Amaba
subir al altillo de la abuela. Los fines de semana cuando la visitábamos, más
que jugar en el jardín, prefería subir y revisar todo lo que había. Estanterías
con cajones repletos de herramientas. Correajes y riendas colgando de clavos o
ganchos en las paredes, que había usado mi abuelo en el corralón. Y en los
rincones del fondo latas y tambores de combustible. Lo que más me gustaba era
un caballete con un recado de corderito, en el que yo, montado, jugaba a los
cowboys.
Una
mañana de domingo, husmeando en las estanterías encontré una caja de madera,
llena de polvo que nunca había visto. Estaba mezclada entre las cajas de
herramientas. Acerqué un escalerita, la saqué con cuidado, y la puse sobre la
mesa de trabajo.
Limpié
el polvo con la mano y la revisé. Era una caja rectangular, de unos 20 cm, de
largo, 15 cm de ancho y 10 cm de alto. Claro que estos detalles los puedo
describir ahora. En ese momento, con seis años, carecían totalmente de
importancia para mí. Al buscar cómo se abría, observé que tenía un gancho
oxidado que estaba muy duro. Parecía pegado. Me acordé como hacía mi papá
cuando quería aflojar algo que estaba duro: lo golpeaba con alguna herramienta.
Busqué en los estantes y encontré una pinza. Golpeé el gancho varias veces con
la pinza y se abrió. Levanté la tapa y… ¡Faaaa!: ¡Soldaditos! ¡Estaba llena de
soldaditos!
Eran
un montón de soldaditos de madera. Unos tenían armaduras y espadas. Otros eran indios
con lanzas, arcos y flechas. Algunos estaban montados sobre caballos y también había
fortalezas y miradores altos. En seguida me puse a jugar. Cuando me llamaron
para la merienda, guardé todos los soldados en la caja, la puse en su lugar y
bajé sin comentar con nadie mi hallazgo.
Durante
mucho tiempo, cada vez que iba a casa de la abuela, subía al altillo y buscaba los
soldaditos. Con ellos me imaginaba cientos de batallas, en las que, en
ocasiones ganaban unos, y en otras sus adversarios. A veces participaban
mezclados en los bandos que yo preparaba.
Una vez que mis padres viajaron y me quedé a
dormir el fin de semana con mi abuela, mientras desayunábamos, me animé y le
dije:
—Abuela, ¿me puedo llevar los soldaditos del
abuelo que están en el altillo?
—Sí,
claro. No sé a qué soldaditos te referís pero lo que fue a parar allí arriba es
porque yo no lo uso para nada.
El
domingo a la tarde vino mi mamá a buscarme. Yo había guardado la caja en la
mochila con mi ropa. Cuando llegamos a casa, la saqué de la mochila y la guardé
en mi cajón de juguetes.
Tiempo después, mientras jugaba con los
soldaditos en mi habitación, entró mi papá a decirme no sé que cosa. Sorprendido me preguntó:
—¡Eh! ¿Qué es eso?
—¡Ah! Son los soldaditos del abuelo. La
abuela me los regaló.
Mi papá levantó uno y se quedó mirándolo. Esa
fue la primera vez que lo vi lagrimear a mi viejo. La otra fue en mi graduación
de médico cuando él con mi mamá me entregaron el título.
—Esperá
que busco algo —me dijo y salió disparado. Al rato volvió con un cartón doblado
en dos bajo el brazo y lo abrió. Se sentó en el suelo conmigo y me enseñó otra
forma de jugar.
Osvaldo Villalba
20/05/2014
Absolutamente estupendo, como siempre amigo Osvaldo. Tienes un don!
ResponderBorrarFabuloso y emocionante! Adelante Osvaldo! esperamos el próximo!
ResponderBorrar¡Gracias Miguel y Rosa! No deja de ser un desafío escribir un relato cuando te dan una consigna sobre el tema.
ResponderBorrarObjetivo logrado, querido amigo: me hiciste emocionar. Siempre es lindo regresar a la casa de los abuelos, a los juegos y juguetes, a la infancia. A cualquier infancia (sana y protegida, aventurera e imaginativa).
ResponderBorrar¡Gracias Luli!
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