Penal

 





El árbitro es arbitrario por definición. 
Éste es el abominable tirano que ejerce 
su dictadura sin oposición posible y el 
ampuloso verdugo que ejecuta su poder 
con gestos de ópera. 
“El fútbol a sol y sombre” 
Eduardo Galeano

 

Un día como hoy, hace 52 años me dirigía a la cancha de San Lorenzo (el viejo gasómetro, en Av. La Plata, recuperado hace unos años, para satisfacción de mis amigos Cuervos) a ver la final del campeonato entre mi amado River, que hacía en ese momento 11 años que no ganaba un campeonato, y que debería esperar 7 mas para dar la vuelta después de aquellos fatídicos 18 años.

Rácing, el otro participante de ese triangular, ya había quedado sin chance. La final era con Vélez, y supongo que se jugaba allí, por cancha neutral. Me tocó la ubicación detrás de un arco y pude ver y sufrir, a pocos metros como el zaguero Gallo, arrojándose en palomita sacarba la pelota, en el área, con un puñetazo como si fuera un arquero. Todo los hinchas del Millo festejamos por adelantado el penal que nos daría el campeonato... pero NIMO, el árbitro de ese partido, dio corner o foul, no recuerdo...

Después no alcanzaría ni la pelota en el travesaño de Cubillas desde 50 metros, para sacarnos la desazón.

JAMÁS PUDE PERDONAR A NIMO.

Por lo menos, así lo veo yo...

 

Osvaldo Villalba

22/03/2020

Ella

 





A Susana, 
la mujer 
de mi vida

 

El calor no me deja dormir. Hace 24 horas que se cortó la luz. Ya oscureció por lo que no me es posible leer. De espaldas en la cama, con la ventana abierta por si el viento se digna dar una vuelta, no me queda otra que divagar.

Me veo en el gran salón del primer piso de la tejeduría que los dueños acondicionaron para que funcione la administración. Hacía poco que me habían contratado, aunque me conocían de antes. Eran proveedores de la fábrica de prendas femeninas donde me desempeñé como contador  durante seis años. De allí me fui a trabajar con otro confeccionista pero duré solo un año y meses porque no compartíamos la ética en la profesión. Cuando me peleé con el propietario y me despidió, en el ambiente textil se supo en seguida y los dueños de la tejeduría me vinieron a buscar. Para ellos también era la primera vez que tendrían un contador full time. Estuvimos un tiempo apretados en otra planta, la de telas de algodón, mientras preparaban la oficina en la planta de Nylon y Lycra. Mi escritorio, ubicado casi en el vértice de la L que formaba el salón me permitía visualizar todos los puestos de trabajo. En realidad sólo me interesaba ver uno. El de ella, la cajera. Yo la había escogido para ese puesto. Los dueños me habían dado carta blanca para que organice la oficina así que el primer día, después de las presentaciones, me reuní con cada una de las empleadas que componían el plantel hasta ese momento, —la jefa contable creo que estaba con licencia por maternidad o algo así—, e intenté tranquilizar al que, hasta ese momento era el encargado de todo, producción, compras y administración, que me veía como un paracaidista que había llegado a soplarle el poder. Si bien le di a entender que venía a sumarme al equipo y no a desplazar a nadie, que mi función se centraría en aspectos contables que no interferirían con su trabajo,  creo que nunca lo conseguí del todo. Recién cuando nos mudamos a la otra planta y quedó otra vez como gran jefe allí, se tranquilizó.

Fue en esas entrevistas, cuando le tocó a ella, que le pregunté:

—¿Qué hacés en la oficina?

—Nada —fue su repuesta

—¿Cómo nada? ¿Cuál es tu trabajo?

—Hago lo que me mandan hacer. No tengo ninguna función específica.

