Encrucijada

 




Pasamos imperceptiblemente
de una escena,
una edad, una vida, a otra.
"Primavera negra" (1936)
Henry Miller

 

I

 

—¿Qué hacés acá?

La voz del guardia de seguridad me sobresalta.

—¿Eh? Nada, miraba los resultados de los partidos —respondo fingiendo estar asustado.

—Te pagan para que limpies, no para que juegues con la computadora —me grita con tono autoritario.

—Sí, sí. La...la apago y me voy —me sale bien el tartamudeo. Me paro despacio y hago tiempo para que el pendrive termine su proceso. Le pasó la franela a la pantalla, al resto del escritorio, me agacho para apagar el CPU y retiro el aparato con el dorso de la mano. El vigilador está de frente en la puerta y todos estos movimientos están fuera de su ángulo de visión.

—Listo, ya está —le digo y vuelvo al carrito de la limpieza.

En otras circunstancias le hubiera hecho tragar sus gritos a este forro. Tan inepto que no se preguntó cómo entré a la computadora. Él también se debe haber sorprendido al encontrarme ya que ésta es la única oficina que no tiene cámaras. El capo no quiere  que se filtre nada de lo que pasa aquí. Todavía me falta limpiar la planta baja. Hace un mes que laburo como nunca en mis diez años de servicio. Mi jefe podría haber pensado en otra tarea para infiltrarme. En realidad tiene razón. En este horario sólo quedan los tres de la guardia y yo.

Me pidieron sólo colocar un micrófono en su oficina, pero como estuve investigando un software que copia correos, chats y archivos protegidos me pareció interesante instalarlo en la computadora del gerente. Lo que descubra me lo voy a reservar.

 

II

 

—El General te está esperando —me dice la secretaria dedicándome su sonrisa más provocativa.

—¡Qué pena! —le digo—. Esperaba quedarme un rato aquí.

—Cuando salgas entonces.

Golpeo y entro sin esperar respuesta.

—Hola Beto —el General hace un ademán señalándome la silla frente a su escritorio—. Hiciste un muy buen laburo. Ya tenemos todo lo que necesitábamos. Tomate unos días de descanso y te hago saber cuando tenga un nuevo objetivo.

—Gracias jefe. Ya tengo callos en las manos de los cepillos y franelas.

Me pregunto si sospecha que sé más de lo que surge de los informes. Tal vez por eso me está sacando del caso. Deberé estar atento.

Nos despedimos y al salir le dejo a la secretaria la dirección del bar donde iré a tomar un trago por si le pinta acompañarme.

 

III

 

Pongo el cargador en mi Glock y tiro de la corredera. Con un ruido metálico la bala entra en la recámara.

Compruebo que el seguro esté colocado y la calzo en la cintura.

Busco en el cajón del placard una gorra con visera. Elijo la de River.

Los anteojos de sol y la campera con capucha completan el atuendo.

Cierro con doble llave la puerta del departamento después de haber colocado los dos papelitos en el marco que me asegurarán que nadie entró.

El espejo del ascensor me hace sonreír. Si no tuviera cuarenta y cinco parecería un pibe chorro.

Paso la puerta de blindex de la entrada y me detengo a encender un cigarrillo. Mientras hago pantalla con ambas manos al encendedor observo ambos lados de la calle. Están estacionados los autos de siempre salvo en la esquina izquierda, de la vereda de enfrente, donde veo un Audi con vidrios polarizados que no me es familiar.

Si voy hacia allí estoy regalado. Avanzo en el sentido del tránsito y me detengo unos segundos después para arrojar un bollo de papel en un cesto de residuos. Si lo veo moverse tendré que actuar.

Llego a la esquina. El Audi no se movió.

Mientras cruzo la avenida me pregunto si tiene sentido tomar todas estas precauciones. Al fin al cabo la agencia tiene un montón de expertos en estos operativos que casi nunca fallan. Yo soy uno de ellos. Si la última vez me excedí en el cumplimiento de la misión y descubrí cosas que no debía fue por propia decisión.

En este oficio no se puede decir "este trabajo no lo hago", "lo hago a mi manera" o "no quiero seguir, me retiro". La dedicación es vitalicia. Y la salida es natural o provocada.

Bajo las escaleras del subte y una vez en el andén me dirijo hacia donde parará el vagón del conductor. Llega la formación. Ingreso y me paro junto a la puerta. Comienza a sonar la alarma de cierre de puertas. Salto al andén un segundo antes que se accionen. Sonrío satisfecho al comprobar que la formación desaparece en el túnel y la estación quedó vacía. Con el próximo tren llego hasta la combinación con la línea  D y de ahí a Plaza Italia. Salgo a la calle y cruzo la Avenida Santa Fe. Busco la entrada al Jardín Botánico.

Faltan 20 minutos para la hora que me citó Gutiérrez. Aprovecho para dar una vuelta y reconocer el lugar. No quiero sorpresas.

Cuando Gutiérrez, entonces con veintitrés o veinticuatro años, se incorporó a la agencia, cinco años atrás, fui su instructor durante tres años hasta que el General consideró que podía volar sólo. No hemos tenido contacto desde entonces pero sé que goza de una excelente reputación. De todos modos debe ser un tema particular porque las tareas siempre se generan desde arriba, nunca desde un par.

Cuando calculo que ya es hora del encuentro activo el grabador del celular, lo guardo en el bolsillo interior de la campera y me siento en un banco.

Cinco minutos después veo que viene del lado de Las Heras.

