Carnada


No tengo que esconder mis temores. Pero lo que no puedo permitir es que mi miedo me paralice.Paulo Freire


I
Hace tanto frío que mis pies están entumecidos. Sin embargo siento mis palmas mojadas. Al tal punto que la Browning casi se me resbala. La apoyo un momento sobre mis piernas y me seco las manos pasándolas por el buzo. Vuelvo a empuñarla, ahora sí la siento firme.
Los nervios me hacen transpirar. ¿Nervios? ¡No! ¿Por qué engañarme? El dolor que siento en el estomago se parece más al miedo. ¿Y si es, qué? Recuerdo haber leído alguna vez: El miedo hizo que el hombre sobreviviera a circunstancias adversas. Lo importante es que no lo paralice, sino piense como canalizarlo. Sí, claro, la teoría es perfecta, pero acá y ahora, el temor se cuela por todos mis poros.
Miro la hora. Son las 2 de la madrugada.  El viento sacude las ramas de los árboles con violencia.  Me tiro de panza en el pasto y me arrastro hasta los arbustos. ¡Ahí están! Los escucho gritar. Como a 500 metros se ve el resplandor de las linternas. ¡Ya salieron a buscarme!
¿Cómo carajo me metí en este quilombo?


II
Fue un jueves, tres semanas atrás. Los jueves es el día que mi mujer hace polisomnografías y trabaja toda la noche.  Además mi hijo tenía guardia en el hospital, por lo que me tocaba cenar sólo. Como no tenía apuro me quedé más tarde que de costumbre en el trabajo. Pasé algunas canciones desde la PC de mi oficina a mi MP4 para después, en casa,  bajarlas a mi notebook. Cuando cerré la puerta de ingreso a la administración y me paré en el descanso de la escalera, frente a la playa de estacionamiento del Club House, la niebla cubría toda la cancha de golf que se extiende al frente. Las columnas de alumbrado de la calle perimetral que lleva a la entrada del country se veían con una aureola circular alrededor de las luminarias y me recordaron las representaciones de los santos en los cuadros religiosos. Comencé a bajar. En el primer piso la puerta de la cocina del restaurante estaba cerrada. Seguramente el equipo de fútbol de veteranos no vendría a entrenar, dadas las condiciones del tiempo. Cuando lo hacen, a esa hora ya están preparando la cena para ellos. Mi auto era el único que quedaba en el estacionamiento. Encendí el motor y le pasé el secador a los vidrios que estaban empañados por la humedad. Salí despacio, cumpliendo con la norma de velocidad máxima 10 km/h. En el trayecto el único movimiento lo aportaban las lechucitas que cazan de noche. Son pocos los residentes permanentes y están, en su mayoría, del otro lado. Avancé por la calle hasta la salida, casi 400 m, con casas cerradas y a oscuras sobre mi derecha y el campo de golf sobre mi izquierda. En la salida, bromeé con los vigiladores de la noche, como siempre, por la hora en que salía — que no hay que trabajar tanto, que los excesos siempre son malos — y otras tonterías, y no tanto, como esas.
Me abrieron el portón automático y enfilé por la calle que sale a la ruta. Es un trayecto de 3 km, con barrios privados a los dos lados Las luminarias de la calle también se veían con aureolas. Al tomar velocidad, la niebla, iluminada por los faros, se desgajaba como una nube en el viento y a medida que me acercaba a la ruta, se hacía más tenue. En los últimos 400 m está la zona urbanizada, con algunas casas y comercios que, por lo avanzado de la hora, ya estaban cerrados. Una vez en la ruta, la niebla casi había desaparecido. Había poco tránsito, y la mayoría doblaba por la avenida que va hacia el pueblo. Yo tenía que seguir 1 km más hasta la rotonda que sube a la autopista. Es bueno hacer el trayecto al revés del tránsito, venir a trabajar a la mañana, cuando todo el mundo va para Capital, y regresar cuando la gente que trabaja en Capital colapsa los accesos regresando a provincia. Por eso estoy acostumbrado a andar rápido, porque el tránsito es muy fluido. Pero esa noche me extrañó no encontrar ni un auto siquiera al entrar en la autopista. A dos km, más o menos, está la primera casilla de peaje. Los empleados de la cabina y el efectivo de gendarmería que custodia, le estaban dando duro al mate. Una vez traspasada la barrera y luego de la curva que empalma con la vía que viene de Cañuelas hay un trayecto de 5 o 6 km que es una recta, tramo que es conocido como Jorge Newbery, y que desemboca en la Avenida Riccieri. Como no se veía a nadie, pisé el acelerador y me mandé. Igual nunca le doy mas de 120 km/h, pero como acostumbro a andar entre 80 y 100, par mí, eso era rápido.
