I
—¿Qué hacés acá?
La voz del guardia de
seguridad me sobresalta.
—¿Eh? Nada, miraba los
resultados de los partidos —respondo fingiendo estar asustado.
—Te pagan para que limpies,
no para que juegues con la computadora —me grita con tono autoritario.
—Sí, sí. La...la apago y me
voy —me sale bien el tartamudeo. Me paro despacio y hago tiempo para que el pendrive termine su proceso. Le pasó la
franela a la pantalla, al resto del escritorio, me agacho para apagar el CPU y
retiro el aparato con el dorso de la mano. El vigilador está de frente en la
puerta y todos estos movimientos están fuera de su ángulo de visión.
—Listo, ya está —le digo y
vuelvo al carrito de la limpieza.
En otras circunstancias le
hubiera hecho tragar sus gritos a este forro. Tan inepto que no se preguntó
cómo entré a la computadora. Él también se debe haber sorprendido al
encontrarme ya que ésta es la única oficina que no tiene cámaras. El capo no
quiere que se filtre nada de lo que pasa
aquí. Todavía me falta limpiar la planta baja. Hace un mes que laburo como nunca
en mis diez años de servicio. Mi jefe podría haber pensado en otra tarea para
infiltrarme. En realidad tiene razón. En este horario sólo quedan los tres de
la guardia y yo.
Me pidieron sólo colocar un
micrófono en su oficina, pero como estuve investigando un software que copia
correos, chats y archivos protegidos me pareció interesante instalarlo en la
computadora del gerente. Lo que descubra me lo voy a reservar.
II
—El General te está
esperando —me dice la secretaria dedicándome su sonrisa más provocativa.
—¡Qué pena! —le digo—. Esperaba
quedarme un rato aquí.
—Cuando salgas entonces.
Golpeo y entro sin esperar
respuesta.
—Hola Beto —el General hace
un ademán señalándome la silla frente a su escritorio—. Hiciste un muy buen
laburo. Ya tenemos todo lo que necesitábamos. Tomate unos días de descanso y te
hago saber cuando tenga un nuevo objetivo.
—Gracias jefe. Ya tengo
callos en las manos de los cepillos y franelas.
Me pregunto si sospecha que
sé más de lo que surge de los informes. Tal vez por eso me está sacando del
caso. Deberé estar atento.
Nos despedimos y al salir
le dejo a la secretaria la dirección del bar donde iré a tomar un trago por si
le pinta acompañarme.
III
Pongo el cargador en mi Glock y tiro de la corredera. Con un
ruido metálico la bala entra en la recámara.
Compruebo que el seguro
esté colocado y la calzo en la cintura.
Busco en el cajón del placard una gorra con visera. Elijo la
de River.
Los anteojos de sol y la
campera con capucha completan el atuendo.
Cierro con doble llave la
puerta del departamento después de haber colocado los dos papelitos en el marco
que me asegurarán que nadie entró.
El espejo del ascensor me
hace sonreír. Si no tuviera cuarenta y cinco parecería un pibe chorro.
Paso la puerta de blindex de la entrada y me detengo a
encender un cigarrillo. Mientras hago pantalla con ambas manos al encendedor
observo ambos lados de la calle. Están estacionados los autos de siempre salvo
en la esquina izquierda, de la vereda de enfrente, donde veo un Audi con
vidrios polarizados que no me es familiar.
Si voy hacia allí estoy
regalado. Avanzo en el sentido del tránsito y me detengo unos segundos después
para arrojar un bollo de papel en un cesto de residuos. Si lo veo moverse
tendré que actuar.
Llego a la esquina. El Audi
no se movió.
Mientras cruzo la avenida
me pregunto si tiene sentido tomar todas estas precauciones. Al fin al cabo la
agencia tiene un montón de expertos en estos operativos que casi nunca fallan.
Yo soy uno de ellos. Si la última vez me excedí en el cumplimiento de la misión
y descubrí cosas que no debía fue por propia decisión.
En este oficio no se puede
decir "este trabajo no lo hago", "lo hago a mi manera" o
"no quiero seguir, me retiro". La dedicación es vitalicia. Y la
salida es natural o provocada.
Bajo las escaleras del
subte y una vez en el andén me dirijo hacia donde parará el vagón del
conductor. Llega la formación. Ingreso y me paro junto a la puerta. Comienza a
sonar la alarma de cierre de puertas. Salto al andén un segundo antes que se
accionen. Sonrío satisfecho al comprobar que la formación desaparece en el
túnel y la estación quedó vacía. Con el próximo tren llego hasta la combinación
con la línea D y de ahí a Plaza Italia.
Salgo a la calle y cruzo la Avenida Santa Fe. Busco la entrada al Jardín Botánico.
Faltan 20 minutos para la
hora que me citó Gutiérrez. Aprovecho para dar una vuelta y reconocer el lugar.
No quiero sorpresas.
Cuando Gutiérrez, entonces
con veintitrés o veinticuatro años, se incorporó a la agencia, cinco años
atrás, fui su instructor durante tres años hasta que el General consideró que
podía volar sólo. No hemos tenido contacto desde entonces pero sé que goza de
una excelente reputación. De todos modos debe ser un tema particular porque las
tareas siempre se generan desde arriba, nunca desde un par.
Cuando calculo que ya es
hora del encuentro activo el grabador del celular, lo guardo en el bolsillo
interior de la campera y me siento en un banco.
Cinco minutos después veo
que viene del lado de Las Heras.