—Hola jefe. ¿Hace mucho que espera? —pregunta Gutiérrez.

—No, recién llego. Sólo el tiempo de dar una vuelta.

—Sí. Yo también pegué un vistazo de aquel lado —señala detrás de él— para comprobar que estuviera despejado.

—Ah, te enseñaron bien —le digo con una sonrisa.

—Tuve el mejor maestro —sonríe también—. Todas las precauciones son pocas si no se quiere ser detectado.

—Mmmm. Presiento que este encuentro no debió llevarse a cabo.

—Este encuentro...nunca se llevó a cabo.

—Comprendido —respondo—. ¿Y qué sería lo que nadie dijo en una reunión que no sucedió?

—En primer lugar que el General me asignó un nuevo objetivo. Y usted sabe que, después, eso no se comenta ni con la sombra.

—Empiezo a inquietarme —digo sin abandonar la sonrisa—. ¿Ya soy menos que tu sombra?

—Usted sabe que es mi mentor, mi modelo, ¿mi amigo? No puedo con esto.

—Sos mi mejor discípulo. Y también mi amigo. No puedo permitir que rifes todo lo que ganaste. Te dio un objetivo. Tenés que cumplirlo.

—No sé los motivos, nunca los dan, pero no quiero hacerlo.

—Hay que reconocer que el General llegó ahí por su capacidad e inteligencia para tomar decisiones. Desde que me percaté que ya no les era útil, aunque no hayan trascendido los motivos y mejor que no lo sepas así no corrés peligro, tomo mis precauciones. Cualquier miembro de la agencia que hubiera recibido el encargo la tendría peleada, con riesgo que yo ganara. Por eso este hijo de puta te comisionó a vos. Porque sabe que no te podría hacer daño.

—Debe haber alguna forma —dice Gutiérrez angustiado.

—Cualquier resultado que no fuera el esperado te pondría a vos en la situación que estoy yo ahora.

—No se preocupe jefe. Algo se me va a ocurrir. Igual no se descuide. Podría ser que nos estén vigilando o que le haya dado también el objetivo a otro para probarme. Le dejo este celular para que nos comuniquemos, tiene cargado mi contacto. Ambos son descartables.

—Increíble como creciste, pibe. Tenés razón. No hay que bajar la guardia.

Lo despido con un abrazo y vuelvo a casa. Verifico que los papelitos siguen en su lugar. Estoy más preocupado que cuando salí.

 

IV

 

Nunca pensé que el trabajo de menor riesgo de todos los que hice en estos años me sacara de circulación. Lidiar y ocuparme de tipos pesados, integrar bandas peligrosas, tratar con loquitos sueltos, todo lo que uno se imagina al comenzar un laburo como éste y con un simple "infiltrate en la organización y ponele un micrófono al manda más" ahora estoy sentenciado. Claro, la culpa es mía por hacerme eco de la nueva tecnología que me pasó el hacker y que reveló cosas que no debía saber. Lo que no tuve en cuenta es que ellos también tienen gente que analiza los sistemas y podían descubrir el spyware y su procedencia. Inexperiencia, que le dicen, en estos menesteres,

Fue una buena movida intimar con la secretaria del General. Pude así  conocer que hubo unas cuantas llamadas intercambiadas por su jefe con el gerente de la empresa justo antes que me sacara del caso. Eso ya me alertó que algo no andaba bien. El encuentro con Gutiérrez me lo confirmó. No se me ocurre cómo salir de este laberinto.

Suena el celular. En la pantalla aparece Yo. Atiendo.

—Hola —reconozco la voz de Gutiérrez—. Se dice en radio pasillo que usted descubrió datos que comprometen al General con la empresa en cuestión y algunos capos policiales. Se habla de cargamentos muy valiosos que salen del puerto de Rosario con destino al norte de España.

—Mirá vos. Se dicen tantas cosas...

—Sí, claro. Pero sería una buena razón para silenciarlo. Por eso se me ocurrió una jugada que, como están las fichas en el tablero, no deja de ser riesgosa.

—Te escucho.

—Usted y yo somos peones. Somos moneda de cambio. La única chance es coronar y obtener una dama. Yo la tengo, una fiscal que está dispuesta a cubrirnos como testigos protegidos si declaramos.

—¡Nooo! Con mi currículum, si voy a la justicia, termino con perpetua —empiezo a dudar si no me está haciendo una cama.

—Por pescar a los peces más gordos están dispuestos a borrar nuestro historial.

—Dejame pensarlo y te llamo.

La verdad, es riesgoso, pero no veo otra salida. Tendré que evaluar que garantías me da el programa y si me puedo conseguir recursos para empezar algo en otro lugar.

 

 

V

 

—Señor, tiene una llamada por línea uno —la voz de la secretaria suena nasal en el intercomunicador.

—¿Quién es? —pregunto.

—Un viejo amigo, me dijo.

Empiezan a sonar todas las alarmas en mi cabeza. Hace un año y medio que desapareció Alberto Fuentes para dar paso a Edmundo Jadzinsky, con toda una historia prefabricada, con una empresa de seguridad exitosa, pero sin "viejos amigos".

—Pásemelo.

Suena la campanilla dos veces y atiendo sin hablar.

—Hola Beto. ¿Cómo estás? —escucho la voz del General al otro lado de la comunicación.