Venía escuchando al Polaco en la radio y, cuando faltaba poco para llegar a Riccieri, vi por el espejo unos faros potentísimos que se acercaban vertiginosamente. En pocos segundos me pasó como un poste. Era una camioneta negra, 4x4, no alcancé a ver que marca, pero debería ir a mas de 150 km/h.
¡Que loco! Pensé. Todavía no había terminado de salir de la Jorge Newbery cuando me pasó una moto con dos personas, que parecían ir más rápido que la camioneta todavía. La moto era similar a esas que se ven en las carreras. Bueno, pensé, es el día de los locos. ¡Vayan tranquilos muchachos! Y levanté el pie del acelerador, haciendo el rebaje para entrar en la Riccieri. Allí la autopista es una recta que llega hasta la General Paz. Había recorrido los primeros 500 m y veía a lo lejos los faros traseros de la camioneta y de la moto, que ya me habían sacado una considerable ventaja. Me estaba preguntando cual era la necesidad de ir a esa velocidad, cuando me sorprendieron cuatro fogonazos y observé como las luces de la camioneta se salían del camino y desaparecían de mi campo visual, al tiempo que la luz de la moto se alejaba. Inmediatamente, y sin saber porque lo hacía, apague las luces del auto y lo tiré a la banquina, estacionando el auto entre unos árboles. Si era lo que me parecía que era, debía pensar bien lo que iba a hacer. No pasaba ningún vehículo por la mano que circulaba, pero seguramente los coches que venían de Capital debían haber visto algo. Sin embargo no se observaban luces de autos detenidos y el transito seguía normal por la vía de enfrente.
Tal vez me estaba imaginando cosas. Me acordé del personaje de Alterio en Caballos Salvajes: “¡vos ves mucho cine pibe!”
Encendí el motor y salí despacio. Prendí las luces al ingresar a la autopista. A medida que me acercaba al lugar, sentía que mi corazón latía más y más rápido. No estaba seguro de lo que iba a hacer cuando llegara al lugar en el cual, estimaba, había sucedido todo. De repente vi en el piso las marcas de unas cubiertas que iban hacia el pasto. El corazón me dio un salto y detuve el auto. Miré hacia la banquina y, sobre el pasto húmedo, se veían marcas de neumáticos, hasta donde alcanzaba la luz de la autopista, en dirección al alambrado que, si bien entonces no se veía, yo sabía que estaba como a veinte metros. ¡Pero ni rastros de la camioneta! Mi mente se debatía entre la curiosidad y la prudencia (léase miedo). Un poco mas adelante, iluminados por mis faros, podía ver dos cosas brillantes sobre el pavimento. Miré por el espejo y como no venía ningún vehículo avancé con el auto hasta llegar donde estaban, deteniéndolo de manera que mi puerta quedara a la derecha de los objetos. La abrí, los tomé y cerré la puerta. Ahora no tenía dudas, eran dos vainas vacías, de un arma larga, tal vez un fusil de los automáticos. El olor a pólvora me quedó en la mano. Puse primera y me alejé lo más rápido que pude. Todo el viaje miraba atrás para ver si alguien me seguía.
Cuando llegué a casa, escondí las vainas entre los cachivaches que hay en mi cochera y  luego, dentro del departamento prendí la tele para ver el noticiero. Pasé de un canal a otro, buscando las diferentes opciones, para ver si alguno decía algo.
¡Ni una palabra! Si no fuera porque lo que tenía en la cochera, podría pensar que lo imaginé todo.
Igual decidí no contar nada a nadie, ni siquiera a Mabel, mi mujer. ¿Para qué iba a preocuparla con algo que ni siquiera sabía de que se trataba?
Me calenté la comida que estaba en el microondas. Mabel se va a trabajar pero siempre me deja algo preparado para mí, sobre todo cuando sabe que estoy sólo. Comí mientras continuaba con el zapping por los diferentes noticieros, sin ningún resultado.
Finalmente me fui a dormir, pero me costó conciliar el sueño, cosa poco frecuente en mí. Daba vueltas en la cama y no me podía sacar de la cabeza la escena.

 III
¡Tengo que hacer algo pronto o van a terminar por encontrarme! Tiro la corredera hacia atrás y confirmo que la recámara tiene el proyectil. Saco el seguro. ¿Cuánto hace que no disparo una de estas? Casi 44 años, cuando era “coreano”, como nos llamaban a los colimbas que hicimos el servicio militar en la Federal. ¡Espero que mi pulso sea por lo menos un 70% del que tenía en esa época! Me arrastro hasta la vera del arroyo. El pasto está muy mojado La humedad y el frío me llegan hasta médula  ¿Será muy hondo para cruzarlo? Siempre es preferible a que me encuentren. Me deslizo como un tobogán hasta que las zapatillas se hunden en el agua. ¡Que olor a podrido! Me paro y camino despacio. El agua me llega hasta la rodilla. El fondo está blando y resbaloso. Estoy llegando casi al medio y el agua todavía no me llega a la cintura. Las linternas se están acercando al lugar donde estaba hace un rato, pero si logro llegar a la otra orilla y ocultarme antes que lleguen, van a pasar de largo. ¡Uh, la puta! ¡Un pozo! El agua me llegó al pecho. ¡Que frío carajo! Ya salgo del pozo, otra vez el agua en la cintura. ¡Vamos que sólo faltan unos metros! Ya estoy saliendo. Hay unos arbustos subiendo la barranca. Me tiemblan hasta las pestañas. ¡El frío es insoportable! ¡Y el miedo también suma! Si zafo de ellos, me va a matar la pulmonía.

