Doy vueltas en la cama, me duele todo el
cuerpo. Sonrío al recordar que es uno de los síntomas del Covid-19 pero no es
mi caso. Las razones de mis dolencias son menos pandémicas y más accidentales.
Inclinaciones que tiene uno a meterse donde no lo llaman.
Decido levantarme porque es hora de desayunar. Ya van a
ser las once del mediodía. Sí, tengo los horarios un poco cambiados: desayuno
entre las once y las doce, almuerzo a las dieciséis, siesta a las dieciocho y
lectura o televisión de veinte a tres de la madrugada. Eso sí, cuando miro por
la ventana del dormitorio entre las nueve y las diez de la mañana, obligado por
imperiosas necesidades fisiológicas, y veo al sujeto que de lunes a sábado
corre alrededor de la sala de máquinas en la terraza del edificio que está
cruzando la avenida, quisiera tener un AK-47 con mira telescópica y pasarlo a
otra dimensión. Por provocador.
Pongo la pava en la hornalla, la enciendo y
preparo el mate. Creo que estamos cerca del día cien de cuarentena. Los
primeros días me hice un listado de cosas en los que me iba a ocupar. Arreglar
el placard, la biblioteca, vaciar
unas cajas que traje de la oficina cuando me jubilé, hace como siete años y
otras lindezas como esas. Del placard
sólo acomodé un estante; los restantes siguen esperando. En la biblioteca no
encontré nada digno de modificar, así que me conformé con repasar los libros
que tenía y ver si encontraba alguno que quisiera releer. Las cajas sí las
vacié y tiré casi todo lo que había salvo algunos útiles de oficina que guardé en
el escritorio. En todo este tiempo salí una sola vez para vacunarme contra la
gripe ya que estoy en la edad de riesgo. Así que mi mayor actividad social
consiste en ir hasta la puerta a buscar los delivery
y conversar unos instantes con algún vecino con el que me cruzo o con el
encargado del edificio. Además cada dos o tres días bajo a las cocheras a poner
el auto en marcha. Debo aclarar que no estoy solo en casa. Mi esposa también
sufre el encierro, más que yo seguramente, pero por respeto a su privacidad no
voy a incluirla en este relato. Nuestros dos gatos completan el plantel de
moradores.
Me cebo un mate y me siento despacio en el
sillón de la cocina por el dolor en la cintura, en el cuello y en las costillas.
También ¿quién me manda? Fue hace dos días. Serían como las dos de la madrugada
cuando bajé a las cocheras a encender el auto. Mi máquina está en el primer
subsuelo y hay un segundo al que las personas acceden por una escalera y los
autos por un montacargas. El ascensor marca -1, salgo y escucho voces en el piso
de abajo. Por instinto me quedo quieto y trato de no hacer ruido.
—Está
muy duro, boludo —dice alguien.
—No
engancha la palanca —responde otro.
“Están tratando de abrir un coche”, pensé. “¿Qué
hago?” Mi lado blando me decía que me vaya despacito
y llame al 911. Mi lado duro retrucaba que no tenga miedo, que baje y desbarate
la operación, que para eso llegaste a cinturón naranja de karate y verde en
taekwondo. Claro argumentaba el primero, pero eso fue hace 45 años y
últimamente apenas caminas dos kilómetros y ya estás para el sofá. Al final,
por orgullo, ganó el duro pero por las dudas fui despacio hasta mi auto y saqué
la llave cruz del baúl. Ya estaba dispuesto a ser el héroe del edificio. Me
dirigí a la escalera que da al segundo subsuelo. Para no llamar la atención no
prendí la luz automática. Fue el
comienzo del fin. Pisé mal el primer escalón y rodé escaleras abajo, reboté
contra la pared donde hace una curva y seguí dando vueltas carnero hasta quedar
tendido en piso con los brazos abiertos. Eso sí, aún tenía colocado el barbijo
y aferrada a mi mano izquierda la llave cruz. Me dolían hasta las pestañas pero
me podía mover. No parecía tener nada roto. Abrí los ojos y mi vecino del 13° A
y su hijo me estaban mirando.
—Jorge. ¿Estás bien? —pregunta mi vecino.
—Sí, si —le dije mientras observaba que
estaban agachados junto a la rueda delantera de su auto tratando de aflojarla.
¿Qué les digo? Pensé rápido para no quedar en evidencia—. Te quería prestar la
llave cruz.
—¡Ah gracias! —me dijo mientras me ayudaba a
levantarme—. Con ésta va a ser más fácil aflojar las tuercas.
Como pueden imaginar los que nos conocen,
cuando le conté a mi mujer, mientras me ponía hielo en las magulladuras, no
podíamos parar de reírnos. De sólo acordarme me tiento y no puedo terminar el mate
que tengo en la mano.
17/07/2020
No hay comentarios.:
Publicar un comentario