales. Por suerte el ficus es joven y no es muy alto. Con la carretilla que pidió prestada en Mantenimiento va a poder llevarlo atrás sin ayuda. Vino más temprano que otras veces por si se presentan dificultades. La señora debe estar durmiendo todavía.

Hace calor. Piensa en los que le dicen “que suerte que tenés de trabajar todo el día al aire libre”. No se imaginan lo que es cortar el pasto con dos grados y un viento de 50 km por hora. O estar bajo el sol cuando hay 34° a la sombra.

El pozo está alcanzando el metro de profundidad. Comprueba que el tronco se mueve. Ya puede intentar sacarlo. Clava la pala por debajo del árbol y golpea algo duro. No puede ser una raíz porque sonó metálico. Cava alrededor, saca la tierra floja y ve la parte superior de una valija de metal. Corta las raíces que faltan y retira el árbol, apoyándolo sobre la carretilla. Sigue cavando hasta dejar el cofre al descubierto. Es rectangular de unos treinta centímetros por veinte. Está cerrado con un candado muy oxidado. Mejor le avisa a la señora Marysol aunque tenga que despertarla. 

Golpea las manos justo cuando ella sale con un vaso de gaseosa en la mano.

—Buen día señora. Viene justo. Encontré el tesoro de los piratas —bromea.

—¿Tesoro? ¿Cuál tesoro? —se acerca intrigada.

José le muestra el pozo que contiene la valija.

—Apareció debajo del árbol.

—Ese árbol lo plantó mi marido —dice ella. —Tráigalo por favor, José.

Saca el cofre y lo lleva a una mesa que está en el porche.

—¿Puede romper el candado? —pregunta Marysol

José asiente con la cabeza y va al garaje donde dejó el tráiler. Regresa con un cortafierros y un martillo. En dos golpes el candado salta. Él se retira hacia el jardín para dejarla sola.

—No, venga —le dice ella—. No me diga que es supersticioso.

—No, no —se ríe—. Sólo que cuidaba su intimidad.

—No es necesario. Venga, descubramos que tiene adentro.

Marysol levanta la tapa y saca una bolsa de plástico. Adentro hay un montón de pasaportes, de Polonia, Francia, Irán, Bélgica y Rumania. Todos con la misma foto pero con diferentes nombres.

—Ahora entiendo —dice con bronca—. Este hijo de perra era un espía.

 

Osvaldo Villalba

27/02/2021


Un gran ejemplo


Hay algo humano, más duradero que

la supersticiosa fantasmagoría de lo

divino: el ejemplo de las altas virtudes.

El hombre mediocre (1913)

José Ingenieros

 

José Ingenieros fue un escritor muy importante en mi infancia y adolescencia, aunque recién lo leí de adulto. El lector se preguntará cómo es posible esto. Es que sus libros eran las lecturas preferidas de mi padre.

Confieso que a los quince años intenté leerlos pero no entendí nada. Cuando él murió vendimos con mi madre el departamento donde habían vivido desde mucho antes que yo naciera y compramos un departamento un poco más moderno para ella. Allí fue la biblioteca que era mía y de mi viejo. Años después, cuando murió mi madre, no recuerdo donde fueron a parar los libros. En mi casa de ese momento mi biblioteca rebosaba de libros y no cabían.

Hasta que, hace unos años, paseando por la feria de San Telmo, encontré, en una mesa de saldos, los dos libros que ilustran este relato.

Cuando comencé a leerlos tuve plena conciencia de lo que afirmo en el primer párrafo. Ingenieros fue importante en el ejemplo de vida que me dejó mi viejo.

Ya conté en otros relatos que él era un autodidacta. Que vino de Curuzú Cuatiá, en su Corrientes natal, a los veinte años con la secreta ilusión de estudiar medicina. Pero en la década de 1920 a 1930 eso era una utopía. Creo que ni siquiera tenía completo el ciclo primario.

