Basta que alguien
me piense para ser
un recuerdo.
Oliverio Girondo
El agua de la ducha le golpea la cara. Está
sentado en el suelo, recostado sobre los azulejos del baño con la cabeza
ligeramente recostada hacia atrás por lo que ve llegar los chorros de agua.
Hace mucho tiempo que el agua sale fría, pero eso ya no le importa.
Diego cierra los ojos y trata de detener la
oleada de recuerdos que se amontonan en su cabeza mezclándose como naipes en
manos de un crupier. Las imágenes de partidos de fútbol en la canchita del club
se confunden con las peleas con otras barras y el aguante en la tribuna de
Barracas Central los sábados que juega de local.
El Pelusa está presente en todos los recuerdos.
Se conocían desde el colegio primario, que a duras penas habían terminado, con
la complicidad de la directora que quería sacárselos de encima. El Pelusa tenía
un hermano dos años menor, el Rulo y aunque tenía la misma edad que Diego,
parecía mayor y hacía valer su autoridad ante ambos. El Pelusa era un líder
natural.
Con ellos había empezado aspirando pegamento en
la placita del barrio. Después vinieron los arrebatos donde el Pelusa marcaba a
la víctima y después repartía el botín como le daba la gana. En la cancha era
el que aguantaba los trapos. Cuando jugaban al fútbol Diego quedaba ronco de
gritar “pasála”, aunque estuviera mejor ubicado, el Pelusa siempre quería hacer
el gol. Cuando fueron más grandes empezaron los robos a mano armada;
supermercados chinos, quioscos, pizzerías. En uno de ellos, cuando escapaban
después de asaltar la estación de servicio de Vieytes e Iriarte, un policía le
disparó al Rulo. Diego le hizo de escudo y recibió el impacto en el brazo. Agradecido,
le dijo que sería su hermano para siempre. El Pelusa ni siquiera lo llevó a
curarse.
Siente dormidas las piernas, quiere encogerlas
pero no puede. ¡Si pudiera poner su mente en blanco! Alguna vez leyó que se
podía pero no creía que fuera cierto. Ya no podía enfocarse en otra cosa que en
el último golpe. El Pelusa lo había citado en el bar para contarle que tenía
algo especial. Lo acompañaba su hermano. Primero sintió curiosidad, y después
un poco de inquietud cuando le contó de que se trataba: había seguido durante
tres semanas al dueño de una casa mayorista de envases y descartables del
barrio de San Cristóbal. Pero la idea no era asaltarlo en el local, sino en su
casa en Vicente López que era una zona más tranquila. Los sábados cerraba a las
dos de la tarde y el tipo se iba después a jugar al golf a un club de Olivos, y
regresaba a su casa a eso de las ocho de la noche. Allí lo esperarían. En la
cuadra no había casilla de vigilancia privada, como es usual en la zona. La más
cercana estaba a dos cuadras. Pelusa dio las instrucciones:
—Vos, Rulo sos el encargado de levantar un auto
chico y rápido, un Gol, un Clío o un Peugeot 307 o 308, por ejemplo. Vos
—dirigiéndose a Diego— andá a verlo a Miranda y conseguí los fierros. El sábado
a las cinco de la tarde nos encontramos en la placita. Vos y yo lo primereamos
cuando se abra el portón, y vos Rulo te quedas de campana con el auto en
marcha.
El sábado, las
cosas se dieron como las había planeado el Pelusa. Se habían quedado en la
esquina, en la calle lateral por donde pasaría el Audi del empresario. Cuando
lo vieron pasar, Diego y El Pelusa bajaron y caminaron por la vereda de
enfrente escondiéndose detrás de los árboles. Cuando abrió el portón del garaje
y enfiló el auto, corrieron y se metieron con él. Una vez adentro, lo sacaron
del auto amenazándolo con sus armas, y en medio de insultos entraron a la casa
por la puerta interna, que daba a la cocina. Una mujer que lavaba algo en la
pileta, gritó cuando los vio entrar.
—¡Calláte! —le
gritó El Pelusa, mientras agarraba al tipo de la ropa y le apoyaba la pistola
en el pómulo— ¿Quién mas está en la casa hijo de puta?
—Mi hija, nadie
más —balbuceó el hombre con el miedo reflejado en su rostro, mientras la mujer,
tapándose la cara con las dos manos, había comenzado a llorar.
Pasaron todos a
un living enorme, con sillones de cuero y aparadores de madera lustrada y mucha
cristalería. También un televisor de los planos grandísimo. Nunca habían estado
en una casa así.
—Aquí no hay
nadie —dijo El Pelusa sacudiéndolo— ¿Dónde está? —le preguntó a la mujer, que
seguía llorando— ¿Dónde está carajo? —repitió gritando.
—Arriba, en su
dormitorio —dijo entre sollozos
—Andá a
buscarla —le dijo a Diego señalando una escalera que debía llevar a los
dormitorios, mientras le gritaba a la pareja— ¡Sentados en el sillón y sin
moverse que los cago a tiros la puta que los parió!
Diego subió
despacio, y llegó a un pasillo con puertas a los dos lados y una en el fondo,
entreabierta, que dejaba ver un botiquín sobre un lavatorio. Abrió la puerta de
la derecha y pudo ver un ambiente amplio, una cama grande y muebles que
parecían muy finos. Abrió la otra puerta de golpe y sintió que el corazón le
daba un salto. La chica, sentada frente a una computadora, también se asustó.