 

Osvaldo Villalba

09/06/2023

Currículum Vitae

 


Una de las experiencias más desagradables en la vida
es una entrevista de trabajo. Es algo que crispa los nervios
el explicarle a alguien todas las cosas que sabes hacer
con la esperanza de que te paguen por hacerlas.
El carnaval carnívoro
Daniel Handler

 

Mira el reloj por enésima vez. Va a llegar tarde. Debió levantarse más temprano. Tampoco hubiera servido, piensa. No podía dejar a Belén con su vecina antes de las siete de la mañana. Si bien Olga, la señora que alquila el departamento junto al suyo, dice despertarse muy temprano, no corresponde abusar. Ya bastante la ayuda quedándose con la nena este mes que no pudo pagar la guardería mientras busca trabajo. Pasa un colectivo pero va tan lleno que no puede subir. Justo hoy la línea del subte A para a la mañana y los colectivos no dan abasto. Tienen razón en su reclamo, la salud de los trabajadores es primordial, pero justo hoy salió esta entrevista de trabajo después de tantos intentos frustrados.

Logra subir al siguiente. Calcula veinte minutos hasta Tribunales. Podría llegar a su entrevista con menos de diez minutos de retraso a la hora fijada. Angustiarse no cambiará nada. Mejor centrarse en la entrevista. ¿Qué va a decir cuando le pregunten por los últimos diez meses en blanco en su currículum?

Hasta ahora mintió inventando explicaciones que, evidentemente, no convencieron. Bueno, también puede ser que no la llamen por tener una hija pequeña. O ambas razones.

Llega a destino. La oficina es en el piso once. El conserje le indica abordar el ascensor del fondo. En el palier el blindex de la oficina menciona el nombre del estudio jurídico. Se anuncia por el portero eléctrico a la recepcionista y empuja la puerta cuando suena la chicharra.

—Buenos días señorita —le dice—. Mi nombre es Verónica Peralta y tenía una entrevista a las 9,30 horas, hace 12 minutos.

—Ah, sí. No se preocupe. La doctora está demorada en una audiencia. Tome asiento por favor —responde la joven.

Menos mal, piensa, mientras se acomoda en una butaca. La oficina está ambientada con estilo moderno sin ser lujoso. Le resulta muy cálida. Un gran cuadro de Frida Kalho adorna la recepción.

Saca un apunte de sus portafolios y aprovecha para estudiar.

"El nuevo Código Civil y Comercial consta de un Título Preliminar y seis libros, a lo largo de 2671 artículos. La parte general está contenida en el Libro Primero, a lo largo de cinco títulos que, respectivamente, tratan de la persona humana, la persona jurídica, los bienes, los hechos y actos jurídicos y la transmisión de los derechos".

Una mujer que ingresa como una tromba a la oficina la saca de su lectura.

—Pudimos mediar —le dice a la recepcionista—. Pasá el expediente Gómez contra Suárez sobre ejecución de alimentos para inscribir en el juzgado.

Se dirige hacia el despacho y al pasar frente a Verónica le dice:

—¡Ah! Usted debe ser Peralta. Disculpe la demora. En seguida la atiendo.

—Sí, sí. No se preocupe.

Ingresa a la habitación dejando la puerta abierta. Es una mujer de alrededor de cincuenta años, bonita, rubia, con anteojos. Deja sus portafolios sobre el mueble detrás de su escritorio después de sacar varias carpetas y acomodarlas en distintas pilas. Se saca el blazer y lo cuelga en el perchero del rincón, al lado del ventanal. Verónica observa varios tatuajes en sus brazos. Eso la alegra. Varias veces la discriminaron por el que lleva en el cuello. Cuando termina de acomodarse la hace pasar. Es la hora de la verdad, si tiene el valor.

—Formalmente: buenos días. Soy Valeria Villafañe. Nuevamente le pido disculpas por el atraso —le dice la abogada mientras busca unos papeles en una bandeja.

Reconoce su currículum. Ve que tiene varias frases marcadas con resaltador. Otro punto a favor. Ha tenido entrevistas donde ni siquiera lo habían leído.

—Para ser honesta, yo también  llegué doce minutos tarde. No funcionaba el subte —confiesa.

—Aprecio su sinceridad. Empecemos entonces —observa la hoja, mira a su entrevistada y dice con una sonrisa—. La foto no la favorece.

—Prefiero que me llamen por mis conocimientos —responde sonriendo también. La doctora sabe cómo romper el hielo.

—Coincido. Verónica Peralta, 29 años, soltera, una hija de dos y medio. ¿Vive con alguien más? —pregunta.

—No, las dos solas.

—¿Cómo se arregla?

—Cuando tengo trabajo en la guardería. En este momento la cuida una vecina.

—¿Y el progenitor?

—Vaya una a saber.

—¿Figura en el Acta de Nacimiento? ¿Alimentos?

—Sí, figura. Le pasó algo los primeros meses cuando tenía trabajo formal. Después nunca más. Y no tuve medios para hacer el reclamo legal.

—Conozco muy bien esos procesos —responde la doctora—. Veo que le gusta el derecho. Está estudiando.

—Sí, comencé Abogacía a Distancia en la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales. Tenía un costo accesible pero teniendo trabajo obviamente. Este año no pude seguir.

—Vamos a sus objetivos. ¿Qué está buscando con este empleo?

—El aviso decía "Importante Estudio Jurídico". Eso es lo primero que me atrae. Un importante estudio tendrá casos afines y de allí es de donde se aprende. Por supuesto que, si  lo consigo, mi trabajo tendrá una gran proporción de tareas rutinarias, "cadetear" en los tribunales, buscar datos, jurisprudencia, tipear escritos y otros, pero todo deja enseñanza porque así una asimila planteos y estrategias del accionar de sus superiores.