El desparpajo de sus 22 años me dejó atónito. “Ya te voy a dar tareas”, pensé. Supe que me odió el día que, al ensobrar sueldos, necesitamos monedas y la mandé a buscar cambio a la terminal de colectivos que estaba en la misma cuadra. Cuando fuimos a la nueva oficina la puse al frente de la caja y ya no tuvo que hacer tareas en la calle. Igual creo que me odiaba porque hacer la caja implicaba ingresar los recibos de cobranza, clasificar por fecha los cheques diferidos y preparar los depósitos bancarios con los cheques al día y en cartera que vencían cada día. Luego el nuevo cadete hacía los depósitos. Todo se hacía a mano, con tiras de máquina de sumar, porque no existían las computadoras personales. Y todo eso había que terminarlo antes de las 13 horas para darle tiempo al cadete a llegar a todos los bancos. Siempre tenía diferencia y entonces llegaba yo, como un caballero en su corcel blanco, tildábamos las tiras de máquina y la encontraba. Creo que así me fui ganando su admiración y a mí me despertaba cosas que nunca había sentido. Éramos los últimos en el turno de almuerzo y nos íbamos a la cocina donde comenzamos a charlar de nosotros y conocernos.  Ella me contaba de sus ganas de estudiar medicina y su plan de inscribirse en el curso de apoyo para dar el examen de ingreso, de su novio con el que llevaba un poco más de dos años de relación, tenían muchas cosas compradas para casarse y que no le agradaba que ella estudiara. Yo intentaba naturalizar el desbarajuste que era mi matrimonio, y mi negación a tomar una decisión que era inevitable.

Empezó a estar en mis pensamientos a toda hora. Disfrutaba verla por la mañana, buscar las diferencias, almorzar juntos, saborear la comida que a veces traía para mí. Seguía en mi cabeza cuando manejaba rumbo a mi casa. O en la sesión de karate-do. Cuando veía televisión. Los fines de semana. Empecé a preocuparme porque se estaba metiendo en mi ser y no veía que tuviera posibilidades de algo más que una agradable relación de trabajo. Estaba seguro que no era un buen partido para una piba de 22 años, soltera, meterse con un tipo casado, con tres hijos y 11 años mayor. Y menos si ya tenía novio. Nada a favor pero el metejón que tenía no me cabía en el pecho. La veía pasar delante de mi escritorio, después del almuerzo, desde el baño donde se había retocado el maquillaje y me derretía. Sentía ganas de levantarme, abrazarla y besarla en medio de la oficina. Creo que algunas de las compañeras comenzaron a darse cuenta por las indirectas que enviaban.

Hasta que un día, la vi un poco bajoneada y cuando fuimos a almorzar me contó que había roto con el novio. No sé si se notó la alegría en mi cara pero igual traté de consolarla. Así y todo no me animé a avanzar. Me justificaba pensando que debía darle un poco de tiempo porque podría volver a arreglarse.

Por primera vez en mi vida comprendí lo que era estar enamorado. Sin embargo fue ella la que con una frase tan simple como “qué bueno que sos” rompió la muralla auto impuesta y disfrutamos el primer beso.

Con muchos temores, con muchas dudas, ambos comenzamos en ocho meses la aventura de vivir juntos. Me hice cargo de todas mis responsabilidades de padre, y comenzamos de cero alquilando un departamento en Paternal. Sólo sabíamos que estábamos muy enamorados. El futuro era incierto.

¡Volvió la luz! Prendo el ventilador. Regreso al presente. Ella duerme a mi lado. Le doy un beso y sonríe dormida. Pasaron un poco más de 41 años de esta historia. Tuvimos dos hijos, que ya volaron. Y estamos en relación con mis tres hijos mayores, hoy ya hombres.

Si me preguntan qué es el amor creo que no podría explicarlo con palabras, pero como dice la letra de un tango. ¿Qué me van a hablar de amor?

 

Osvaldo Villalba

08/01/2020


Nota del autor: Éste relato formó parte de la Antoligía Siempre tendremos París de la Editorial Ser Seres Ediciones publicado en este año.