Cicatrices



La memoria del corazón elimina los malos
 recuerdos y magnifica los buenos,
y gracias a ese artificio,
logramos sobrellevar el pasado.

Gabriel García Márquez

El embotellamiento en la Autopista 25 de Mayo, empleando casi una hora y media en un trayecto que no llevaría más de quince minutos, fue la puerta que lo  transportó a su niñez, tan lejana como dolorosa, tan escondida en su subconsciente hasta ayer, como vívida hoy después de ese llamado. Se vio otra vez, haciéndose el dormido en el sofá del comedor, tapado hasta la cabeza, para no escuchar las peleas de sus padres que, invariablemente, terminaban en golpes. Después, su madre con anteojos negros y pañuelo al cuello para ocultar los moretones. El odio y la impotencia estallaban en su pecho como entonces. Correr a encerrarse en el baño al oír los golpes en la puerta del departamento porque llegaba tan borracho que no podía ni poner la llave en la cerradura. O acurrucarse debajo de la mesa, los brazos cubriendo su cabeza, para atajar los azotes del cinturón. Luego su madre limpiando con agua oxigenada las heridas, producidas por la hebilla, cicatrices en el cuero cabelludo y en el alma, que hoy le duelen otra vez.

El bocinazo lo sacó de sus cavilaciones. Puso primera y avanzó por la Avenida Belgrano. Recordó lo que siempre decía Julio: “Fracción de segundo: tiempo que pasa entre que el semáforo se pone en verde y el tonto de atrás te toca bocina” y, por primera vez en las últimas horas, esbozó una sonrisa.

Los viernes, después del trabajo, era noche de fútbol, pizza y cerveza con sus amigos del barrio. Durante la semana salía muy temprano a recorrer las obras que tenía en construcción la empresa donde trabajaba como arquitecto. Cuando llegaba a su departamento apenas tenía fuerzas para calentarse algo que sacaba del freezer y mirar un rato de televisión antes de quedarse dormido. Pero el viernes, cuando cerraba su escritorio y se sentaba en el auto, sus fuerzas se renovaban con sólo imaginarse, en un rato, en la cancha de fútbol 5, tirando paredes, caños y pisadas y, después con los pibes, cerveza de por medio, reírse de cualquier cosa y aflojar las tensiones de la semana.

En eso estaba la noche anterior cuando sonó su celular. Como no conocía el número, no lo atendió. Después del tercer llamado pensó que tal vez debía responder. Por la insistencia, difícilmente fuera alguna empresa tratando de venderle algo. Se disculpó con sus amigos y se alejó hacia la barra, mientras atendía, para mitigar el bullicio.

Ingresó al estacionamiento ubicado unos metros antes de la Avenida Entre Ríos, paró en el lugar que indicaba el cartel, dejó el coche en marcha y mientras esperaba que le dieran el ticket repasó el diálogo telefónico mantenido en la pizzería:
−Hola, ¿Sos Gastón?, dijo una voz de mujer.
−Sí, ¿quién habla?
−Alicia, tu hermana.
− Ah, hola, ¿cómo estás?   −“Media hermana” pensó.  
−Te llamo porque internaron a papá.
−¿Sí? ¿Qué le pasó?
−Se descompensó. Pensé que debías saberlo.
−Bueno gracias.
−¿No vas a preguntar dónde está?
−¿Dónde está? Igual no quiere decir que vaya
−En la Fundación Favaloro. Hacé lo que te parezca. ¡Chau!
−Chau.”

Caminó hasta la entrada de la clínica pero se quedó en la vereda sin decidirse a entrar. Volvió sobre sus pasos, cruzó otra vez la avenida y entró en el bar. Se sentó en una mesa sobre la vidriera y pidió un café cortado.

Mientras sorbía el café cayó en la cuenta: “Hace más de doce años que no veo a Julio. ¿Cuántos años antes dejé de llamarlo papá?  La última vez que lo tuve frente a mí fue cuando murió mamá. Vino al velorio y, si no me para el abuelo, lo echo a patadas. En ese momento tenía dieciocho o diecinueve años. Él se había ido de casa cuando yo era un pibe de siete u ocho. Se fue a vivir con esa mujer con la que, −después me contó mamá− andaba mucho antes. Al principio venía a verme cada tanto, pero siempre terminábamos mal porque yo le contestaba y me ligaba un sopapo. Cuando nació Alicia, yo tendría diez años, me llevó a conocerla.  ¡Era una beba muy linda! Mi mamá estaba furiosa. Cuando le conté que conocí a mi hermana, me dijo: −¡Tu hermanastra dirás! Yo ni entendía que era eso. Creo que en el fondo mi vieja, a pesar de todo lo que le pegó y la hizo sufrir, lo quería. Un tiempo después cayó en un pozo depresivo del que no pudo salir nunca. Con Alicia nunca pude relacionarme. Nos veíamos en las fiestas si yo iba a verlo a Julio, pero nada más. Cuando mamá murió le hice la cruz. Esa tarde le dije a Julio que mejor se fuera, que no quería verlo nunca más. Y acá estoy, ahora, a treinta metros de donde está internado y no tengo claro qué quiero hacer. ”

Pagó la cuenta y llamó a Alicia. Le dijo que estaba en la esquina y que iba para allá. Ella respondió que bajaba a buscarlo al hall de entrada.
−¡Qué bueno que viniste! –dijo ella mientras le daba un beso en la mejilla−. Disculpame la forma en que te corté ayer.
−Está bien. Estabas enojada y con razón. Disculpame vos, no tenés que hacerte cargo de mis rollos.
−No es nada. Vamos. Está en la unidad renal. A las doce nos dejan pasar quince minutos y después el médico nos da el parte.