La doctora, con un gesto de aprobación y sorpresa, le responde:

—¡Vaya! Lo tiene claro. Me ahorró la descripción de lo que buscamos nosotros. Veo que ya ha trabajado con dos colegas antes. ¿Razones de los cambios?

—Mejorar en remuneración y condiciones —la tensión acelera su pulso y el temblor de sus rodillas. La próxima pregunta condicionará toda la entrevista.

—¡Ahá! Pero aquí dice que pasaron diez meses desde su último trabajo. ¿Dónde estuvo la mejora?

—...

—¿Algo que me quiera contar? —La doctora le acerca una caja de pañuelos al observar que Verónica está a punto de quebrarse.

—Gracias —toma uno de la caja y se seca los bordes de ambos ojos tratando de que no se le corra el maquillaje. —En realidad sí. Estuve trabajando hasta hace tres meses cuando me despidieron.

—¿Fue tan grave como para no ponerlo?

—Me demandaron por lesiones.

La doctora no parece sorprenderse. Se recuesta en su sillón y se saca los anteojos.

—Contame en detalle, por favor —le dice tuteándola por primera vez.

Verónica respira hondo y se acomoda el flequillo.

—Una compañera de facultad que trabaja en ese estudio me consiguió la entrevista cuando se enteró de la búsqueda. Me llamaron enseguida. Todo fue muy bien los primeros seis meses. Me gustaba la tarea que me asignaron y creo que la realizaba con eficiencia. Hasta que el hijo del socio principal del estudio me pidió como secretaria privada. Allí comenzó el calvario. Desde el primer día comenzó a acosarme. Primero de palabra, diciéndome linda y otros adjetivos similares. A la semana ya se animó a tocarme la mano cuando le llevaba algo, acariciarme el pelo cuando pasaba. Después me invitó a tomar algo a la salida. Al principio no quise ser grosera pero tampoco me mostré receptiva a sus insinuaciones y me negué a su ofrecimiento. Pero cuando se fue poniendo más insistente, mostré desagrado y no me importó contestarle mal. Pero en lugar de desanimarse parece que mi actitud avivó su ego y se fue al... ¡Perdón! Me acuerdo y me saca —toma otro pañuelo.

—Está bien, "se fue al carajo" es muy gráfico —completa la abogada.

Su intervención la hace sonreír aún enjugándose un par de lágrimas rebeldes.

—Sí, tal cual. Teníamos que armar la contestación de una demanda y me pidió si podía quedarme. No me agradaba la idea pero reconocí que el plazo se vencía y justificaba la excepción. Al fin y al cabo no podía interponer mis problemas personales al cumplimiento de mis obligaciones. Arreglé con mi vecina que buscara a la nena del jardín y nos quedamos solos en la oficina. Trabajamos duro y terminamos el escrito. Ya me estaba convenciendo que mis temores eran prejuiciosos cuando todo se convirtió en un torbellino. Fui a buscar mi abrigo al perchero y me abrazó de atrás e intentó besarme el cuello. "¿Qué hacés?", le dije, "soltame". "Si yo sé que querés", me susurró al oído. Me sacudí tratando de soltarme pero no podía. Le grité un montón de cosas que no recuerdo y vino a mi mente como jugábamos a pelear con mis hermanos: le di un pisotón con el taco en uno de sus pies y, cuando aflojó, giré con el codo en alto y le di en plena cara. Empezó a sangrar por la nariz y salí corriendo.

—¡Tremendo! —dice la doctora—. ¿Cómo siguió?

—Me fui a mi casa llorando. Sabía que lo había arruinado. Busqué a la nena que ya estaba dormida y me acosté, aunque no pude dormir. Al día siguiente no fui a trabajar. A la tarde vino mi amiga y me contó que la oficina estaba revolucionada. Nicolás, así se llama, fue a trabajar  con una máscara como la que usan los jugadores de fútbol en la nariz. La secretaria del abogado principal le contó que estaban analizando hacer una denuncia por lesiones para obligarme a renunciar o echarme con causa. Le agradecí la info. Como era viernes, iba a pensar que hacer el fin de semana y el lunes tomaría una decisión.

—¿Recibiste alguna notificación durante el fin de semana o en la semana?

—No, ninguna. Por eso, a mediodía del lunes llamé al estudio y le pedí una entrevista al socio principal. Me citó a última hora de la tarde. Cuando llegué no quedaba casi nadie en la oficina, salvo su secretaria. Me hizo pasar. ¡Estaba tan nerviosa! Nunca había hablado con él. Me recibió con amabilidad. No mencionó lo que había pasado ni tampoco me preguntó. Es probable que conociera las costumbres de su hijo. Sólo me dijo que seguramente entendería que ya no podía seguir trabajando allí. Que su hijo estaba muy enojado y había hecho una denuncia por lesiones en la fiscalía a cargo de un viejo conocido del estudio y que, si yo aceptaba renunciar, él personalmente se encargaría de pararla en la fiscalía.

—¿Una denuncia penal se puede retirar? —pregunta la doctora con entonación de mesa examinadora

—Eso exactamente le pregunté. Me dijo por supuesto que no, pero el fiscal le prometió que si le presentaban un escrito comunicando que no se avanzaría con una querella penal, él archivaría la causa por falta de mérito. No me quedó otra salida que aceptar.

—Tenías la opción de argumentar violencia de género —dice la doctora.