IV
Los días siguientes pasaba despacio por el lugar. No se que pensaba encontrar, pero igual buscaba alguna explicación. En las noticias no había aparecido nada. Cuando volvía a casa, me fijaba en el garaje, si estaban las vainas, única prueba de que no había tenido una alucinación.
Había pasado una semana, y ya estaba otra vez inmerso en la rutina del trabajo.
Una mañana me llama el encargado de la guardia informando que el Inspector Ramírez de la Policía, preguntaba por mí.
—¿Vino con móvil?  —le pregunté.
—No, es un auto particular pero no es de los que vienen de la comisaría de Canning —me respondió.
—¿Retiraron ya este mes los vales de nafta? —le dije, pensando que se trataba de algún pedido de “colaboración”
—Sí, lo retiraron la semana pasada —me confirmó
—Bueno, que pase.
Al rato me estaba golpeando la puerta de la oficina. Abrí y lo hice pasar. Me tendió la mano y su apretón fue firme, como debe ser – no soporto los que te dan la mano y parece que agarraras un pescado —; luego se presentó:
—Inspector Alberto Ramírez de la DDI de Lomas de Zamora, ¿El señor… —leyó en un papelito que traía en la mano— Edgardo Céspedes?
—El mismo —le respondí— ¿en que lo puedo ayudar?
Miró hacia la oficina contigua, donde Oscar tecleaba en su pc, y preguntó:
—¿Podemos hablar en otro lugar?
¡Uh!, pensé, seguro no quiere testigos de lo que me va a mangar.
—Sí, vamos afuera.
Salimos al pasillo, bajamos la escalera, y caminamos hasta el centro de la playa de estacionamiento.
—¿Está bien acá? —pregunté. Estábamos solos en medio de la playa. En las cocheras del medio estaban estacionados los tres autos de administración, los de dos de los empleados y el mío. En la primera fila de cocheras, al lado de la pileta de niños, había un automóvil que no conocía. Seguro es el de Ramírez, pensé.
—Sí, está ok —me dijo— ¿Su auto es un Gol cuya patente empieza con C y termina en 135, color azul? —preguntó.
Desde el ángulo que estábamos no se podía ver la patente, pero el dato era correcto. A lo mejor se había fijado antes de subir.
—Efectivamente, es ese —le dije señalándolo—. ¿Cometí alguna infracción? —pregunté
—No, ¿te puedo tutear?
—Sí, claro —le dije cada vez mas intrigado.
—Mirá, vamos a hacerla corta. El jueves pasado te fuiste como a las 21.30 ¿no?
¡El corazón me dio un salto! Con el tono más tranquilo que pude sacar, le respondí:
—La verdad no me acuerdo, siempre me voy tarde…
—Tratá de hacer memoria, es muy importante. Necesito que me digas que viste esa noche en la Riccieri.
Ahora sabía porqué venía, pero… ¡ni loco le iba a soltar nada!
—¿Qué se yo? —le dije—, lo que veo todos los días, camiones, autos, nada especial.
Sonrió y poniendo un tono “comprensivo” me dijo:
— Yo se que esto es difícil y que preferirías no involucrarte, pero la verdad es que ya estás involucrado.
Me quedé mirándolo sin pestañear siquiera, y tratando que no se notara que sentía un nudo en el estómago.
—Pasaste a las 21.45 por el primer peaje —continuó— y tres minutos después pasó una camioneta en la que viajaban dos oficiales de la DDI de Lomas, que unos minutos después les habían volado la cabeza. Alguien se llevó la camioneta con los cuerpos y recién la encontramos al día siguiente en un descampado detrás de una fábrica abandonada sobre el Camino de Cintura.
—¿Porqué me contás eso? No leí nada sobre esa noticia —dije, tratando de mantener mi postura de “yo no vi nada”.
—Es porque no informamos a la prensa —me aclaró— Los agentes estaban detrás de un caso de corrupción en la fuerza y estaban por hacer contacto con alguien del grupo, pero parece que se filtró alguna información y… —dejó la frase en el aire.
Mi mente trabajaba a mil, pensando que tenía que decir para mantenerme al margen de ese quilombo. ¿Por qué había dicho que yo ya estaba involucrado?