Por eso cuando comencé a leer a Ingenieros y me resultaba un poco dificultoso pensé cuál habrá sido la comprensión de mi papá sobre esos textos. Seguro que nunca había leído a Platón, a Montaigne o Helvecio. Ni a Émerson, Guyau o Nietzsche. A lo mejor buscó en nuestra vieja Enciclopedia Larousse quienes eran. Pero a medida que avanzaba en los conceptos que el autor quería mostrar recordaba que mi papá los aplicaba en su vida. Su concepción de la justicia, de la solidaridad, del trabajo, la dignidad y el deber eran ejemplos claros de lo que Ingenieros desarrollaba. Nunca fue mediocre. Nunca fue rebaño. Jamás se dejó llevar por el entorno. Su familia se emborrachaba y a él jamás lo vi ni chispeado. Todo era moderación. Recuerdo que cuando comencé a salir con mis amigos me decía: si no querés hacer algo, aunque todos lo hagan vos mantené tus convicciones.

Además esta conducta no estaba influida ni provocada por ninguna práctica religiosa porque no profesábamos ningún culto en casa. Mi padre decía que todas las religiones tienen buenos propósitos pero los dogmas que cada institución impone a sus fieles terminan contaminando sus principios éticos. Esto también es de Ingenieros (Hacia una moral sin dogmas). Un poco más de veinticinco años formé parte de una institución religiosa y comprobé personalmente estas verdades. Así fue que, aún antes de leer los libros de esta crónica, ya había regresado al ateísmo de mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud.

Uno de los recuerdos más hermosos que conservo es cuando, un año antes de que partiera, le llevé mi título de Contador Público, convirtiéndome en el primer integrante de la familia en obtener un título universitario.

Hoy el ejemplo y la bonhomía de mi padre están más presente que nunca.

Osvaldo Villalba

25/02/2021


 

Ascenso


El fútbol que vale es el que

uno guarda en el recuerdo.

Roberto Fontanarrosa

 

—Estoy nervioso —le dije.

—Tranquilo. Vamos a ganar —respondió mi primo con su aplomo de siempre.

Admiraba su seguridad. Tal vez porque a mí me faltaba. Además teníamos una relación que yo percibía más estrecha que con cualquiera de los demás familiares de su mujer, quien, en realidad, era mi prima hermana. Y eso a pesar de la diferencia de edad. Yo tenía dieciséis años y él andaba por los treinta y pico. Era segundo comandante, o algo así, de Gendarmería y sin embargo, conmigo, que sabía que no me gustaban los militares porque los veía autoritarios, no lo parecía. Hoy pienso que tal vez en la intimidad de su hogar, con su familia, podría serlo.

Pero mi incondicionalidad había nacido tres años antes, en el invierno de 1957, cuando viajó a Buenos Aires, —estaba destinado en Malargüe—, seguramente para programar su traslado que se daría a fines de ese año o principio del siguiente. Un día vino a casa de mis padres, me llevó a la proveeduría de Gendarmería y me compró mi primer blue-jean más una campera de cuero negra como las que soñábamos viendo a James Dean y Sal Mineo en Rebelde con causa. Nunca supe si fue un regalo o mis padres le pagaron. Él era el artífice.

La tribuna visitante del estadio de Talleres de Remedios de Escalada reventaba de hinchas. Faltaban tres fechas para terminar el campeonato pero con la diferencia de puntos que ostentaba Los Andes sobre el segundo bastaba ganar ese partido para ser campeones.

Todo había empezado en 1958. Mis primos habían alquilado una casa en Lomas de Zamora y muchos sábados yo iba a almorzar con ellos. Ya había nacido su primer hija, una rubiecita hermosa, —hoy es abuela pero sigue siendo hermosa—, cuando en una sobremesa mi primo me comentó que a dos cuadras estaba la cancha de un club que competía en la Primer B del torneo nacional.

—¿Querés que vayamos a verlo —me dijo.

—Dale, vamos.

Y comenzamos a ir cada tanto cuando jugaba de local. Los Andes era un club de mitad de tabla casi siempre.