—Sí, es cierto. También lo pensé. Pero implicaba someterme al juicio, quién sabe por cuánto tiempo, buscando trabajo con una causa pendiente. Pensé en mi nena, en cómo mantenernos y creí que sería más fácil conseguir empleo si borraba ese período. Por eso, aunque el vínculo laboral se disolvió por renuncia, no quise incluirlo en el currículum por temor al informe que pudieran dar. Pero íntimamente sé que va a ser difícil conseguir trabajo en este rubro. Sumado a Belén, tan chiquita... Le agradezco su atención y lamento haberle hecho perder su tiempo —Verónica se pone de pie y le extiende su mano.

—¡Pará, pará! —le dice la abogada indicándole con un gesto que tome asiento—. La entrevista no terminó aún. ¿Acaso pensás que por ese incidente no calificás?

—...

—Todo eso que me contaste ya lo sabía antes de citarte. No habrías calificado si me mentías. No se puede trabajar en esta profesión sin confianza plena. Y por tu nena, yo crié a la mía sola casi desde que nació porque los dos años y medio que estuvo su progenitor era como si no existiera.

—¿En serio lo sabía? —pregunta incrédula Verónica.

—En este ambiente los chismes corren más rápido que las sentencias —responde sonriendo Valeria—. En realidad es mérito de mi hermano que tiene una memoria de elefante. Él hace penal aquí y, cuando vio tu nombre en las solicitudes, se acordó la repercusión que tuvo el caso en los pasillos de tribunales, sobre todo por la fama de "ganador" que tiene el fulano. Hasta se hicieron memes con La Máscara y La Justiciera. Se puso a buscar como se había resuelto el caso y sólo encontró que la denuncia se archivó. Consultamos entonces con la doctora que hace laboral, para ver si había algún juicio o conciliación y tampoco encontramos nada. Por eso quería escucharte

—No me enteré para nada de todo lo que me cuenta. Como no fui más a la facultad tampoco vi a mi amiga. En realidad tampoco ella me llamó más, así  que no sé ya si llamarla así. No sé que más decir...

—Decime si podés empezar mañana. Yo hago civil y derecho de familia. Vas a trabajar conmigo.

—¡Sí, gracias! ¡No sé cómo agradecerle!

—Podés enseñarme tus técnicas de defensa. Una nunca sabe.

 

Osvaldo Villalba

10/09/2023

Francotirador

 

Haz que el objetivo se sienta

 seguro, y luego ataca.

 "El arte de la seducción"

(2001), Robert Greene


Tres autos negros avanzan velozmente desde la avenida hasta detenerse frente a la entrada del auditorio haciendo chirriar los frenos. Se abren las puertas y baja una nube de guardaespaldas, vestidos de negro y con auriculares en sus oídos. Del auto del medio baja un hombre canoso, regordete, enfundado en un sobretodo gris que prontamente es rodeado por los hombres de negro.

En la terraza del edificio de enfrente un hombre tendido boca abajo enfoca la mira de su fusil apoyado en un trípode. Lentamente desliza su dedo índice en el gatillo.

Suena un disparo. Abajo los hombres de negro, caminando alrededor del funcionario hacia la entrada del auditorio, lo arrojan al suelo y lo cubren con sus cuerpos.

En la terraza de enfrente, una mancha rojiza se extiende a la altura de la cabeza del hombre apostado.

Desde el techo del auditorio desarmo y guardo mi fusil en el estuche. Misión cumplida.

 

Osvaldo Villalba

15/09/2023

 

 


Carátula

 

Todo lo que sucede antes de

 la muerte es lo que cuenta.

"La feria de las tinieblas"

 (1962) - Ray Bradbury

Me calzo el guante de látex, coloco el índice y el mayor en su cuello. No hay pulso. Homicidio, le digo al ayudante.

 

Osvaldo Villalba

15/09/2023


Barrio



Barrio, barrio, que tenés
el alma inquieta de un
gorrión sentimental.
Melodía de Arrabal

Carlos Gardel 

Desde chico me gustó el tango. Tanto que por eso soy de River. Vivíamos en un PH con un pasillo largo. Por lo menos a mí me parecía muy largo. El departamento de mis viejos, el B estaba al fondo. En el medio del pasillo estaba el departamento A, el C y el D estaban en una segunda planta sobre el A y el B respectivamente. Al frente había otro departamento que no tenía letra porque tenía entrada individual. Los vecinos le decíamos “la casita”. En la casita vivía Carlos, un amigo un año mayor que yo. Su tía se había casado con Adolfo Pedernera. Yo tendría 4 o 5 años, y aunque Pedernera ya no jugaba en River – yo en esa época no lo sabía – se hacían reuniones donde venían otros jugadores de River, como Pippo Rossi, Loustau, Yácono y algunos que no recuerdo. En esas reuniones, Adolfo, que era un fanático del tango, me llamaba para que le cantara “Milonguita”, que lo había aprendido de escuchar cantar a mi vieja, y después nos daba monedas a Carlos y a mí. Por supuesto terminé siendo de River y seguí cantando tangos.

Alguna vez pensé que mi inclinación por el 2 x 4 se debía a que fui un pibe de barrio. Pero la realidad es que entre mis amigos era el único. Solamente al Chalo le gustaba el tango. Era el hermano mayor de uno de los pibes de mi barra, Ricky. Casi 4 años mayor, que en ese momento era un montón. Era de la  "barra de los grandes". Y yo me sentía halagado que un pibe de ese grupo, que se juntaban en el boliche, se viniera a sentar conmigo en el umbral de la vidriera de la farmacia, donde parábamos “los chicos”. Él era fanático de Héctor Mauré y yo me había aprendido todo el repertorio para cantar con él.