— ¿Y yo que tengo que ver con todo eso? —me jugué.
—Nosotros determinamos, con las cámaras del peaje que el automóvil que pasó antes fue el tuyo, y no pasó otro hasta 15 minutos después. De modo que el que pudo ver algo tuviste que ser vos. Y, no te quiero asustar —agregó— pero como te encontramos nosotros, te pueden encontrar ellos, ya que seguramente pueden tener acceso al mismo tipo de información. Por eso, por tu seguridad, queríamos contactarte antes. Es gente muy peligrosa.
¡Mierda! Si no quería asustarme, pensé, lo disimulaba muy bien, porque ahora sí que estaba asustado de verdad. ¿Qué hago? ¿Le cuento?, pensé. ¡Y sí! Tenían todos los datos. ¡Me tenían escrachado!
—Y suponiendo que hubiera visto algo. ¿Qué protección tendría?  —le pregunté.
—Te voy a poner un móvil que te acompañe.
—¿Por cuánto tiempo? ¿Hasta que me tomen declaración? Y después ¿Qué? ¿Y los fines de semana? ¿Y con mi familia? —A medida que le hacía las preguntas me iba dando cuenta que no podrían protegerme indefinidamente. En cambio si no hablaba, tal vez los otros también lo supieran y entonces no representaría un peligro para ellos.
Mejor me mantenía en la posición de “no vi nada” como al principio.
—Menos mal que no vi nada, así que no hace falta nada —le dije— Bueno, Ramírez, tengo que volver a mi laburo.
—Está bien —me dijo con un dejo de resignación. Sacó una tarjeta del bolsillo interior de su saco y me la tendió.
—Aquí está mi teléfono y el id de mi radio. Cualquier cosa que necesites, no dudes en llamarme.
Nos dimos la mano y se dirigió al auto estacionado junto a la pileta chica.
Mientras lo veía irse pensé que estaba en el horno.
Cuando llegué a la oficina, Oscar me preguntó a que había venido.
—Lo de siempre —le dije— una colaboración para la compra de un móvil.

V
Llegué a los arbustos y ya estoy cuerpo a tierra. Al otro lado del arroyo, las linternas ya llegaron al lugar desde donde crucé. Serán unos 50 metros. Mejor me alejo del arroyo. Por los arbusto no veo que hay detrás, pero cualquier cosa con tal de distanciarme de las linternas. Piso despacio para no hacer ningún ruido que los alerte. Mientras mas tarde se den cuenta que crucé el arroyo, mejor. ¡Ah! Ahora se ve, adelante, como a 100 metros, una hilera de árboles muy altos. Eso implica, en general, un camino de entrada. Lo mejor será comprobarlo. La ropa mojada me pesa y el frío me está matando. Miro atrás y las luces pasaron de largo. Me parece que zafé.

VI
Esa tarde, la del día que vino el policía, me fui temprano porque tenía que pasar por una escribanía a firmar una nota. Cuando crucé el portón de salida vi que en la banquina de la vereda de enfrente, la del country vecino, estaba parado un móvil policial. En cuanto salí a la calle y aceleré observé por el espejo retrovisor que el móvil se ponía en marcha y venia tras mío. Este tipo no se da por vencido, pensé, y bueno, vamos a ver hasta donde llega.
El auto me siguió hasta la General Paz. Cuando entré en la Dellepiane, vi que salía hacia el lado de Puente la Noria. Los días siguientes se repitió la operación, y siempre me dejaba al cruzar la General Paz.
Igual, cada vez que veía venir una moto por el espejo izquierdo o el retrovisor, un frío me recorría la espina dorsal y el corazón me galopaba en el pecho. Si vienen por mí, pensaba, que podrá hacer el móvil que me sigue. Hasta que la moto me pasaba y se alejaba casi no respiraba.
Esto se repitió hasta la tarde de ayer…
Me extrañó no ver el móvil al salir. Bueno, pensé, se cansó. ¿O habrán liberado la zona? Este último pensamiento me produjo un cosquilleo en el estómago. Una vez en la calle  aceleré. Cuando llegué a la ruta entré sin parar ya que no había tránsito. A 50 mt más o menos, había un móvil cruzado en la banquina y un control policial con caballetes.
Ah! Por eso no estaba el móvil, pensé, estaban acá. El poli me hizo seña con la mano para que me detuviera al costado de la ruta. Se acercó a la ventanilla de mi lado, Me saludó con un rápido movimiento de su mano hacia la gorra, y me dijo:
—Buenas tardes, por favor registro, cédula verde y seguro del automotor.
—Buenas tardes —respondí, y me puse a buscar lo que me pedía. Le di los carnets y me quedé esperando. El poli se alejó con los documentos hacia el móvil donde estaba su compañero, y pude ver que se los mostraba. Conversaban pero estaban muy lejos como para que yo pudiera escuchar. Luego volvió hacia el auto, y me dijo:
—El Inspector quiere hablar un momento con Ud, ¿Me acompaña por favor?