—Hola jefe. ¿Hace mucho que
espera? —pregunta Gutiérrez.
—No, recién llego. Sólo el
tiempo de dar una vuelta.
—Sí. Yo también pegué un
vistazo de aquel lado —señala detrás de él— para comprobar que estuviera
despejado.
—Ah, te enseñaron bien —le
digo con una sonrisa.
—Tuve el mejor maestro
—sonríe también—. Todas las precauciones son pocas si no se quiere ser
detectado.
—Mmmm. Presiento que este
encuentro no debió llevarse a cabo.
—Este encuentro...nunca se
llevó a cabo.
—Comprendido —respondo—. ¿Y
qué sería lo que nadie dijo en una reunión que no sucedió?
—En primer lugar que el
General me asignó un nuevo objetivo. Y usted sabe que, después, eso no se
comenta ni con la sombra.
—Empiezo a inquietarme
—digo sin abandonar la sonrisa—. ¿Ya soy menos que tu sombra?
—Usted sabe que es mi
mentor, mi modelo, ¿mi amigo? No puedo con esto.
—Sos mi mejor discípulo. Y
también mi amigo. No puedo permitir que rifes todo lo que ganaste. Te dio un
objetivo. Tenés que cumplirlo.
—No sé los motivos, nunca
los dan, pero no quiero hacerlo.
—Hay que reconocer que el
General llegó ahí por su capacidad e inteligencia para tomar decisiones. Desde
que me percaté que ya no les era útil, aunque no hayan trascendido los motivos
y mejor que no lo sepas así no corrés peligro, tomo mis precauciones. Cualquier
miembro de la agencia que hubiera recibido el encargo la tendría peleada, con
riesgo que yo ganara. Por eso este hijo de puta te comisionó a vos. Porque sabe
que no te podría hacer daño.
—Debe haber alguna forma
—dice Gutiérrez angustiado.
—Cualquier resultado que no
fuera el esperado te pondría a vos en la situación que estoy yo ahora.
—No se preocupe jefe. Algo
se me va a ocurrir. Igual no se descuide. Podría ser que nos estén vigilando o
que le haya dado también el objetivo a otro para probarme. Le dejo este celular
para que nos comuniquemos, tiene cargado mi contacto. Ambos son descartables.
—Increíble como creciste,
pibe. Tenés razón. No hay que bajar la guardia.
Lo despido con un abrazo y
vuelvo a casa. Verifico que los papelitos siguen en su lugar. Estoy más
preocupado que cuando salí.
IV
Nunca pensé que el trabajo
de menor riesgo de todos los que hice en estos años me sacara de circulación.
Lidiar y ocuparme de tipos pesados, integrar bandas peligrosas, tratar con
loquitos sueltos, todo lo que uno se imagina al comenzar un laburo como éste y
con un simple "infiltrate en la organización y ponele un micrófono al
manda más" ahora estoy sentenciado. Claro, la culpa es mía por hacerme eco
de la nueva tecnología que me pasó el hacker y que reveló cosas que no debía
saber. Lo que no tuve en cuenta es que ellos también tienen gente que analiza
los sistemas y podían descubrir el spyware
y su procedencia. Inexperiencia, que le dicen, en estos menesteres,
Fue una buena movida
intimar con la secretaria del General. Pude así
conocer que hubo unas cuantas llamadas intercambiadas por su jefe con el
gerente de la empresa justo antes que me sacara del caso. Eso ya me alertó que
algo no andaba bien. El encuentro con Gutiérrez me lo confirmó. No se me ocurre
cómo salir de este laberinto.
Suena el celular. En la
pantalla aparece Yo. Atiendo.
—Hola —reconozco la voz de Gutiérrez—.
Se dice en radio pasillo que usted descubrió datos que comprometen al General
con la empresa en cuestión y algunos capos policiales. Se habla de cargamentos
muy valiosos que salen del puerto de Rosario con destino al norte de España.
—Mirá vos. Se dicen tantas
cosas...
—Sí, claro. Pero sería una
buena razón para silenciarlo. Por eso se me ocurrió una jugada que, como están
las fichas en el tablero, no deja de ser riesgosa.
—Te escucho.
—Usted y yo somos peones.
Somos moneda de cambio. La única chance es coronar y obtener una dama. Yo la
tengo, una fiscal que está dispuesta a cubrirnos como testigos protegidos si
declaramos.
—¡Nooo! Con mi currículum,
si voy a la justicia, termino con perpetua —empiezo a dudar si no me está
haciendo una cama.
—Por pescar a los peces más
gordos están dispuestos a borrar nuestro historial.
—Dejame pensarlo y te
llamo.
La verdad, es riesgoso,
pero no veo otra salida. Tendré que evaluar que garantías me da el programa y
si me puedo conseguir recursos para empezar algo en otro lugar.
V
—Señor, tiene una llamada
por línea uno —la voz de la secretaria suena nasal en el intercomunicador.
—¿Quién es? —pregunto.
—Un viejo amigo, me dijo.
Empiezan a sonar todas las
alarmas en mi cabeza. Hace un año y medio que desapareció Alberto Fuentes para
dar paso a Edmundo Jadzinsky, con toda una historia prefabricada, con una
empresa de seguridad exitosa, pero sin "viejos amigos".
—Pásemelo.
Suena la campanilla dos
veces y atiendo sin hablar.
—Hola Beto. ¿Cómo estás?
—escucho la voz del General al otro lado de la comunicación.
Osvaldo Villalba
09/06/2023