Cuando entró a la habitación casi no pudo reconocer al hombre que, conectado a varios monitores, parecía dormitar. El color cetrino de su piel, sus ojos hundidos, grandes ojeras moradas, el cabello ralo y la barba crecida le daban un aspecto tan desmejorado que poco se parecía a la imagen de hombre fuerte y avasallador que había sido en su juventud. Se veía tan débil y vulnerable que, por un momento, todo su odio acumulado, ese que había acuñado desde su niñez, alimentado en su adolescencia y fortalecido en su juventud, pareció desvanecerse. Sintió que traicionaba su propia historia y, mentalmente, sacudió su cabeza ahuyentando todo pensamiento de blandura.

−¿Está consciente? –le preguntó a Alicia.
−Sí, pero está muy sedado. Cuando lo encuentro despierto algo conversa. Pero es muy parco, como siempre.

“Ojalá no se despierte ahora” pensó Gastón, justo cuando la enfermera les avisó que el doctor los esperaba en la oficina al final del pasillo.

−Buenos días –dijo el médico, extendiendo su mano para saludarlos− Por favor, tomen asiento.

Alicia, que ya conocía al médico, tomó la iniciativa.
−Buen día doctor, él es mi hermano Gastón.
−Mucho gusto –dijo el médico, dirigiéndose a Gastón. Luego le preguntó a Alicia− ¿Está al tanto de la situación?
−No –dijo ella bajando la cabeza.

La alarma roja comenzó a sonar en la cabeza de Gastón. Algo le había ocultado.

−Su padre está en emergencia. –le dijo el médico a Gastón− Su cuerpo ya no aguanta más diálisis. La única salida es un trasplante de riñón. La señorita no es compatible. ¿Querría usted hacerse los análisis?

El enojo lo envolvió como una llamarada. Se volvió hacia su hermana, que permanecía con la cabeza baja, en un intento de librarse de ser quemada por su mirada.  “¡Eso era!”, pensó, “¡Con razón quería que viniera!”
−¡De ninguna manera! –sin más, se levantó y salió dando un portazo.

“Por algo me resistía a venir”, pensaba mientras manejaba de regreso a su casa, “debí hacer caso a mi primera impresión. El médico debe pensar que soy un hijo de puta. Lo que él no sabe es que soy el hijo de un hijo de puta. ¿Y a ese tendría que darle un riñón? Cada golpe que me dio lo tengo marcado en mi cerebro, en mi corazón…y claro, también en los riñones. ¡Que joder! Ahora parece un pobrecito, pero cuando venía borracho y me pegaba porque sí, no estaba ni el médico ese que me miró horrorizado ni tampoco Alicia, que me engañó para que viniera a verlo. ¿Por qué tengo que darle un riñón?”

Llegó a su casa, se cambió y se tiró sobre la cama. “Ya está”, pensó, “no me importa lo que piensen. Quien no haya estado en mis zapatos no puede juzgarme. Sólo con Alicia voy a ser delicado. No sé qué padre habrá sido Julio con ella. Al fin y al cabo, cada uno cosecha lo que siembra”

Osvaldo Villalba
25/06/2016





Misterio en el consorcio




Si se reconoce “mi estilo” es
porque siempre escribo lo
mismo. ¡Ay de mí!

Jules Renard

I - La frase que falta

Federico mira con estupor. ¡No, no! Federico está sorprendido. ¡No, tampoco!. Los ojos de Federico se abren en un gesto de sorpresa. No, no me gusta. ¿Por qué siempre que vengo escribiendo fluido me trabo en una frase?
¿Qué es ese olor? ¿Pedro se habrá olvidado de sacar la basura?. ¡Uh! ¡En el palier es más fuerte! ¡Ya está la chismosa de Doña Sofía mirando! ¡No hay movimiento del edificio que se le escape!
La saludo y le pregunto si ella también sintió el olor, aún cuando la respuesta es evidente porque está tapándose la boca y la nariz con un pañuelo. Me lo confirma  y además le parece insoportable.
Le comento que salí para ver si Pedro se había olvidado de sacar la basura. Me responde que no puede ser porque ella lo vio sacarla anoche.
¿Qué puede pasar que vos no sepas? Si vivís prendida a la mirilla de la puerta, digo para mis adentros.
Señala el departamento del fondo. Cree que viene de allí, del gitano, como ella le dice.
Le pido si puede avisarle al encargado, para sacármela de encima, y se va. Me acerco a la puerta del departamento de contrafrente y allí el olor es más fuerte todavía. Creo que lo del pañuelo es una buena idea.
       Llega Pedro con cara de dormido. Detrás lo sigue Doña Sofía. Pedro me dice que no tiene llave de ese departamento. Sería una buena idea llamar a la policía. Marco el 911 y hago la denuncia. 
     Bajamos todos a la calle a esperar al patrullero. Cuando llega el oficial a cargo nos pregunta cuál era el problema. Después de mi explicación nos informa que necesita una orden de la fiscalía para forzar la puerta. Vuelve al patrullero y lo vemos hablar por radio. Unos minutos después nos informa que están consiguiendo la orden y que le van a avisar. Cuando le llega la autorización, subimos al primer piso y el oficial con un agente que lo acompaña proceden a romper la cerradura. Nos piden que nos quedemos alejados. Cuando logran ingresar al departamento encuentran el cadáver del gitano, como le dice Doña Sofía, en un charco de sangre, sobre el sillón, con un balazo en la frente y en avanzado estado de descomposición. No me permiten verlo ni ingresar al departamento.
      El rostro de Federico refleja la sorpresa que le hubiera producido un balazo en la frente. ¡Esa es la frase!