—¿Qué hacés acá?
¿Quién sos? —preguntó
—Tranquila, no
te vamos a lastimar. Vení conmigo abajo. Sólo queremos la guita y nos vamos.
Era muy linda.
Tendría unos 17 o 18 años, pero sólo se notaba por su cara aniñada. El cuerpo
parecía de una mujer más grande. Tetas muy paradas que se marcaban debajo de la
remera. Pelo rubio, largo, atado en una colita atrás. Se paró despacio. Ya no
parecía asustada. Tenía unos shorts de jean muy apretados de tiro bajo que
dejaban a la vista su ombligo con un arito. Diego volvió a pensar que era muy linda pero no dijo nada.
Bajaron en
silencio. Cuando aparecieron en la escalera, la chica bajando delante, el
Pelusa lanzó una exclamación.
—¡Mamita! ¡Que
caramelito! ¡Cómo te voy a comer!
El padre se
levantó del sillón de un salto y gritó
—¡A ella no la
toques! Te vamos a dar lo que pidas…
No pudo
terminar la frase porque el Pelusa le golpeó la cara con el caño de su pistola
y se desplomó en el sillón con la cara sangrando.
—¡Claro que me
vas a dar todo lo que quiero! ¡Pero no me vas a decir a quien puedo tocar o no,
hijo de mil putas! Andá cantando donde tenés la guita, los dólares y las joyas
de tu mujer. Vas a ir con él arriba —lo señaló a Diego— y le vas a dar todo
calladito, mientras yo me quedo acá cuidando a la nena.
Mientras
hablaba se fue acercando a la chica y la agarró de pelo. La chica intentó
resistirse y la abofeteó. Después le dio un beso, apretándola contra la pared.
Le pasó las manos por las tetas y le desprendió el botón del short. La chica
empezó a llorar y buscó la mirada de Diego. Los ojos de la piba le pedían
auxilio. No aguantó más y tratando de parecer calmo, dijo
—¡Dejala
Pelusa! ¡Es una pendeja todavía!
—¿Que te pasa
cagón? ¿Te volviste marica? Después te la dejo a vos.
—¡Dejala te
dije! —se acercó para intentar que la soltara.
—¿Qué hacés
boludo? ¿Te volviste loco? —le dio un golpe en la cara con el mango de la
pistola.
Diego sintió
que la sangre le corría sobre el ojo izquierdo. En ese instante el padre
aprovechó y se lanzó sobre el Pelusa tirándolo al suelo. La pistola se le soltó
de la mano, rebotó en el piso y quedó fuera de su alcance. La chica corrió y se
abrazó a su madre. Diego le gritó al hombre:
—¡Volvé al
sillón carajo! ¡Quedate quieto!
El Pelusa rodó
sobre su cuerpo tratando de recuperar su arma. Cuando la alcanzó encañonó al
tipo.
Con
determinación, Diego martilló su arma, apuntó y disparó. Una, dos, tres veces.
El cuerpo del Pelusa se estremeció con cada
impacto y quedó, ya muerto, con los brazos abiertos en cruz y una expresión de
asombro en el rostro. Diego dejó caer la pistola
En ese momento la puerta de entrada pareció
estallar y se precipitaron adentro un montón de uniformados. El hombre gritó:
—¡No tiren!
¡Estamos todos bien!
Ya en Ezeiza,
esperando el juicio oral, Diego se enteró por el defensor de oficio que un
vecino los había visto entrar y llamó al 911. Al Rulo lo sorprendió un poli, de
civil, que llegó en bicicleta y que, cuando estuvo cerca del auto, manoteó la
puerta y lo redujo. Recién después llegaron más móviles. Y cuando escucharon
los disparos entraron forzando la puerta. Aunque el comerciante había declarado
a favor de Diego, explicando que los había protegido contra el otro ladrón,
igual lo fajaron bastante en la comisaría. Hacía dos meses que los habían
trasladado a Ezeiza, y estaba en un pabellón separado del Rulo.
Esa mañana
cuando estaba en las duchas, notó que algo raro pasaba cuando todos los que
entraron con él se fueron de golpe. Miró hacia la puerta y vio entrar al Rulo
con otros dos y supo que todo había terminado. Los que estaban con el Rulo lo
sujetaron de los brazos. No ofreció ninguna resistencia. El Rulo se acercó y lo
agarró del pelo.
—¿Cómo pudiste? ¡Traidor hijo de puta! ¡Yo te
creía mi hermano! ¡Esto es por Pelusa!
Tres veces la
faca se incrustó en su vientre. Lo soltaron y se fueron. Apretándose la herida
con las dos manos se sentó en el suelo y se apoyó contra los azulejos, mientras
el agua de la ducha le golpeaba la cara.
Piensa en la
piba de Vicente López. ¿Se acordaría de él? Una arcada lo hace vomitar
dejándole sabor a sangre en la boca. Siente que le falta el aire. Abre los ojos
y todo es borroso. Quiere gritar pero ningún sonido sale de su boca. Todo su
cuerpo se estremece como en una convulsión y después sólo oscuridad.
07/07/2014
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