Ya me empezaba a hinchar las pelotas, pero ¿qué podía hacer? Paré el motor, saqué la llave y me la guardé en el bolsillo. Caminé hacia el patrullero. El poli me seguía unos pasos atrás. El que decía ser el Inspector había abierto la puerta trasera del móvil y revolvía unos papeles sobre el asiento trasero de la camioneta doble cabina. Cuando llegué junto a él, se enderezó y me tendió la mano. Confiado se la estreché… ¡Y todo sucedió tan rápido! Pegó un tirón de mi mano hacia el móvil al tiempo que el otro me empujaba por la espalda dentro de la cabina. Me tiraron sobre el asiento y escuché que cerraban la puerta con un golpe. El poli se sentó sobre mi espalda y me puso el antebrazo sobre el cuello, apretándome la cara contra el asiento. Me faltaba el aire, aunque era más por el susto que por la presión del brazo.
—Pará, —le dije— debe haber algún error, el Comisario de la 4ta. de Canning me conoce
—¡Callate! —me gritó mientras me daba un sopapo en la nuca—. Ya sé quien sos, quedate quieto y tranquilo y no va a pasar nada. Dame la llave de tu auto —dijo mientras me apretaba el cuello.
Carajo, pensé, este no está jodiendo. Y sentí como se me hacía un nudo en el estómago.
—¡Aflojá! —le grité tratando de no demostrar el miedo que sentía—. La tengo en el bolsillo del jean. Y así no puedo sacarla.
Se levantó un poco dejándole movilidad a mi brazo izquierdo que había quedado colgando al costado del asiento y apretado por su pierna, mientras me mantenía contra el asiento apretándome por el cuello de mi buzo.
—Sacala con cuidado —me dijo— ¡No hagas nada raro!
—¡Que carajo querés que haga! —le dije— ¡Si apenas me puedo mover! —Metí la mano que tenía libre, justamente la izquierda, ya que la derecha estaba bajo mi panza, en el bolsillo delantero del jean, saqué la llave y se la alcancé.
—¡Ahí va! —le gritó a alguien— ¡Llevatelo! —por lo que pensé que se la había tirado a ese alguien a través de la ventanilla. Escuché el golpe de la puerta delantera cerrándose y el coche que se ponía en marcha.
—¡Rápido vámonos! —le dijo al que estaba al volante. El móvil salió disparado mientras el tipo se volvía a sentar sobre mi espalda.

VII
Ya estoy entre los eucaliptos. En medio de la hilera el barro seco marca dos huellas profundas. ¿Dónde llevará el camino? ¿Me alejaré o me voy a meter en la boca del lobo? Bueno ya estoy jugado. ¡Esta noche he pasado por cosas que nunca imaginé que me podía pasar! Camino pegado a la hilera de árboles. Las linternas a mis espaldas parecen estar elevadas del suelo. ¡Carajo! ¿Habrá un puente sobre el arroyo? ¡Parece que están pasando para este lado! ¡Hijos de puta! No me los puedo sacar de encima. A ver si las piernas me responden para correr un poco… ¡Uff! ¡Creo que no corrí ni veinte metros y los pulmones se me salen por los ojos! ¿Y si me quedo y los enfrento? ¡No boludo! ¡Te van a matar! ¡Mientras pueda seguir escapando tengo chance!
Se terminan los árboles ¿Qué habrá más allá? Veamos... Una carrerita mas… ¡Una tranquera! ¡Y está con cadena y candado! Bueno…La salto. ¡Uff! ¡La ropa mojada me pesa un montón! ¡Bah! ¡Lo que me pesa es la buzarda! Hay un camino de tierra… El arroyo queda… a la derecha ¡Para el otro lado entonces!
Enfrente hay otro alambrado. ¿Sigo por el camino o me meto en el otro campo? ¡Por el camino quedo más expuesto! ¡Mejor intento meterme por el alambrado!
¡Uhh! Tiene dos hileras de alambre de púa. ¡Mejor sigo por el camino! Voy a ir pegado al alambrado que hay arbustos. ¡Las linternas están llegando a los eucaliptos! ¡A correr otro poco! … ¡Uff! ¡No doy mas! ¡Carajo! ¡Aparecieron faros adelante por el camino! ¡Ahora quedé en el medio!


VIII
Con el gordo sentado sobre mi espalda estaba realmente asustado. Era evidente que no se habían equivocado y que me llevaran de esta forma no era para “averiguación de antecedentes” precisamente. Tenía que intentar escapar, pero no se me ocurría como hacerlo.
Después de varios minutos de viaje – no estaba en condiciones de calcular cuantos – el móvil comenzó a traquetear como si el camino fuera de tierra o mejorado.