II - Mirilla tiempo completo

¡Mamma mía! ¡Qué olor a podrido! Alguien tiró un perro muerto en el palier. Por la mirilla no se ve nada. ¡Uf! ¡Al abrir la puerta es peor! Hasta me pican los ojos. Voy a poner perfume en el pañuelo. ¡Ah! ¡Ahora sí! Por lo menos respiro el perfume. Ahí salió el barbudo. ¡Es un boludo éste! No sé de qué vive. Nunca va a trabajar. Dice el encargado que trabaja en la casa, escribiendo libros o algo así. ¿Se puede vivir de escribir? Si trabajara para un diario o una revista por lo menos cobraría un sueldo. Pero… ¿libros? Para ganar plata hay que esperar que se vendan. Bueno, por lo menos las expensas las paga.  ¿No venderá otra cosa éste? Me pregunta si sentí el olor. ¿No dije que era un boludo? ¿No me ve con el pañuelo en la boca? ¿O creerá que estoy resfriada? Dice que salió a ver si era la basura. ¡Si Pedro retira la basura todas las noches, menos los sábados que el basurero no pasa! Yo siempre lo controlo. Como decía un viejo político, “la gente es buena pero si se la controla, es mejor”. Le digo que el olor viene del departamento del gitano. No le cuento que hace tres días que no lo veo porque va a pensar que estoy espiando. En realidad, la última vez que lo vi fue cuando le abrió la puerta a la mujer del carnicero del quinto piso cuando éste había viajado a visitar a su madre en Olavarría. ¿Fue el martes? ¿O el lunes? Es igual, son tres o cuatro días. Me pide que lo busque al encargado. Le voy a interrumpir la siesta, pero esto no se aguanta más. Tengo que golpearle varias veces. A esta hora nunca da bola por más que se esté incendiando el edificio. Voy a insistir hasta que me atienda. ¡Por fin! Tuve que gritarle además de golpear la puerta. El aliento a vino que tiene justifica por qué tardó tanto en despertarse. Pero bueno, su trabajo lo hace bien. Está todo limpito. Le cuento y me dice que no puede hacer nada porque no tiene llave del departamento. El escritor llama a la policía. Me voy abajo para ver que van a hacer cuando llegue el patrullero. Detrás de mí bajan Pedro y el escritor. Cuando llega la policía habla con los hombres. ¡Qué machistas que son! Subimos pero no me dejan acercar, así que mejor me quedo en la puerta de mi departamento. Al final, no era un perro muerto, pero el gitano no era mejor que eso.

III - La siesta es sagrada

¿Quién carajo está golpeando la puerta? ¡Son las tres de la tarde! ¡Qué ganas de joder! ¿Y si me hago el boludo? ¡Uh! ¡Es Sofía! ¡Como grita! Mejor me levanto porque no va a parar. ¿Qué sale olor a podrido del departamento del primero contrafrente? ¿Y qué quiere que haga? ¿Qué le ponga desodorante? No, no tengo la llave para entrar. El gitano no confía en nadie. ¿Qué me va a dejar una llave? ¿Quién le dijo que me llame? Ah, el barbeta. Ahora bajo. ¡Ahora quiere llamar a la policía! ¿Y por qué no la llamó antes? ¿Para qué me necesitaba a mí? ¡Qué ganas de joder! Pero bueno, ahora me tengo que quedar. Aunque sea para hacer rostro. Voy a poner cara de preocupado aunque a mí, todo esto, me importa un carajo. Además, a esta hora nadie del edificio me ve que me estoy ocupando. No como en las mañanas, cuando todos se van a trabajar que dejo que me vean lustrando los bronces de la puerta de entrada y limpiando los blindex. O por las tardes cuando regresan, bien paradito, con el uniforme, en el hall de entrada. Bueno, por lo menos está Sofía. Ella se va a encargar de contarle a todo el mundo que yo estuve presente.
La policía no deja que nos acerquemos así que mejor me voy a seguir con mi siesta. Ya me contarán como termina.

IV - Comando radioeléctrico

La tarde viene tranquila. Llevamos casi la mitad del servicio sin novedad por lo que le indico al chofer que se dirija a la estación de servicio de Avellaneda y Fray Cayetano para tomar algo en la cafetería. Nos faltan dos cuadras para llegar y la radio emite su fatídico: “Atención móvil 345 llamado de emergencia”. Respondo con el clásico: “Aquí móvil 345 indique coordenadas”. “Bogotá 2381, entre Fray Cayetano y Caracas. Vecinos reportan mal olor que sale de un departamento”. “QSL, en diez minutos estamos allí” No es urgente así que vamos primero por nuestro café. Cuando llegamos al objetivo hay dos masculinos y una femenina en la puerta. Me confirman la denuncia por lo que llamo a la comisaría para que gestionen la autorización de la fiscalía de turno para forzar la puerta. Me quedo en el móvil hasta que llega la autorización. Subimos al primer piso, el sargento y yo, con dos de los vecinos, el otro masculino, encargado del edificio, se retiró. Les pido que se queden a distancia por lo que la femenina se dirige a su departamento del primer piso al frente. El vecino del departamento interno se queda en el palier, y el sargento con una barreta fuerza la cerradura de la puerta de la unidad contrafrente, identificada con la letra C. Ingresamos al living encontrando el cuerpo de un masculino, en avanzado estado de descomposición, causante del olor denunciado, recostado en un sillón sobre un gran charco de sangre y con un impacto de bala en el hueso frontal con posible orificio de salida por el occipital. Procedemos a cercar la zona y comunicar el hallazgo a la comisaría para que den parte a la fiscalía y a Policía Científica. Dejo al sargento de consigna hasta que lleguen las instrucciones de la fiscalía y del juzgado de turno y me dirijo a la comisaría para redactar el informe de lo actuado.