Pero dos años después, en 1960, comenzó a ganar y ganar y ganar. Nos entusiasmamos y lo seguimos aún de visitante. Menos a Rosario, Santa Fe, Junín y Morón conocimos casi todas las canchas de la B. Cuando fuimos a la Isla Maciel a la cancha de Dock Sud, aún cuando perdimos 3 a 2 cobramos por la hinchada dentro de la cancha y nos corrió la montada afuera. Con mi primo subimos a un colectivo que pasaba y después preguntamos donde iba.

Y ahí estábamos en la tribuna visitante de Talleres esperando el partido definitorio. Mi primo tuvo razón. Ganamos 2 a 1 con goles de Migone y Baiocco. Y fuimos campeones por primera vez en la historia del club.

El regreso desde la estación de Lomas por la calle Laprida fue en caravana cantando:

Sí, sí señores, soy de Los Andes,

soy de Los Andes de corazón.

Porque este año de aquí de Lomas,

de aquí de Lomas,

salió el nuevo campeón.

 

Osvaldo Villalba

14/02/2021

 

Vacaciones


Buscando documentos antiguos encontré una valija de madera que era de mi viejo. Adentro hay fotos. Me atrapó una de Córdoba del año 1958. Estoy con mis padres con el paisaje serrano atrás. Por un momento me remonto a ese escenario. ¿Cómo contaría hoy esa experiencia?

El tren ingresa lentamente en la estación terminal. El cansancio del largo viaje se diluye en el preciso instante en que mis ojos leen el cartel del andén: La Falda.

Estoy acostumbrado a viajar en tren. Vivimos en Capital, en el barrio de Constitución, pero como mi mamá es oriunda de Quilmes tenemos muchos familiares allí. Varias veces en el mes viajamos en el Roca a visitar unos primos de mi madre o en el colectivo El Halcón si vamos a lo de su hermana. Pero son viajes de cuarenta minutos, a lo sumo una hora.

Hoy es distinto. Llevamos un poco más de doce horas en el tren. Salimos de Retiro a las ocho de la mañana y está oscureciendo. Estoy muy emocionado. El mes próximo voy a cumplir catorce y es la primera vez que salimos de vacaciones. Creo que mis viejos también lo están. Soy hijo único y éste es el premio por haber terminado bien el primer año del Comercial. Algo que ninguno de los dos pudo hacer. De hecho mi papá no terminó ni el primario. Es un autodidacta. Él me enseñó a entender a José Ingenieros. No hace falta aclarar que no profesamos ninguna religión en casa, ni la judía de la que proviene mi mamá ni la católica de la familia de mi papá. Pero como mis abuelos ya no están no hay drama.

Salimos de la estación y mi padre dice:

—Vamos a tomar un taxi porque no tengo la menor idea de dónde queda el Hotel Español

—Sí, mejor. Porque ya está oscuro —acota mi mamá.

Comenzamos el viaje y no me alcanzan los ojos para ver los negocios iluminados y un montón de gente caminando por la calle a pesar de la hora. Quince minutos después bajamos frente al hotel. También es la primera vez que voy a dormir en un lugar que no es mi casa ni la de un familiar cercano. Sólo puedo afirmar que me gusta aunque no tenga con qué compararlo.

Los encargados o dueños, no lo sé, son muy amables. Como se enteraron que el tren venía con atraso dispusieron un turno adicional del comedor para servirnos la cena. Al parecer somos unos cuantos los que vinimos en el tren.

 

Hoy me desperté temprano, desayuné rápido y mientras mis padres planean la actividad del día, salgo al jardín. Como a treinta metros del hotel en un descampado veo unas piedras enormes que me invitan a trepar. Cuando llego a la más alta miro el paisaje y…del otro lado de la calle, a unos cien metros, está la estación del ferrocarril.

El taxista se aprovechó de los porteños.

Hoy en día la tecnología nos permite cosas increíbles. Para reafirmar mis recuerdos recurro al Google Map y efectivamente aparece el hotel, hoy renovado, a pocos metros de la estación de ferrocarril, ya convertida en museo.

