Héroe en propiedad horizontal

 




El verdadero héroe es siempre 
un héroe por error, su sueño 
era ser un cobarde honesto 
como todos los demás. 
Humberto Eco 

        Doy vueltas en la cama, me duele todo el cuerpo. Sonrío al recordar que es uno de los síntomas del Covid-19 pero no es mi caso. Las razones de mis dolencias son menos pandémicas y más accidentales. Inclinaciones que tiene uno a meterse donde no lo llaman.

Decido levantarme porque es hora de desayunar. Ya van a ser las once del mediodía. Sí, tengo los horarios un poco cambiados: desayuno entre las once y las doce, almuerzo a las dieciséis, siesta a las dieciocho y lectura o televisión de veinte a tres de la madrugada. Eso sí, cuando miro por la ventana del dormitorio entre las nueve y las diez de la mañana, obligado por imperiosas necesidades fisiológicas, y veo al sujeto que de lunes a sábado corre alrededor de la sala de máquinas en la terraza del edificio que está cruzando la avenida, quisiera tener un AK-47 con mira telescópica y pasarlo a otra dimensión. Por provocador.

Pongo la pava en la hornalla, la enciendo y preparo el mate. Creo que estamos cerca del día cien de cuarentena. Los primeros días me hice un listado de cosas en los que me iba a ocupar. Arreglar el placard, la biblioteca, vaciar unas cajas que traje de la oficina cuando me jubilé, hace como siete años y otras lindezas como esas. Del placard sólo acomodé un estante; los restantes siguen esperando. En la biblioteca no encontré nada digno de modificar, así que me conformé con repasar los libros que tenía y ver si encontraba alguno que quisiera releer. Las cajas sí las vacié y tiré casi todo lo que había salvo algunos útiles de oficina que guardé en el escritorio. En todo este tiempo salí una sola vez para vacunarme contra la gripe ya que estoy en la edad de riesgo. Así que mi mayor actividad social consiste en ir hasta la puerta a buscar los delivery y conversar unos instantes con algún vecino con el que me cruzo o con el encargado del edificio. Además cada dos o tres días bajo a las cocheras a poner el auto en marcha. Debo aclarar que no estoy solo en casa. Mi esposa también sufre el encierro, más que yo seguramente, pero por respeto a su privacidad no voy a incluirla en este relato. Nuestros dos gatos completan el plantel de moradores.

Me cebo un mate y me siento despacio en el sillón de la cocina por el dolor en la cintura, en el cuello y en las costillas. También ¿quién me manda? Fue hace dos días. Serían como las dos de la madrugada cuando bajé a las cocheras a encender el auto. Mi máquina está en el primer subsuelo y hay un segundo al que las personas acceden por una escalera y los autos por un montacargas. El ascensor marca -1, salgo y escucho voces en el piso de abajo. Por instinto me quedo quieto y trato de no hacer ruido.  

Está muy duro, boludo  —dice alguien.

No engancha la palanca —responde otro.

“Están tratando de abrir un coche”, pensé. “¿Qué hago?”   Mi lado blando me decía que me vaya despacito y llame al 911. Mi lado duro retrucaba que no tenga miedo, que baje y desbarate la operación, que para eso llegaste a cinturón naranja de karate y verde en taekwondo. Claro argumentaba el primero, pero eso fue hace 45 años y últimamente apenas caminas dos kilómetros y ya estás para el sofá. Al final, por orgullo, ganó el duro pero por las dudas fui despacio hasta mi auto y saqué la llave cruz del baúl. Ya estaba dispuesto a ser el héroe del edificio. Me dirigí a la escalera que da al segundo subsuelo. Para no llamar la atención no prendí la luz automática.  Fue el comienzo del fin. Pisé mal el primer escalón y rodé escaleras abajo, reboté contra la pared donde hace una curva y seguí dando vueltas carnero hasta quedar tendido en piso con los brazos abiertos. Eso sí, aún tenía colocado el barbijo y aferrada a mi mano izquierda la llave cruz. Me dolían hasta las pestañas pero me podía mover. No parecía tener nada roto. Abrí los ojos y mi vecino del 13° A y su hijo me estaban mirando.

—Jorge. ¿Estás bien? —pregunta mi vecino.

—Sí, si —le dije mientras observaba que estaban agachados junto a la rueda delantera de su auto tratando de aflojarla. ¿Qué les digo? Pensé rápido para no quedar en evidencia—. Te quería prestar la llave cruz.

—¡Ah gracias! —me dijo mientras me ayudaba a levantarme—. Con ésta va a ser más fácil aflojar las tuercas.

Como pueden imaginar los que nos conocen, cuando le conté a mi mujer, mientras me ponía hielo en las magulladuras, no podíamos parar de reírnos. De sólo acordarme me tiento y no puedo terminar el mate que tengo en la mano.



 Osvaldo Villalba

17/07/2020

 


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