V – El último que se entera

¿Por qué me citó a mí el fiscal si casi no lo conocía al fulano ese? ¿Habrán citado a otros vecinos también? Me lo habré cruzado una o dos veces en los últimos dos años, porque nunca usa el ascensor. Tampoco va a las reuniones de consorcio. Igual, tiene, o tenía, algo que no me gustaba. No sé que es, pero no lo tragué nunca. La verdad, no lamento en absoluto lo que le pasó. Claro, a la justicia no se lo dije para que no pensaran nada raro. ¡Y me preguntaron si yo tenía llave de su departamento! ¿Para qué mierda iba yo a tener la llave de su departamento? No me enteré hasta la noche, al volver de la carnicería, que lo habían boleteado. ¡El tipo me miró con una cara! Insistía en saber si había discutido con él alguna vez. ¿De qué iba a discutir si no teníamos trato en absoluto? Al final me dijo que podía irme y si tenía algo más para declarar lo llamara.
Por lo que me contó el portero, andaba en la mafia de los autos. Le decían el Gitano, no sé si era sólo un apodo. ¡Debió ser un ajuste de cuentas!
La que quedó muy conmocionada fue mi mujer. Se ve que se impresiona con estas cosas. ¡Claro! ¡Siempre viendo novelitas rosas! Cuando quiero ver una película de acción me dice que vaya sólo al cine, así la disfruto tranquilo y ella no se pone nerviosa. Y si es en la tele, se va al dormitorio a chatear con sus amigas.

VI – Y el mundo sigue andando

¡No puedo parar de llorar! ¡Tengo una angustia que me oprime el corazón como si me lo apretaran con una pinza! Tengo en “repeat” en mi teléfono Sus ojos se cerraron, en la voz de Gardel. No sé si me alivia o me hace peor, pero no puedo dejar de escucharlo. “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando, su boca que era mía ya no me besa mas…”
Menos mal que mi marido está todo el día afuera. Trato como puedo de recomponerme a la noche cuando llega del negocio. No sé cómo voy a seguir viviendo sin sus besos, sus caricias, sus brazos apretándome, haciéndome vibrar como nadie pudo hacerlo. ¡Y mañana me llamaron a declarar en la fiscalía!
¡Nunca quise a nadie como a él! Y sé que nunca volveré a querer a nadie así. Cuando me casé era tan jovencita que ni sabía qué era el amor. Jorge era un buen muchacho, trabajador. Era aprendiz en la carnicería del barrio. Me gustaba y pensé que eso era amor. Y después pasaron muchos años en que la vida se fue transformando en rutina. ¡Hasta que el Gitano se mudó al edificio! Al principio era muy correcto, pero muy galante. Siempre me decía cosas lindas. Yo le respondía con una sonrisa y un “gracias”. ¡A los cuarenta años empecé a sentir mariposas en el estómago cuando lo veía venir! Hasta que un día, como él no usaba el ascensor, por vivir en el primer piso, bajé por la escalera a la hora en que salía y esperé en el segundo piso hasta escuchar cerrar su puerta. Entonces bajé y nos encontramos en la escalera. Nos miramos y sin decir palabra me dio un beso que me partió la boca.
A partir de ahí nos veíamos en su departamento cuando mi marido viajaba para comprar reses o cuando se iba de pesca con sus amigos. Después ya no podíamos esperar a que esto sucediera y empezamos a vernos casi todos los días. ¡Como esperaba el momento de encontrarnos!
Pero la semana pasada me dijo que debíamos hablar. Bajé intrigada y lo encontré muy serio. Me contó como su comunidad acostumbraba a arreglar los casamientos entre las familias. Por eso debíamos dejar de vernos, se iba a casar. Muy enojada, argumenté que yo era casada y eso no había impedido que hiciéramos el amor. ¿Qué le impedía a él hacer lo mismo?

Se quedó callado, bajó la cabeza y me dijo que él no iba a engañar a su esposa. ¡No me dejó opción! Abrí el cajón de la cómoda donde guardaba el chocolate que siempre comíamos después, tomé el revólver que había visto allí antes. ¡Si nos vas a ser mio!, le dije…¡Y lo maté!

Osvaldo Villalba
15/03/2016

(Nota del Autor : 
Raymond Queneau (1903-1976), francés, cuenta que por 1930 asistió a un concierto, El Arte de la Fuga, sobre variaciones de una obra de Bach. Esto lo inspiró, entre 1942 y 1949, a escribir Ejercicios de Estilo, donde un tema nimio, tomado como ejemplo, es relatado por 99 personajes diferentes para mostrar, justamente, sus diferentes estilos. En ese trabajo está inspirado este relato)

El cuidador de animales



Claro, te sentás ahí y me pedís
 que te cuente… ¿Querés que te cuente?
Te cuento.
Clide Gremiger
Explosión – Demonios Humanos

¿En serio me lo decís? ¿Vos crees realmente que Nemesio es un fracasado? ¡Ah! ¡Además un indolente sin futuro! ¡Y también un bueno para nada! ¡Qué fácil resulta desde tu posición poner etiquetas! Con tus veinte años, como hijo del dueño, pensás que te las sabés todas. No niego que te asiste la autoridad legal, como hijo de Don Ramón, de hacerte cargo del circo, mientras dure la convalecencia de tu padre, pero de ahí a venir como una topadora a pasarnos por arriba a todos hay un trecho. ¡Catorce años hace que no pisas el circo! Cuando cumpliste los seis años tu mamá te llevó con ella a la ciudad y nunca más regresaste. ¿Qué sabés de circo? Seguro que también pensás que el Pelado y yo ya estamos viejos para ser payasos ¿no? Pero con Nemesio…¿Vos sabés quien es Nemesio Flores Rojas? ¿No? ¿Querés que te cuente? Te cuento.