—Me duele la espalda —le dije. Sin decir nada se paró y me gritó— Sentate y quedate quieto! —al tiempo que me levantaba el buzo tapándome la cabeza.
—Poné las manos juntas sobre tus piernas! —ordenó. Sentí que me colocaba unas esposas.
El auto siguió saltando en los desniveles del camino no se por cuanto tiempo, ya había perdido la noción. Me esforzaba en imaginar formas de zafar de la situación, pero todas las alternativas que se me ocurrían eran impracticables.
De pronto el móvil giró hacia la izquierda haciendo chirriar los neumáticos, y golpeándome contra la puerta trasera derecha, y se detuvo bruscamente. Escuché que se abría la otra puerta y al instante se abrió la de mi lado,
—Bajáte —me dijo agarrándome por un brazo y tirándome hacia fuera.
Me bajé despacio, estirando los pies hasta que sentí que tocaban el suelo y me paré agachado hacia delante para no golpearme la cabeza. El buzo me molestaba en la cara.
Me tomó de la ropa y me llevó empujando hasta que mi pie izquierdo tropezó con algo que parecía un escalón.
—Levantá el pie —seguía hablando en ese modo imperativo del que tiene la manija y no se le puede discutir. 
Hijo de puta, pensé, si tengo la oportunidad te voy a cagar a patadas.
Los escalones eran dos y entramos en un lugar con olor a humedad. Era el olor característico del cemento fresco que se siente en las obras en construcción.
—¡Sentate! —y me empujó sobre una cama o algo así que crujió con el  peso de mi humanidad. 
Sentí que abría las esposas y pegó un tirón que me hizo doler las muñecas, mientras me decía con el tono “amable” de siempre:
—¡Mejor que te quedes tranquilo si no querés que te cuelgue del techo por las patas!
—¡Andate a la mierda! —le grité, y me pegó un sopapo en la cabeza, que se amortiguó con el buzo que tenía arrollado.
Escuche que le decía al otro:
— Ya está, quedate con él que le voy a avisar al jefe que venga cuando quiera.
Luego escuché una puerta que se cerraba.
Me saqué el buzo de la cabeza y observé a mi alrededor. Estaba en penumbras, pero como mi vista ya estaba acostumbrada a la oscuridad, en seguida comencé a distinguir el entorno. Era una habitación grande, con una cama de una plaza en un rincón, donde yo estaba sentado, cubierta con una manta marrón bastante ordinaria. La ventana estaba sobre la pared de enfrente pero estaba cerrada y tenían unos postigones de madera por afuera, con agujeros que dejaban pasar rayos de luz. Al costado de la cama una mesa de luz de madera y sobre la pared de la derecha, donde estaba la puerta, había una cómoda de dos puertas y cajones en el medio. Todo muy rústico  No se veía nada más.
Me acosté sobre la cama y me quedé mirando el techo. Un montón de preguntas se me agolpaban en la mente. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué me tenían acá? Afuera escuchaba que hablaban, pero no entendía lo que decían. Pero por lo que había dicho el poli, alguien iba a venir, “el jefe” me pareció que dijo ¿Para qué? ¿Me van a interrogar? Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Y después? ¿Me van a soltar? Seguro que no. ¿Cómo me van a dejar para que los acuse? Me parece que soy boleta. Pero a lo que más miedo le tengo es al dolor. Más que a la muerte creo. No sé cuanto tiempo había pasado, pero no me podía entregar así mansamente. Estaba jugado. Si quería zafar de la tortura, me tenía que escapar, concluí. Pero ¿Cómo? Tenía que pensar rápido. Me paré tratando de no hacer ruido y me acerqué a la ventana. Miré por los agujeros, la tarde se había transformado en noche y sólo se veía una luz que venía de lo que parecía el porche de la casa. Debía ser una bombita de 25 w porque la luz era muy tenue, y apenas iluminaba hasta el portón de entrada. Enfrente parecía todo campo. Los postigones estaban con cadena y candado por afuera. Me fui hasta la puerta, caminando despacio, y ahí  caí en la cuenta que ya no se oían las voces. Miré por el ojo de la cerradura. Se veía una mesa de madera con dos sillas, una botella de whisky barato, dos vasos y una gorra. En una de las sillas había una chaquetilla  Pero no se veían los polis ¿Sería la oportunidad de escapar? Uno se debe haber ido, pero el dueño de la gorra y la chaquetilla tenía que estar por ahí. Tanteé el picaporte y la puerta se abrió. Abrí despacio rogando que no chirriara, pero no, se abrió suavemente. Sobre la izquierda estaba la entrada a la cocina, ya que se veía la pileta y un pedazo de la mesada. Al lado había una puerta cerrada. Debía ser el baño. Se