 Osvaldo Villalba

04/02/2021

 

 

 

Muerte natural

 





La muerte me desgasta, 
incesante 
Jorge Luis Borges

—Villalba, hay una muerte natural cerca de tu parada. Te voy a mandar a vos de consigna. ¿Sí? —la pregunta del sargento de guardia es retórica. Ninguno de los presentes osaría contradecirlo. Menos yo que soy nuevo y ni siquiera agente efectivo.

—Sí mi sargento —lo digo casi gritando como nos enseñaron en los tres meses de instrucción. Escucho murmullos de risas. No me importa. Entre pasar frío en mi parada y tener un lugar donde estar sentado no hay mucho que pensar.

 

Agentes del decreto nos llaman, por el Decreto 18231/50 que permitió incorporar a la Policía Federal agentes conscriptos, con diecinueve años cumplidos y antes de ser sorteados para el Servicio Militar Obligatorio. Aunque todo el mundo nos conoce por “coreanos”, tal vez porque cuando se promulgó se desarrollaba la guerra de Corea y había rumores que nuestro país enviaría tropas. Han pasado trece años y eso no ocurrió pero el apodo perdura.

Mi cuarto, como llaman en la fuerza a cada uno de los turnos que prestan servicios, va hoy de 18 a 24 horas. A las 17,30 debemos estar todos en la cuadra, el aula en la que se disponen las paradas del día. Somos trece hombres de calle, once efectivos mas Quique, el otro coreano, y yo. El Jefe de calle es el oficial inspector que va en el patrullero con el chofer y el ametralladorista. En la comisaría quedan el sargento, tres agentes que se turnan en la puerta y dos oficiales, el sub—ayudante que atiende el mostrador y el principal que es el jefe del cuarto.

 

El sargento finaliza de dar los destinos del día, cubrir las paradas importantes si el responsable hoy tiene franco y dictar los pedidos de secuestro de vehículos para que los anotemos en nuestra libreta. Menos cinco salimos a tomar servicio.

Mientras camino a mi objetivo estoy cada vez más convencido que la profesión militar está a años luz de mis preferencias. Pero ésta era la única alternativa que me permite cumplir con la obligación y quedarme en Capital. Así, por lo menos, puedo rendir un par de materias en la facultad. Me alisté en Septiembre del año pasado y me tocó instrucción en la Escuela de Cadetes en Villa Lugano. Día por medio trabajaba en el comedor de los cadetes desde las 7 hasta las 23 horas. Los otros días debía ir a instrucción militar de 14 a 19. En Diciembre nos promocionaron de aspirantes a agentes, nos proveyeron la ropa, la chapa y el arma y nos dieron destino. Me tocó la Comisaría 18° a diez cuadras de mi casa. Aquí los turnos son rotativos por semana. La rotación es hacia atrás. La semana que viene voy a estar de 12 a 18 y el domingo tendré mi único franco mensual. Después de 6 a 12 y de 0 a 6. El domingo que el cuarto de 12 a 18 está de franco, los otros tres se recargan dos horas para cubrirlo. Lo peor de este régimen es que cuando me estoy acostumbrando a dormir en un horario, la semana siguiente hay que cambiarlo.

Mi parada es en Carlos Calvo y Sarandí. No hay un mísero lugar donde sentarse o tomar un café. La consigna es en Combate de Los Pozos y Estados Unidos, a dos cuadras de diferencia. El papel dice 7° piso. Evidentemente se trata de un edificio de departamentos. La puerta del edificio está abierta. Subo al ascensor. El 7° es el último piso. Salgo a un palier chiquito con una abertura que da a la terraza. Me parece que me  equivoqué. Por la abertura aparece el agente de consigna que yo reemplazo. Nos firmamos las boletas de servicio mutuamente y le pregunto:

—¿Donde está?.

—Vení por aquí — me dice.

Salimos a la terraza y sobre la izquierda, por una puerta abierta, se ve una mesita, dos sillas y un aparador de madera.

—Es la portería dice y señala hacia la cocina que está a la derecha de la entrada Ahí está, es la mujer del portero.