Ese flaco bajito, morocho, de cara redonda, bocón, con nariz de boxeador, entró al circo cuando apenas había cumplido los doce años, y todavía faltaban siete para que vos nacieras. Habíamos llegado a un pueblito perdido en el desierto y acampamos a las afueras del caserío. Tu padre siempre contrataba gente de los lugares donde parábamos para armar la carpa. Así apareció Nemesio. Don Ramón le dijo que eso era trabajo de hombres, pero le insistió tanto que al final lo conchabó. Su primer trabajo fue sacar todas las piedras del piso para que no se rompieran las lonas al apoyarlas. Luego repartir las invitaciones para la función y finalmente darle agua y comida a los animales. Habíamos cargado el camión cisterna de agua en la última estación de servicio y  él hizo un montón de viajes llevando el pesado tacho de agua desde el camión hasta las jaulas. ¡No sabés con qué alegría lo hacía! ¡Cantaba a voz en cuello y nos contagió a todos! Cuando nos fuimos del pueblo, se escondió entre las lonas en un camión y se vino con nosotros. Al llegar a la próxima parada, cuando lo descubrieron, Don Ramón quiso llevarlo de vuelta al pueblo, a sus padres, antes que lo persiguieran por ladrón de chicos, como se acusaba en esa época a los gitanos, pero Nemesio le contó que no tenía padres, que vivía en la calle, que nadie en el pueblo lo iba a extrañar y que más de uno festejaría que se haya ido y así librarse de sus travesuras.  Y se quedó.

¡Claro! El pueblo se salvó pero empezamos a sufrir nosotros. Encontrábamos ranas en nuestras cuchetas. ¡Ni te imaginás los gritos de las bailarinas! Nos escondía los elementos de trabajo, o los modificaba para que funcionaran mal. Yo tenía una flor que ponía en el ojal de mi saco que, al apretar en mi bolsillo un pomo de goma, arrojaba agua al que estaba frente a mí. Se tomó el trabajo de torcer el pico de salida y, cuando lo apreté, el chorro me dio en la cara. A Hércules, el Forzudo, le cambió la tira de goma, pintada como si fuera de hierro, con la cual hacía su número, simulando doblarla con mucho esfuerzo, por una de metal de verdad que apenas si pudo levantarla. Lo corrió por todo el circo. ¡Ah! ¡Y el día que le puso grasa a la soga que usaba Jorge para subir hasta el trapecio!  Fue tanto su enojo que nosotros no podíamos más de la risa. Le gritaba: ¡Flores Rojas, vení acá, sino flores rojas voy a llevar a tu entierro! Claro que todo eso lo hacía en los ensayos. Para él la función con el público era sagrada y la disfrutaba como si nunca hubiera visto lo que hacíamos. Por otro lado, en su tarea específica, nunca nadie cuidó tanto de los animales como él lo hace. Todos los bichos lo conocen y se acercan apenas lo ven aparecer.

Por suerte para nosotros creció, y la adolescencia le encendió otras prioridades. Entre ellas, la hija del domador de fieras, la que hoy comparte el lugar con su padre. No tenia…No tiene…ojos más que para ella. Pero nunca, en tantos años se animó a encararla. ¡Mirá que lo alentamos! ¡Tan extrovertido que es para otras cosas! ¡Tan tímido para esto! Pero ella lo sigue esperando. Se pasan horas hablando. Creo que en algún momento se va a animar, o ella tomará la iniciativa. ¿No te parece que hay que darle la oportunidad que ocurra?

El mes pasado, cuando se enfermó el Pelado, Nemesio lo reemplazó en nuestro sketch. ¿Podés creer que cuando tenía que darme el cachetazo, en lugar de hacer sólo el amago, me lo pegó de verdad? ¡Lo quería matar! Pero los pibes lo festejaron tanto que, al final, me la banqué. Yo se que él está esperando que el Pelado o yo nos jubilemos para tomar nuestro lugar, ser el preferido de los niños, tener un carromato propio y…¿sabés?... creo que se lo merece.

Lo último que te cuento: Cuando la trapecista quedó embarazada fue una alegría para todos los integrantes. Porque somos una familia. Nos peleamos como en todas, pero también nos queremos. Y Nemesio estaba feliz. Cuando el bebé nació lo llevaba a pasear en el cochecito para que su mamá volviera a los entrenamientos. Le daba la mamadera, le cambiaba los pañales y lo hacía reír con sus monerías. Cuando empezó a dar sus primeros pasos le compró una pelota. Y se pasaban horas jugando. En los pueblos, cuando llegábamos, preguntaba si había calesita para llevarlo a dar vueltas en los caballitos que suben y bajan. Cuando el niño cumplió los seis años, su madre, que ya arrastraba algunas desavenencias con su esposo decidió irse a la gran ciudad para que su hijo dejara de ser nómade y pudiera ir a una escuela estable. ¡No sabés la tristeza que su partida le causó a Nemesio!

¡Epa, epa, epa! ¿Qué pasa? ¡Los que lagrimeamos somos lo payasos! ¡El público se tiene que reír! ¡Vení, vení! ¡Dame un abrazo!

Osvaldo Villalba
16/04/2016

El defensor


"Las tragedias se resuelven en ejemplos. Un espacio y un tiempo escuetos, cifrados, que acaban con una cabeza real ensartada en la pica de la virtud.
Pero ¿es ejemplar una tragedia que enarbola en la lanza no la bendita cabeza de un monarca, sino la cabeza piojosa de un vendedor de yuyos?"[1]


En el silencio del cuarto la cita me da tranquilidad. No recuerdo cuándo ni dónde la he leído tal vez en la clase de literatura del secundario, en mi Mendoza natal, pero en momentos especiales de mi vida viene a mí mente. Aunque fue el día de mi graduación de abogado, con el título desenrollado sobre la mesa, cuándo entendí, por fin, el significado de esa idea que había dado vueltas tantas veces por mi cabeza sin comprenderlo con claridad: La diferencia está en la repercusión, en la importancia que la noticia tiene para el mundo. Y se debe a la diferencia de clase existente entre ellos.