notaba luz prendida por debajo de la puerta. ¡Seguro que allí está el poli! A la derecha una puerta con una ventana al lado que seguro, era la salida. Sí. ¡Tenía que salir! Cerré la puerta de la habitación despacio. Tampoco hizo ruido. Caminé hacia la salida en puntas de pie y al pasar al lado de la silla que tenía la chaquetilla, vi el correaje y la cartuchera del poli. ¡Claro, no se iba a sentar en el inodoro con todo eso! Saqué la pistola, y me sentí más tranquilo. Si el tipo me descubría… ¡Yo tenía la ventaja!. Igual era mejor que no se diera cuenta. Caminé hacia la puerta y la abrí despacio. Por suerte tampoco hizo ruido. La cerré con suavidad, y me largué a correr lo más rápido que me dieron las piernas y mis kilos! Salté la verja que era chiquita y corrí para el campo de enfrente. Hacía mucho frío y estaba muy oscuro. Al rato mi vista se fue acostumbrando a la oscuridad. Pensé que sería mejor ir campo adentro que siguiendo el camino. Ya no podía correr. Traté de caminar rápido. No puedo calcular cuánto tiempo caminé, pero, mirando atrás, la casa ya no se veía, y tampoco ninguna luz alrededor. De repente apareció un declive en el terreno. Abajo pasaba un arroyo. Bajé despacio hasta que la pendiente se terminó. El suelo era blando, muy húmedo. Llegué hasta el borde del arroyo. Decidí  costearlo. Miré hacia ambos lados y elegí ir a la izquierda. Un rato después divisé un montecito y hacia allí fui. Cuando llegué me senté, recostado contra un árbol, a tratar de recobrar aliento. Hacía mucho frío y sin embargo las palmas de mis manos estaban transpirando…

IX
¡Ahora sí estoy jodido! Los autos son varios por la cantidad de faros que se ven. ¡Y vienen a mil! Bueno, aquí se acabó. Pensé en Mabel. ¡Debe estar desesperada que no llegué a casa anoche! Cuando me atraso un poco, y me pasa seguido, no piensa que me fui con una loca, como haría cualquier mujer, ella siempre piensa que me pasó un accidente. Igual en la cana no le van a tomar la denuncia. Ya debe estar llamando a los hospitales. ¡Ni se imagina en la que estoy metido! Mi hijo Alejandro es más tranquilo, tal vez ni se enteró que no llegué. Mis otros hijos más grandes, Javier, Damián y Valeria, y claro mis nietos Santi y Paula, hermosos, estarán en sus casas, con sus familias. Y de Hernán y mi primera nieta Micaela, ¡hace tanto que no sé de ellos!  Si Mabel no los llamó no deben saber nada. ¡Pero no! ¡Mabel debe haber llamado a todo el mundo! Me gustaría abrazarlos a todos ahora. Tener la posibilidad de despedirme, si éste es el final. Viene a mi memoria la carta de despedida del Che a sus hijos: “sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”.
Me queda el consuelo que los míos son así, bien comprometidos, y si esta es la ocasión en que me van a cerrar la cuenta, me puedo dar por cumplido.
Me tiro en la zanja, que está seca, para quedar más cubierto. Los autos van a llegar primero que los que vienen con las linternas del otro lado, así que enfoco la pistola hacia allí, la martillo y apunto. Ya llegan… Son patrulleros. Pero… están pasando de largo, creo que no me vieron. ¡Zafé otra vez! Por lo menos hasta que se encuentren con los otros y vuelvan.
¿Qué hago? ¿Me meto por el alambrado? ¡Carajo! ¡Esos son tiros! ¡Y están tirando con armas automáticas! No entiendo nada. ¡Es un tiroteo de la gran puta! ¿Qué está pasando?
Ahí vuelven los autos. Mejor otra vez contra el suelo. Ya casi llegan. ¡Se pararon! Apunto…
—¡Céspedes! —se escucha por el altavoz del patrullero— Soy Ramírez, está todo bien. Ya terminó todo. Voy a bajar.
¿Será verdad? Se está abriendo la puerta del patrullero, y se baja alguien. Lo veo a la luz de los faros del coche que está un poco más atrás. ¡Sí, es Ramírez! Pero no está de traje sino de uniforme. Bajo el percutor de la pistola y me paro. Está viniendo hacia mí.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—¡Sí, claro! ¡Mojado, con frío y un cagazo bárbaro! ¿Cómo voy a estar? Me cuidaste un montón —le grité mientras sentía todo mi cuerpo temblar como si tuviera fiebre.
—Llegamos a tiempo, ya te estaban alcanzando —me dice— los limpiamos a todos.
—¿Quiénes eran? —pregunto
—El grupo de los que viste en la moto, ahora ya podes contarlo.
—¿Cómo sé que no hay más?
—Porque tenemos la lista, pero no teníamos pruebas.
—Pero puede haber algún capo por arriba, ¿no?
—Y…Eso no lo podemos descartar. Pero los que estábamos buscando cayeron todos. Si hay alguien más arriba, tendrá que armarse un nuevo grupo. Este se terminó.