Me asomo y me paralizo. La mujer está colgando por el cuello de una soga anudada a un caño de desagüe. El rostro morado, los ojos muy abiertos y las manos agarrotadas. En el piso, un banco de madera volcado.

Muerte natural. Qué hijo de puta. Lo único natural es que con una soga apretándole el cuello se muera.

El otro percibe mi pánico.

—¿Es el primero que te toca, pibe?

—Si no me salen las palabras.

—Tranquilo, ya te vas a acostumbrar. Vos cuidá que nadie entre que ella no se va a escapar.

     Se va y me quedo solo. Intento sentarme en una de las sillas. Después en la otra, pero en cualquier lugar que me ponga parece que la mujer me está mirando. Finalmente saco una silla al palier y me siento al lado del ascensor. Tengo frente a mí la escalera. Así que, salvo que alguien llegara volando a la terraza los edificios linderos son todos bajos—, nadie puede entrar al lugar de la consigna.

 

     Son las ocho de la noche y no logro tranquilizarme. Afuera ya oscureció. Hay ropa colgada que se mueve con el viento. Me convenzo que nada pasará. Si llego a escuchar el menor ruido proveniente del departamento me tiro por el hueco del ascensor.

 

     El tiempo no pasa más. Recién son las nueve. Tengo sueño, se me cierran los ojos. El contrapeso del ascensor se pone en marcha y el ruido me sobresalta. Miro por el hueco. El ascensor pasa el séptimo. Empuño la Ballester Molina sin sacarla de la cartuchera. Abre la puerta un hombre vestido de civil.

—Hola agente, soy el Doctor Romero del cuerpo médico forense me tiende la mano.

—Me permite ver su credencial le respondo después del apretón de manos.

—Muy bien me dice—. Así se hace. No hay que confiar en nadie.

Me muestra la credencial y la orden del juzgado en la que se ordena el procedimiento y posterior traslado a la Morgue Judicial.

—Me acompaña por favor, agente.

 Entramos al departamento, mira todo y con la mayor tranquilidad me dice:

—Por favor ayúdeme levanta el banco, se sube, agarra a la mujer del cabello y dirigiéndose a mí sosténgala por debajo de la cintura.

Me ve indeciso y sonríe.

—Vamos, tranquilo, no lo va a morder. Levántela un poco cuando yo le diga y mientras yo sostengo el cuerpo afloja el lazo, lo saca por arriba de la cabeza y la mujer se me viene encima.

Entre los dos la acostamos en el suelo.

—Ayúdeme a sacarle la ropa dice.

Comienzo a desabrochar la blusa. Trato de no mirarle la cara. Él le saca los zapatos, las medias y la pollera. El cuerpo está frío. Cuesta sacarle la blusa por la rigidez que tienen los brazos. Queda, desnuda, acostada de espaldas. Debía tener unos 45 años. Su cuerpo sería armonioso si no fuera por el horror que me causa la escena. La revisa por si tiene otras marcas y la tapa con su propia ropa. Me dice:

—Usted está más pálido que ella. Tranquilo, en un rato se la mando a buscar.

     Una hora después, con un frío que corta la piel, camino por las veredas de mi parada. No sé si es alivio lo que siento, pero de algo estoy seguro: el pibe que entró a ese departamento nunca más será el mismo.

 

Osvaldo Villalba

31/10/2014

 

Héroe en propiedad horizontal

 




El verdadero héroe es siempre 
un héroe por error, su sueño 
era ser un cobarde honesto 
como todos los demás. 
Humberto Eco 

        Doy vueltas en la cama, me duele todo el cuerpo. Sonrío al recordar que es uno de los síntomas del Covid-19 pero no es mi caso. Las razones de mis dolencias son menos pandémicas y más accidentales. Inclinaciones que tiene uno a meterse donde no lo llaman.

Decido levantarme porque es hora de desayunar. Ya van a ser las once del mediodía. Sí, tengo los horarios un poco cambiados: desayuno entre las once y las doce, almuerzo a las dieciséis, siesta a las dieciocho y lectura o televisión de veinte a tres de la madrugada. Eso sí, cuando miro por la ventana del dormitorio entre las nueve y las diez de la mañana, obligado por imperiosas necesidades fisiológicas, y veo al sujeto que de lunes a sábado corre alrededor de la sala de máquinas en la terraza del edificio que está cruzando la avenida, quisiera tener un AK-47 con mira telescópica y pasarlo a otra dimensión. Por provocador.