Hay un montón de tangos que hablan del barrio: “Mi barrio reo…”, “Un pedazo de barrio, allá en Pompeya…”, “Barrio plateado por la luna…”, “Me da pena verte, hoy barrio de Flores…”, “Yo soy del barrio de tres esquinas…”.

 El mío estaba en Constitución, lindando al sur con Barracas, al cruzar Caseros y al oeste con Parque Patricios, más allá de Entre Ríos. Nuestra esquina era Luis Sáenz Peña y 15 de noviembre de 1889, (muchos años después supe que era la fecha de proclamación de la República en Brasil). Ese era nuestro territorio, y no faltaban ocasiones en que había que defenderlo con el cuero de intromisiones de otras barras vecinas.

Jugar a la pelota en la calle, con la “Pulpo”, sobre empedrado, era sólo para habilidosos. Por eso a mí me mandaban siempre al arco. Los “grandes” usufructuaban el asfalto en 15 de Noviembre, donde se podía dominar mejor la redonda.

—Señora. La pelota por favor —se escuchaba cuando la bolea la enviaba a una terraza o entraba por una ventana. La mayoría la devolvía pero nunca faltaba la que se la quedaba “para que dejemos de molestar”, o peor, la devolvía pinchada.

En el verano, con “la calor” los vecinos sacaban los banquitos de mimbre a la calle, o se sentaban directamente en los umbrales de las casas, para absorber un poco el fresco de la noche. No faltaba en esos encuentros el clásico “cuereo” de las comadres.

Como buen barrio no podía faltar el conventillo, también llamado inquilinato. Los había de clase A y clase B. Estos últimos estaban derruidos, con las paredes sin revoque, caños que perdían, “minga de puerta cancel” como dice un tango. Los primeros tenían una infraestructura más habitable. Con paredes pintadas, grandes puertas de madera con herrajes dorados. Todos tenían muchas piezas habitadas por heterogéneos grupos humanos y sociales. Desde familias numerosas muy pobres hasta representantes de la clase trabajadora con incipientes características de clase media. Desde inmigrantes de Europa Central y del Este, italianos, españoles y polacos en su gran mayoría, hasta los primeros llegados del interior buscando trabajo en las fábricas que habían tenido un impulso notorio promediando el siglo XX. Cuando esta migración desde el interior a los grandes centros urbanos se hizo más numerosa, la capacidad habitacional de la Capital se colmó y comenzó a poblarse el Gran Buenos Aires.

Frente a mi casa estaba el conventillo de mi amigo Pocho. Era de los más cuidados. Puerta de dos hojas, de madera maciza, pintada de verde, y los tradicionales herrajes, que sólo se cerraba por la noche. Pasábamos mucho tiempo en sus patios. En la sala que tenía balcones a la calle, vivía el encargado. Era un gallego petiso y retacón, que se ocupaba de cobrar el alquiler y mantener la disciplina entre los moradores. Cada familia ocupaba una pieza, salvo el tano, que tenía dos, porque tenía tres hijos y la suegra. En el fondo un par de baños con letrina y una ducha con calefón a alcohol. Mi amigo era hijo único, como yo. Los polacos eran una pareja mayor —como yo ahora— sin hijos. Con el hombre jugábamos al ajedrez. Me acuerdo además, de la Pili, la hija del encargado, una galleguita hermosa, que nos tenía locos a todos los pibes, y que el padre cuidaba como un cancerbero. Y por supuesto del Indio, nuestro héroe, y su heroína de radionovela, la Rosa.

El Indio era un morocho, de melena renegrida, nariz aguileña, como de 35 años, que ocupaba la pieza del fondo. Se sentaba en el patio y hacía cestos de mimbre. Cada tanto salía a venderlos, nunca supimos donde.

La Rosa tendría unos 30 años, buena figura, morocha teñida de rubia, grandes ojos negros, ropa muy ajustada. Vivía sola en su pieza. Decían que trabajaba en un cabaret. Salía a la noche y volvía a la mañana. Nunca participaba de las discusiones vecinales, tan comunes en el lugar. Tampoco se daba con nadie, más allá de los buenos días, buenas tardes. Con casi nadie, porque la única que entraba a su pieza era la Pili, a escondidas de sus padres, por supuesto. Le encantaba probarse su ropa. Cuando su mamá la llamaba:

—Pili. María del Pilar.

—Está conmigo. Ahora se la mando —la cubría la polaca y la iba a buscar.

Las comadres del barrio, de batón y chancletas, la miraban de reojo y comentaban cuando la veían pasar:

—¿Vio Doña Julia? Que pollera ajustada.

—Y tan corta, Doña Adela. Que desvergonzada —críticas con más envidia que razón.

No era igual la repercusión entre los hombres, que intercambiaban guiños cómplices a su paso mientras admiraban su caminar. Los muchachos más grandes, que paraban en la esquina del boliche, la recibían con un coro de silbidos al verla pasar. Ella, mirada al piso, esbozaba una sonrisa. Todavía me resultan asombrosos los códigos de esa época en que no se escuchaba ni una grosería a las mujeres del barrio.

Ninguno había logrado que la Rosa le diera corte. Los pibes le tirábamos onda, pero con pocas expectativas. Ella, siempre con una sonrisa, nos decía:

—Tranquilo nene, un poco mas de sopa y cuando crezcas hablamos.