Algunos años después sigue teniendo vigencia. ¿Acaso es lo mismo el industrial asesinado en un asalto que el pibe acribillado en un barrio marginal por el gatillo fácil de un policía? Seguro en el primer caso habrá una catarata de información en todos los medios. Los diarios, las radios y la televisión dedicarán enormes espacios de sus columnas en el primer caso y de sus programas en los otros dos, utilizando a los mejores periodistas de policiales, con invitados especialistas en criminología, en derecho y en psicología y, mientras el rating y el morbo de la población lo justifique, lo mantendrán en el tope de las noticias. En el segundo caso puede aparecer en un recuadrito en las páginas interiores de los diarios más amarillistas, sin ninguna mención en aquellos de mayor tirada. Esta diferencia, recibida como una revelación aquella vez, fue la que me impulsó a estar del lado de los más débiles, más allá de lo que puedan pagarme, sin darme cuenta de los peligros a los que me expone.

Cuando le conté al Dr. Insaurralde, dueño del bufete de abogados penalistas donde trabajaba desde antes de recibirme, mi decisión de inscribirme en el Registro de Defensores de Oficio, me dijo poco menos que estaba loco. Su discurso resaltaba las bondades de la profesión independiente, donde está la plata grande,  cuidando las espaldas de empresarios y banqueros, ladrones de guante blanco, cuanto más tramposos, mejores pagadores, porque saben que sin tu intervención irían a parar a la cárcel. De los pequeños delincuentes que necesiten un defensor de Oficio porque no pueden pagarse un abogado, ¿qué se puede conseguir?
Cuando le pregunté donde quedaba la defensa de la justicia y la verdad, lanzó una estruendosa carcajada y me dijo: O sos muy joven todavía o muy inocente (por educación no me dijo pelotudo).

La semana pasada me vino a ver la madre de Martín. Martín es un pibe de 19 años que vive en un caserío sobre el margen de un afluente del río Matanza en el partido de Esteban Echeverría. Es el mayor de cinco hermanos, trabaja haciendo changas con albañiles de la zona y los sábados y domingos es caddie en la cancha de golf de un country en Canning. Hace un mes, volviendo de un baile con dos amigos fueron interceptados por una patrulla policial y llevados detenidos por “portación de cara”. Así decimos en la jerga de tribunales cuando los pibes son detenidos sin ninguna razón, tan sólo por su aspecto. Desde entonces, me contó la señora, los persiguen intentando obligarlos a robar para ellos, asegurando que los van a proteger. Como se negaron la semana pasada se los llevaron otra vez y les imputaron un asalto a una estación de servicio. Mi hijo es pobre pero no ladrón señor, me decía la señora llorando. Le prometí ocuparme y envié inmediatamente el escrito al juzgado asumiendo la defensa del imputado y solicitando su excarcelación. Esa misma tarde llamé a la Fiscalía. El caso lo tenía una fiscal conocida y muy buena profesional. Quedamos en encontrarnos al otro día para ver el expediente y lo haríamos juntos porque todavía no había podido leerlo. Al día siguiente, cuando analizamos el expediente pudimos comprobar que tenía un montón de irregularidades y ni siquiera coincidía la descripción de los empleados de la estación de servicio con los detenidos. La fiscal decidió presentar al juzgado la solicitud de falta de méritos para liberarlos. Lamentablemente no pude comprobar si se hizo.

Me hace bien mantener la cabeza ocupada en todos estos recuerdos. No tengo idea de la hora ni cuanto llevo aquí. Pero debe hacer más de un día. Sólo he dormitado de a ratos. Tengo la boca reseca y una sed espantosa. El golpe en la nuca nunca dejó de dolerme pero casi ya estoy acostumbrado. Alguien está abriendo la cerradura de la puerta.
—¡Ah! ¡El doctorcito está despierto! —dice con tono burlón.
La capucha en mi cabeza me impide verlo pero la voz es la misma de uno de los dos que interceptaron mi auto con una moto cuando salía del juzgado. ¿Fue ayer? ¿O antes de ayer? Tenían cascos negros con el vidrio polarizado y me encañonaron con una pistola haciéndome bajar del auto. Creí que me robaban.
—¡Bajate del auto y poné las manos en el techo! —gritó el mismo que ahora me está hablando. Cuando obedecí sentí un golpe en la cabeza y me desperté en esta silla con las manos esposadas hacia atrás, aseguradas al respaldo.
—Así que ahora te sentís el Zorro —dice cerca de mi oído—. Los paladines de la justicia son de otra época. De cuando se peleaba a espada. Ahora se usa esto —siento que apoya algo duro contra mi sien.
—No sé de qué estás hablando —le digo tratando de aparentar serenidad.
—¿Ah no? ¡No me tomes por pelotudo! De que te inmiscuyas en nuestros negocios estoy hablando. De que te hagas el justiciero estoy hablando. Con un solo plomo tus sesos van a quedar desparramados por la pared.
Escucho el click de un arma al ser amartillada. Se me hace un nudo en el estómago.
—¿Sabes rezar? —pregunta— hacelo rápido porque a la cuenta de cinco, fuiste. Cinco, cuatro, tres, dos, uno…
Instintivamente aprieto los ojos y la boca como si eso pudiera ayudarme, al tiempo que escucho el click del percutor sobre la cámara vacía.
—¡Ah! ¡Tuviste suerte! No había bala en la recámara. Tal vez la próxima vez no seas tan afortunado —sigue con el tono burlón mientras me suelta las esposas.
 —¡Vamos caminá —dice mientras me lleva fuera del cuarto agarrándome de la ropa—.Y mañana vas a ir al juzgado y vas a presentar la renuncia a la defensa de Martín Mamani. Esto nunca pasó —aclara y me tira en el asiento de un auto.