Pongo la pava en la hornalla, la enciendo y preparo el mate. Creo que estamos cerca del día cien de cuarentena. Los primeros días me hice un listado de cosas en los que me iba a ocupar. Arreglar el placard, la biblioteca, vaciar unas cajas que traje de la oficina cuando me jubilé, hace como siete años y otras lindezas como esas. Del placard sólo acomodé un estante; los restantes siguen esperando. En la biblioteca no encontré nada digno de modificar, así que me conformé con repasar los libros que tenía y ver si encontraba alguno que quisiera releer. Las cajas sí las vacié y tiré casi todo lo que había salvo algunos útiles de oficina que guardé en el escritorio. En todo este tiempo salí una sola vez para vacunarme contra la gripe ya que estoy en la edad de riesgo. Así que mi mayor actividad social consiste en ir hasta la puerta a buscar los delivery y conversar unos instantes con algún vecino con el que me cruzo o con el encargado del edificio. Además cada dos o tres días bajo a las cocheras a poner el auto en marcha. Debo aclarar que no estoy solo en casa. Mi esposa también sufre el encierro, más que yo seguramente, pero por respeto a su privacidad no voy a incluirla en este relato. Nuestros dos gatos completan el plantel de moradores.

Me cebo un mate y me siento despacio en el sillón de la cocina por el dolor en la cintura, en el cuello y en las costillas. También ¿quién me manda? Fue hace dos días. Serían como las dos de la madrugada cuando bajé a las cocheras a encender el auto. Mi máquina está en el primer subsuelo y hay un segundo al que las personas acceden por una escalera y los autos por un montacargas. El ascensor marca -1, salgo y escucho voces en el piso de abajo. Por instinto me quedo quieto y trato de no hacer ruido.  

Está muy duro, boludo  —dice alguien.

No engancha la palanca —responde otro.

“Están tratando de abrir un coche”, pensé. “¿Qué hago?”   Mi lado blando me decía que me vaya despacito y llame al 911. Mi lado duro retrucaba que no tenga miedo, que baje y desbarate la operación, que para eso llegaste a cinturón naranja de karate y verde en taekwondo. Claro argumentaba el primero, pero eso fue hace 45 años y últimamente apenas caminas dos kilómetros y ya estás para el sofá. Al final, por orgullo, ganó el duro pero por las dudas fui despacio hasta mi auto y saqué la llave cruz del baúl. Ya estaba dispuesto a ser el héroe del edificio. Me dirigí a la escalera que da al segundo subsuelo. Para no llamar la atención no prendí la luz automática.  Fue el comienzo del fin. Pisé mal el primer escalón y rodé escaleras abajo, reboté contra la pared donde hace una curva y seguí dando vueltas carnero hasta quedar tendido en piso con los brazos abiertos. Eso sí, aún tenía colocado el barbijo y aferrada a mi mano izquierda la llave cruz. Me dolían hasta las pestañas pero me podía mover. No parecía tener nada roto. Abrí los ojos y mi vecino del 13° A y su hijo me estaban mirando.

—Jorge. ¿Estás bien? —pregunta mi vecino.

—Sí, si —le dije mientras observaba que estaban agachados junto a la rueda delantera de su auto tratando de aflojarla. ¿Qué les digo? Pensé rápido para no quedar en evidencia—. Te quería prestar la llave cruz.

—¡Ah gracias! —me dijo mientras me ayudaba a levantarme—. Con ésta va a ser más fácil aflojar las tuercas.

Como pueden imaginar los que nos conocen, cuando le conté a mi mujer, mientras me ponía hielo en las magulladuras, no podíamos parar de reírnos. De sólo acordarme me tiento y no puedo terminar el mate que tengo en la mano.



 Osvaldo Villalba

17/07/2020