 Con el Indio teníamos más relación, aún cuando no conocíamos su verdadero nombre. Todos le decían Indio y él no se molestaba. Es más, le gustaba el apodo.

Una vez le pregunté:

—¿Cuál es tu nombre real, Indio?

—Errol Flynn

—Me estás jodiendo.

—Sí.

Nos sentábamos con él en el patio, frente a su pieza. El Pocho cebaba mate y nos deslumbraba con las historias que nos contaba de su Formosa natal. Él le llamaba “el monte” a lo que hoy conocemos como El Impenetrable. Nos hablaba de yaguaretés, de yararás, y otros bichos. A veces nos permitía entrar a su pieza y nos quedábamos absortos admirando un arco con varias flechas que colgaban de una pared y un machete de monte con empuñadura de hueso y hoja ancha.

—¿Lo usaste en alguna pelea? —le preguntó el Pocho, la primera vez que entramos.

—Es para el trabajo —fue la parca respuesta— Es necesario para abrirte camino en el monte.

Sabíamos que le gustaba la Rosa, por la forma que la miraba cuando pasaba a bañarse. Pero nunca le decía nada, más allá del saludo. Nosotros, sabiéndolo corto, le decíamos:

—Dale Indio. Tirate. Vos sos grande, a vos te va a dar bola.

—El tigre sabe esperar con paciencia — respondía con una sonrisa.

Una vez le pedimos a la Pili que le preguntara a la Rosa que le parecía el Indio. A nosotros no nos iba a contestar. Al otro día estábamos ansiosos por saber la respuesta:

—Pili, ¿Qué te dijo?

—Que le parecía un buen muchacho, que siempre había sido respetuoso con ella, no como otros vecinos, que a excepción de la polaca, le hacían el vacío.

—Pero… ¿Le preguntaste si le gustaba?

—¡Claro niños! —respondió la galleguita— Y me dijo que era muy guapo, pero seguro que no querría saber nada con ella por el trabajo que tenía. Tiene miedo que él piense que está buscando un cliente si se le acerca.

Cuando se lo contamos al Indio, esperando que se pusiera contento, no se le movió ni un pelo. Siguió absorto en su esterilla sin respondernos.

—Mirá que es cierto Indio, —le dijo el Pocho—, no te vamos a hacer una joda con una cosa así.

Dejó la esterilla a un costado, puso su mano sobre mi cabeza, me despeinó, hizo lo mismo con el Pocho y con voz pausada dijo:

—Lo que tenga que suceder, sucederá. Igual gracias —y siguió con su esterilla.

Una tarde, cuando la Rosa se iba a su trabajo, paró un auto frente a la puerta y se bajó un tipo que empezó a increparla. Los pibes comenzamos a gritarle, pero el tipo nos ignoró. Estaba vestido con un traje ajustado y pantalón con botamangas anchas. En el auto venían dos más. Autos y trajes no eran comunes en el barrio. La discusión fue subiendo de tono hasta que el tipo le dio un bofetón a la Rosa. Pocho se fue corriendo adentro y le dijo al Indio.

—Le están pegando a la Rosa.

El Indio largó todo y salió corriendo a la calle. El tipo la tenía agarrada del brazo y estaba por darle otro cachetazo cuando el Indio le gritó:

—Soltala compadrito, que te reviento.

El tipo lo miró, sonrió, soltó a la chica y se encaminó hacia el Indio. Cuando estuvo cerca, se puso en guardia y empezó a bailar como un boxeador.  El Indio se quedó quieto, lo dejó saltar y de repente, como un rayo, sacó su mano derecha y se la embocó en la trompa. El compadrito cayó de espaldas. Un hilo de sangre empezó a salir por su nariz. Los amigos intentaron bajar del auto, pero Axel, el carbonero, que se había acercado, tan sólo con un gesto de su mano, los detuvo. Era un alemán grandote, con camiseta musculosa tiznada. Su determinación fue suficiente para desalentarlos.

El compadrito se levantó, se limpió con un pañuelo, se arregló el traje, subió al auto y se fueron sin decir palabra.

Mientras los pibes lo aplaudíamos, la Rosa, llorando, se refugió en el pecho del Indio. Esa noche no fue a trabajar y él por primera vez desde que llegó al conventillo, no durmió solo.

Los negocios tenían características propias, asimilables a sus dueños. El almacén del gallego Ramón, en la esquina de Luis Saénz Peña y 15 de noviembre, con el despacho de bebidas, comúnmente llamado “boliche”, sobre Sáenz Peña. En el almacén podíamos comprar todo suelto: fideos, porotos, harina, yerba, azúcar. La habilidad del gallego y su familia —trabajaban todos en el almacén— para hacer los paquetes en papel de estraza, haciendo repulgues como a una empanada con las dos manos, y finalizado con unos giros del bulto que cerraban los costados como orejitas paradas, siempre me asombró. El gallego vendía fiado, anotando las compras en la clásica libreta de tapas de hule negra. Cuando mi viejo cobraba la quincena, se pagaba religiosamente la deuda. Los domingos, el almacén estaba cerrado, pero si hacía falta algo de urgencia, por el boliche, te sacaban del apuro. El lugar mostraba varias mesas de madera oscura, lustrosas de acodarse, donde los hombres jugaban al truco, al tute, a la brisca o al mus. Mucho café, algunas cañas, grapas y no faltaba el vermut, con o sin fernet, pero siempre con aceitunas y maníes. Otros preferían la barra, parados, para disfrutar sus tragos. A los pibes nos gustaba ir a comprar los domingos, porque siempre ligábamos aceitunas.