El viaje dura unos quince minutos. Por las conversaciones parece haber por lo menos dos tipos más en el vehículo El auto se detiene. Me tironean de la ropa fuera del auto y me tiran boca abajo al piso. Lo siento mojado y con olor a podrido.
—¿Ahora? —pregunta uno. Ninguno responde.
¡Me van a matar! Me tiemblan las piernas. Tengo náuseas. El auto arranca y lo escucho alejarse. No me atrevo a moverme. ¿Y si alguno se quedó para vigilarme? Debe estar apuntándome esperando que me mueva para acribillarme como a una rata. Hace frío. Me tiembla todo el cuerpo. ¡Que se acabe ya!
—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! —grito.
No sé cuánto tiempo pasa pero no escucho ningún ruido. Me duele todo el cuerpo. Me saco la capucha. Las náuseas se transforman en vómito. El llanto se me atraganta hasta que decido soltarlo. Lloro como hace años no lo hago, me chorrea la nariz, me siento ahogado. Grito con todas mis fuerzas. Con el aire que queda en mis pulmones. Un alarido que nace en mis tripas y se pierde en el silencio. Grito hasta quedarme sin voz. Alrededor sólo muda oscuridad.
Me debo haber quedado dormido. Es de día y hay sol. Estoy junto a un curso de agua a mi derecha y una calle con boulevard del otro lado. Ahora hay mucho tránsito. Del otro lado de la avenida, una planta de AySA. Es el Camino de la Rivera Sur sobre el Riachuelo.

—Buen día doctor. ¿En qué puedo servirle? —pregunta el fiscal de turno.
Estuve esperando en la antesala más de media hora hasta que la secretaria me hizo pasar.
—Vengo a presentar una denuncia por amenazas y privación ilegítima de la libertad. Soy el damnificado.

 Osvaldo Villalba

07/02/2016


[1] Liliana Bodoc - Presagio de Carnaval

La noche del sábado



Esperaba con impaciencia la respuesta 
a mi carta, sin atreverme a abrigar 
una esperanza y tratando de acallar 
oscuros presentimiento 
Aleksandr Pushkin

Asunto: La noche del sábado

Querida Silvina:
Utilizo este medio como última opción de comunicarme con vos, habida cuenta que no respondés mis mensajes ni atendés mis llamados.

A pesar del poco tiempo que nos conocemos quiero hacerte saber como te aprecio y me gustaría poder seguir alimentado esta relación como lo hicimos hasta la noche del sábado.

Por eso quiero explicarte los motivos que me llevaron a reaccionar como lo hice y puedas así comprenderme, haciendo un paralelo con el título de aquella película que vimos juntos, “No sos vos, soy yo”, la culpa es sólo mía.

Recuerdo el día que nos conocimos en el cumpleaños de Alicia. Habías llegado acompañada de ese rubio musculoso, de camisa blanca dos talles más chicos del necesario, apretada al cuerpo resaltando así su torso trabajado en incansables horas de gimnasio. Como era de esperarse, al rato, el tipo era el centro de atención de todas las chicas, y egocéntrico como era se olvidó de vos. Por mi parte, como es mi costumbre, –tímido como soy– estaba en un rincón concentrado en mi copa. Te sentaste a mi lado, trayéndome otra copa. Me preguntaste si estaba aburrido. Intenté una respuesta que sonara inteligente, cambiando el verbo estaba por era, aburrido es mi naturaleza. El efecto fue el buscado porque te reíste, sin percatarte de la realidad: eso sentía yo. Después de un pequeño sorbo a tu copa, dijiste con un tono de gravedad fingida, Ninguna persona es aburrida todo el tiempo, las situaciones generan ese estado, por ejemplo, asistir a un cumpleaños por obligación. ¡Casi se me cae la copa de la mano! ¿Tanto se me nota?, pensé. Con una sonrisa te dije cuán perceptiva eras y te expliqué mi amistad con Alicia desde la escuela primaria, la importancia de mi asistencia a su cumpleaños, no fallarle aún cuando no encajaba en su grupo de amistades, por eso tomé ese evento como un compromiso de amistad, hacer algo por un amigo aunque no le guste.
Lejos de desanimarte con mi confesión, me aseguraste que el aburrimiento no estaba en mis genes y así como hacía cosas sin gustarme debía haber otras hechas con gusto. Y me pediste que nombrara cuáles. Dudé si decirte la verdad, por no parecer presuntuoso, pero después pensé, al fin de cuentas, no tengo por qué ocultar mis gustos. Enumeré entonces mi afición por el teatro, sobre todo el independiente –también llamado underground para diferenciarlo del comercial–, por la ópera, los conciertos y el ballet, sin olvidar la lectura, por ocupar una gran parte de mis fines de semana. A esta altura me preguntaba por qué no habías huido espantada a saltar como hacía el resto de la gente en la pista de baile. Entonces subí la apuesta y te dije como todo eso, mis preferencias, para el común de la gente es aburrido. Esa vez no te reíste y me dijiste muy seria, tal vez fuera así para el común de la gente pero a vos te estaba mostrando una persona con una sensibilidad especial y eso no es aburrido en lo más mínimo.

