A Susana,
la mujer
de mi vida
El
calor no me deja dormir. Hace 24 horas que se cortó la luz. Ya oscureció por lo
que no me es posible leer. De espaldas en la cama, con la ventana abierta por
si el viento se digna dar una vuelta, no me queda otra que divagar.
Me veo en el gran salón del primer piso de la
tejeduría que los dueños acondicionaron para que funcione la administración. Hacía
poco que me habían contratado, aunque me conocían de antes. Eran proveedores de
la fábrica de prendas femeninas donde me desempeñé como contador durante seis años. De allí me fui a trabajar
con otro confeccionista pero duré solo un año y meses porque no compartíamos la
ética en la profesión. Cuando me peleé con el propietario y me despidió, en el
ambiente textil se supo en seguida y los dueños de la tejeduría me vinieron a
buscar. Para ellos también era la primera vez que tendrían un contador full time. Estuvimos un tiempo apretados
en otra planta, la de telas de algodón, mientras preparaban la oficina en la
planta de Nylon y Lycra. Mi escritorio, ubicado casi en el vértice de la L que
formaba el salón me permitía visualizar todos los puestos de trabajo. En
realidad sólo me interesaba ver uno. El de ella, la cajera. Yo la había escogido
para ese puesto. Los dueños me habían dado carta blanca para que organice la
oficina así que el primer día, después de las presentaciones, me reuní con cada
una de las empleadas que componían el plantel hasta ese momento, —la jefa
contable creo que estaba con licencia por maternidad o algo así—, e intenté
tranquilizar al que, hasta ese momento era el encargado de todo, producción,
compras y administración, que me veía como un paracaidista que había llegado a
soplarle el poder. Si bien le di a entender que venía a sumarme al equipo y no
a desplazar a nadie, que mi función se centraría en aspectos contables que no
interferirían con su trabajo, creo que
nunca lo conseguí del todo. Recién cuando nos mudamos a la otra planta y quedó
otra vez como gran jefe allí, se tranquilizó.
Fue en esas entrevistas, cuando le tocó a
ella, que le pregunté:
—¿Qué hacés en la oficina?
—Nada —fue su repuesta
—¿Cómo nada? ¿Cuál es tu trabajo?
—Hago lo que me mandan hacer. No tengo
ninguna función específica.
El desparpajo de sus 22 años me dejó atónito.
“Ya te voy a dar tareas”, pensé. Supe que me odió el día que, al ensobrar
sueldos, necesitamos monedas y la mandé a buscar cambio a la terminal de
colectivos que estaba en la misma cuadra. Cuando fuimos a la nueva oficina la
puse al frente de la caja y ya no tuvo que hacer tareas en la calle. Igual creo
que me odiaba porque hacer la caja implicaba ingresar los recibos de cobranza,
clasificar por fecha los cheques diferidos y preparar los depósitos bancarios con
los cheques al día y en cartera que vencían cada día. Luego el nuevo cadete hacía
los depósitos. Todo se hacía a mano, con tiras de máquina de sumar, porque no
existían las computadoras personales. Y todo eso había que terminarlo antes de
las 13 horas para darle tiempo al cadete a llegar a todos los bancos. Siempre
tenía diferencia y entonces llegaba yo, como un caballero en su corcel blanco,
tildábamos las tiras de máquina y la encontraba. Creo que así me fui ganando su
admiración y a mí me despertaba cosas que nunca había sentido. Éramos los
últimos en el turno de almuerzo y nos íbamos a la cocina donde comenzamos a
charlar de nosotros y conocernos. Ella
me contaba de sus ganas de estudiar medicina y su plan de inscribirse en el
curso de apoyo para dar el examen de ingreso, de su novio con el que llevaba un
poco más de dos años de relación, tenían muchas cosas compradas para casarse y
que no le agradaba que ella estudiara. Yo intentaba naturalizar el desbarajuste
que era mi matrimonio, y mi negación a tomar una decisión que era inevitable.
Empezó a estar en mis pensamientos a toda
hora. Disfrutaba verla por la mañana, buscar las diferencias, almorzar juntos,
saborear la comida que a veces traía para mí. Seguía en mi cabeza cuando
manejaba rumbo a mi casa. O en la sesión de karate-do. Cuando veía televisión.
Los fines de semana. Empecé a preocuparme porque se estaba metiendo en mi ser y
no veía que tuviera posibilidades de algo más que una agradable relación de
trabajo. Estaba seguro que no era un buen partido para una piba de 22 años,
soltera, meterse con un tipo casado, con tres hijos y 11 años mayor. Y menos si
ya tenía novio. Nada a favor pero el metejón que tenía no me cabía en el pecho.
La veía pasar delante de mi escritorio, después del almuerzo, desde el baño donde
se había retocado el maquillaje y me derretía. Sentía ganas de levantarme,
abrazarla y besarla en medio de la oficina. Creo que algunas de las compañeras
comenzaron a darse cuenta por las indirectas que enviaban.
Hasta que un día, la vi un poco bajoneada y
cuando fuimos a almorzar me contó que había roto con el novio. No sé si se notó
la alegría en mi cara pero igual traté de consolarla. Así y todo no me animé a
avanzar. Me justificaba pensando que debía darle un poco de tiempo porque
podría volver a arreglarse.
Por primera vez en mi vida comprendí lo que
era estar enamorado. Sin embargo fue ella la que con una frase tan simple como
“qué bueno que sos” rompió la muralla auto impuesta y disfrutamos el primer
beso.
Con muchos temores, con muchas dudas, ambos
comenzamos en ocho meses la aventura de vivir juntos. Me hice cargo de todas
mis responsabilidades de padre, y comenzamos de cero alquilando un departamento
en Paternal. Sólo sabíamos que estábamos muy enamorados. El futuro era
incierto.
¡Volvió la luz! Prendo el ventilador. Regreso
al presente. Ella duerme a mi lado. Le doy un beso y sonríe dormida. Pasaron un
poco más de 41 años de esta historia. Tuvimos dos hijos, que ya volaron. Y
estamos en relación con mis tres hijos mayores, hoy ya hombres.
Si me preguntan qué es el amor creo que no
podría explicarlo con palabras, pero como dice la letra de un tango. ¿Qué me
van a hablar de amor?
Osvaldo
Villalba
08/01/2020
Nota del autor: Éste relato formó parte de la Antoligía Siempre tendremos París de la Editorial Ser Seres Ediciones publicado en este año.