El farmacéutico era el profesional de más prestigio en el barrio. Si bien siempre les aconsejaba a los vecinos que consultaran al médico, cuando era algo simple, terminaba recetándolo él. Los muchachos “grandes” esperaban que esté sólo para comprar preservativos o consultarlo por algún problema venéreo. Siempre estaba dispuesto a colocar inyecciones a domicilio a los ancianos o a los niños enfermos.

Como no existían heladeras, había que hacer los mandados todos los días. La carnicería de Don Manolo, con el encargue de mi vieja:

—Decile que te de cuadril del medio.

—Decile a tu mamá que la media res tiene sólo un cuadril. Volvé cada media hora que cuando llegue al medio te vendo —respondía jocosamente.

Después al almacén, a la panadería y en verano a la fábrica de hielo. Se compraba un cuarto de barra, para poder tomar algo fresco. En mi casa había una heladera, con una tapa arriba donde se colocaba el hielo envuelto en bolsas. Debajo un gabinete de metal con un estante donde se podía guardar leche, manteca, carne o comidas preparadas. Las botellas se ponían directamente sobre el hielo, y el sumun de la tecnología: tenía una canillita abajo para vaciar el agua que producía el hielo al derretirse.

No faltaban los proveedores a domicilio. El lechero, en un carro de dos ruedas, caja con aberturas donde encajaban los tarros, caballo tordillo, que se quedaba mordisqueando los pastitos que crecían en el empedrado, mientras el vasco entraba, departamento por departamento con un tarro más pequeño y un vaso-medida de un litro, y servía con maestría el líquido elemento, que las vecinas recibían directamente en la lechera de aluminio.

También el sodero de la empresa Caprile, repartía con una chata tirada por dos caballos percherones. El canastero tenía un carro en el que colgaba un montón de artículos de mimbre, canastos, sillas, sillones, banquitos. Parecía una esfera de mimbre caminando. Los basureros pasaban en una chata de la municipalidad tirada por cuatro caballos. Sobre la calle Caseros hacia la Avenida Entre Ríos, había un par corralones, donde se guardaban carros, chatas y, por supuesto los caballos. La bosta fresca, mezclada con el aroma del forraje para alimentar a los animales, le daba a los corralones ese olor tan característico. Con la caída del sol, al fin de la jornada, comenzaba el desfile de carros ávidos de descanso. Por eso entiendo al poeta que en Barrio de tango, dice en una de sus estrofas: “Así evoco tus noche barrio ´e tango, con las chatas entrando al corralón”.

El tranvía es otro recuerdo imborrable de mi niñez. Por Sáenz Peña pasaba el 9, que cubría el recorrido de Pompeya a Retiro. Los pibes poníamos en la vía chapitas de cerveza rellenas con carbonilla, azufre y pastillas de potasio desechas (pólvora casera) que reventaban al paso del tranvía. Pasar corriendo por atrás y desenganchar el trole, seguido de los insultos del guarda, era otro de los “deportes” competitivos. También nos fue de mucha utilidad en la adolescencia, cuando comenzaron las fiestas de 15 de las chicas del barrio, para aguantar despiertos entre las cuatro o cinco de la mañana del domingo, cuando terminaba, hasta las nueve o diez que nos juntábamos para ir a jugar al futbol. Allí, tomábamos el tranvía y hacíamos la vuelta completa, a Pompeya primero, hasta Retiro después, y vuelta a casa a la hora del partido. Este miniturismo lo hicimos también cuando comenzó la época de los clásicos “asaltos”, en la casa de la chica que tenía patio grande, Wincofon y padres vigilantes. Ellas hacían los sandwiches y nosotros llevábamos las gaseosas. Las veces que nos fuimos a dormir, ¡chau fútbol!, nos despertábamos pasado el mediodía. El año que cumplí 18 los tranvías dejaron de funcionar. Pero en ese tiempo mi viejo se había podido comprar un Jeep Ika, carrozado y aprendí a manejar. A partir de ahí la barra se motorizó.

A los 22 años me fui del barrio. La vida me llevó por variados caminos. Como dice uno de los versos de “Volver”, las nieves del tiempo platearon mi sien. El año pasado, volviendo de un trámite en Barracas, pasé por Sáenz Peña, paré el auto, me baje, y caminé esas veredas, como tantas veces. El edificio de departamentos de mis viejos tiene una fachada nueva, igual que “la casita”. Donde estaba el conventillo de mi amigo Pocho hay un edificio de departamentos moderno. Ya no está la farmacia ni el almacén. Tampoco la carbonería del alemán. No había pibes en la esquina, ni jugando a la pelota. Cerré los ojos y me pareció oír el griterío en un partido:

—Pasala morfón. Dale que estoy sólo.

—¡Gooool! ¡Tomá! ¡Chupate esa mandarina!

Me vi otra vez sentado en la vidriera de la farmacia, cantando con el Chalo, uno de los éxitos de Héctor Mauré:

Son cosas olvidadas,

esos viejos amores

y al evocar tiempos mejores

se van nublando nuestras miradas.

Son cosas olvidadas

que vuelven desteñidas

y, en la soledad de nuestras vidas,

abren heridas al corazón.

 

Osvaldo Villalba

20/12/2014

N d A: Este relato engloba dos más antiguos que fueron ensamblados para participar en un concurso que, obviamente, no gané.