Y así seguimos charlando toda la noche. Y cuando llegó la hora de retirarnos me sorprendiste al decirle al rubio, cuando se acercó a buscarte, que se fuera tranquilo, yo te acompañaría. La cara de disgusto del fulano me hizo disimular mi asombro y lo miré con mi mejor expresión de ganador. Me sentí como si lo hubiera puesto KO en el primer round con un directo al mentón. Después te disculpaste dispensándome de acompañarte por haberlo inventado para sacarte al coso de encima. Llamarías un taxi. Sabías que  yo no iba a aceptar de ninguna manera dejarte sola, pero igual me dejaste hacer todo el esfuerzo para demostrarte mi voluntad de llevarte. En la puerta de tu casa nos despedimos con un beso en la mejilla, prometiéndonos llamarnos luego de intercambiar nuestros celulares.

Nunca te lo conté pero el viernes siguiente, cuando me llamaste preguntándome, en tono de broma, si había conseguido entradas para la ópera, me había pasado las últimas tres horas elucubrando la forma más “casual” de llamarte. Nos reímos un rato hablando tonterías y después de confesar mi absoluta carencia de programa, te invité a cenar comida armenia. Esa fue nuestra primera salida solos. Para mí fue muy gratificante ver que teníamos tantos puntos en común en nuestra manera de ver las cosas y disfruté muchísimo tu compañía.

A partir de ese día, tomé la iniciativa de llamarte. No puedo dejar de agradecer tu paciencia por acompañarme, en los últimos tres meses, al cine –soportando mi elección–, a ver IL TROVATORE en el teatro Avenida y, lo más meritorio, tu disposición a comer en los distintos restaurantes típicos –comida mejicana, tailandesa, peruana, judía– conociendo tu afición a las cadenas de comida rápida.

Por eso, cuando el sábado pasado elegiste ir a un restaurante con cena y baile no pude negarme. ¿Cómo no iba a darte el gusto después de haberme acompañado en todos mis programas? Sólo te aclaré que era muy malo bailando y te reíste.

La comida estuvo muy buena. Los momentos de baile con salsa, cumbia y otras melodías movidas las fui salvando como pude, tratando de copiar los pasos de los demás y como nadie se fija en el otro hasta fue divertido. Después del postre y el champagne, invitado por la casa, vinieron los lentos. Traté de disuadirte argumentando cansancio pero tu insistencia y predilección por los boleros acabaron con mi resistencia. Como música, a mí también me gustan. Salimos a bailar y me pasaste los dos brazos por el cuello apretándote contra mí. Cantabas los boleros en mi oído, me acariciabas el pelo y yo, transpirando –lo debes haber notado–, estaba cada vez más tenso. Cuando por fin decidimos irnos fue un alivio para mí. Pero al llegar a tu casa me ofreciste subir a tomar un café. Intenté rehuir la invitación preguntando si no era tarde, pero tu respuesta me descolocó. Con una mirada pícara me preguntaste para qué era tarde, si me esperaba mi esposa en casa. Nunca antes habíamos hablado de nuestra vida personal, ni nos habíamos hecho preguntas íntimas. Me repuse de la sorpresa y traté de salir de la situación con una broma, respondiendo que sólo me espera mi gata Frida pero, como no sabe la hora, nunca me regaña.

Subimos a tu departamento y todo se desarrolló como un torbellino. Apenas cerramos la puerta, me llevaste de la mano hasta el sofá, sacaste mis zapatos y recostada sobre mí comenzaste a besarme suavemente mientras me desabrochabas la camisa y el cinturón. Yo estaba muy nervioso y no sabía cómo pararte. Sólo atiné a decirte que mejor me iba. Y esa chispa encendió la mecha. Toda tu dulzura se transformó en un volcán de ira. Ahora, más tranquilo lo entiendo y hasta lo justifico. Como una ametralladora me preguntaste qué pasaba, si no me gustabas, si era eso. No me salían las palabras. Creo haber dicho: no, no es eso, sos muy hermosa o algo parecido. La respuesta, en lugar de calmarte aumentó más tu enojo. A los gritos me preguntaste cuál era el motivo entonces, si yo creía estar con una puta,  o  que te estabas regalando, o si te consideraba poca cosa para un intelectual como yo. La forma de marcar las sílabas de “intelectual” me causó gracia, pero traté de que no se me notara porque no estaba el horno para bollos. Intenté hilvanar una explicación pero ya no me diste oportunidad. Con los ojos centelleantes me echaste de tu casa. Desaparecer de tu vista fue la ordenanza.
Y para cumplirla te paraste, abriste la puerta y me empujaste afuera. No hubo forma de calmarte. Cuando estaba en el palier, arreglándome la camisa y abrochándome el cinturón, te asomaste otra vez y me revoleaste los zapatos. Por suerte pude esquivarlos pero no impedir su caída por el hueco de la escalera. Bajé descalzo hasta la planta baja y, sentado en el primer escalón, me los puse. Cuando levanté la vista un grupito de adolescentes, desde el umbral, me estaban mirando con sonrisas cómplices y comenzaron a aplaudirme.

Te pido disculpas por lo del sábado. Te pido disculpas por toda esta perorata. Te pido disculpas si mi actitud te ofendió. Te considero una mina extraordinaria, muy hermosa y mucha mujer para cualquier hombre.

Pero como dije no soy un tipo convencional, razón por la cual toda esta situación me ha dejado muy confundido. Todavía no he podido reponerme de una pérdida sufrida hace un poco más de un año. Estuve en pareja casi cinco años y hasta hace unos meses consideraba esa relación como el amor de mi vida. Se fue de este mundo  –no sé si habrá otras dimensiones– en el invierno del año pasado. Tenía HIV. Se llamaba Javier.

Sólo te pido un poco más de tiempo. Un beso, te quiero
Raúl   


Osvaldo Villalba
19/01/2016