—Igual en la puta vida voy a vivir tranquilo.
—No te preocupes, a los que podías incriminar, ya los bajamos. No sos peligroso para nadie. Los capos no laburan por revancha, esto es por “negocios”, Business dicen en las películas, ¿no?
—Bueno, mejor me lo creo —le alcanzo la pistola— llevame a mi casa.
—¿La hubieras disparado?
—Claro, ya estaba por dispararte a vos.
—Recuperamos tu auto —cambia de tema—, y le acabamos de avisar a tu mujer que estas bien.
—¡Puta que considerado! ¡Si hubieras hecho bien tu trabajo no hubiera hecho falta que te tomaras tantas molestias!
Se sonríe por primera vez, y mientras nos dirigimos al auto dice:
—Entiendo que estés enojado. Vamos a la DDI de Lomas, tu mujer va para allá en un móvil que enviamos a tu casa, y te lleva ropa seca.
Bueno, por lo menos Mabel ya debe estar tranquila. ¡O no! ¡Seguro que está pensando que estoy despanzurrado y no se lo quieren decir! Mientras el auto avanza, me va rondando por la cabeza todo lo que me pasó. No tengo ganas de seguir hablando. Los polis hablan boludeces entre ellos, pero ni los escucho.
Ya llegamos, y como casi todo en la bonaerense, es una incongruencia: la DDI (Delegación Departamental de Investigaciones) de Lomas de Zamora…¡está en Avellaneda!
Bajo del móvil y veo mi auto estacionado en un costado. ¡Y allí está Mabel! Los pies no me alcanzan para correr y abrazarla. Nos apretamos fuerte. Y por supuesto, escucho que está llorando. ¡Al fin un signo de normalidad en mi vida! ¡Ella siempre llora! Y yo también. ¡Como te amo!
Ramírez se acerca y escucho que me dice:
—No quisiera interrumpir, pero necesito que me firmes unos papeles. ¿Querés cambiarte primero?
Nos lleva a una habitación y nos deja solos. Mabel me toca para convencerse que soy yo y… ¡estoy vivo! Quiere que le cuente todo.
—En seguida mi amor, me quiero ir pronto de acá y te cuento todo, tengo para escribir un cuento. Andá, sentate en el auto, que termino en un toque y nos vamos a casa.
Ya cambiado, vuelvo a la oficina. Allí Ramírez le está dictando un informe a un escribiente. Me siento en la silla que está frente a la ventana. Ramírez camina mientras le dicta al pibe usando esa terminología rara que tiene la poli.
Miro por la ventana, ya está amaneciendo, ¡y el corazón me da un salto! ¡Saliendo de la oficina que está al otro lado del patio, camina tranquilamente el gordo que me había “levantado” ayer!
Salgo disparado de la oficina, llego hasta el poli, que estaba entrando a otra oficina, y con el impulso que traía le meto una mano, la zurda, que es la mejor, a la altura de sien.
El tipo, cae contra el marco de la puerta, se tambalea, al tiempo que grita, y cuando le estoy por dar una patada en las bolas, siento que me agarran de atrás.
—Pará, ¿Qué hacés? —me dice Ramírez
—Soltame, este es uno de ellos —le grito
—¡No! —me dice— ¡éste es mi mejor hombre!
Y ahí me cayó la ficha… De golpe todos los cubos se fueron acomodando. Y todas las cosas que me hacían ruido, tenían sentido…
La custodia, que justo ese día, no estaba. Lo fácil que fue escaparme de la casa.
Como me quedé quieto, Ramírez me soltó. El gordo se estaba levantando agarrándose la cara.
Me doy vuelta hacia Ramírez y lo agarro de la campera.
—¡Hijo de puta! ¡Me usaste de carnada! ¡Me podrían haber matado!
—Era necesario, pero teníamos todo bajo control, sabíamos dónde estabas, tenías un transmisor en la pistola
—¿Y si no la hubiera llevado?
—No te habríamos dejado escapar, pero estábamos seguros que aquel que alguna vez disparó una 9 mm, en un trance de peligro, y teniéndola servidita, no la dejaría pasar.
—¿Y cómo se enteraron ellos para buscarme?
—Dijimos por radio que eras un testigo protegido y que te habías escapado en esa zona.
—Sos de lo peor —lo suelto con un empujón, y me voy hacia mi auto donde me espera mi mujer.
—Esperá que no me firmaste el informe —me grita Ramírez
Subo al auto, le doy un beso a Mabel, pongo marcha atrás y doy la vuelta en U. Pongo la primera, y al pasar al lado de los polis les grito:
—Con el informe, podes hacer un conito, y te lo metes en el…
Justo Mabel prende la radio del auto y no se escuchó el final. Por lo menos me pude desquitar del gordo. ¡Que piña que le metí!

Osvaldo Villalba
Ago 2008 – Ene 2010
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