La revancha

     

La venganza es un plato que

sabe mejor cuando se sirve frío.

"El Padrino" (1969) - Mario Puzo

     La mañana era brillante. El cielo, de un celeste luminoso, y apenas cruzado por algunas nubes blancas como pompones de algodón, se reflejaba en la aguada con la nitidez de un espejo. Parecía que  si se entraba corriendo era como zambullirse en el cielo. El Cholo sonrió y se dijo: “No Negro, seguro terminás empapado y embarrado”.  El sol comenzaba a secar el rocío de los pastos y los pájaros revoloteaban en el montecito que estaba en la otra orilla. De todos los trabajos que le tocaban en el campo el que más le gustaba era repartir la hacienda en los potreros. No era tan duro como reparar alambrados, que le dejaban todas las manos lastimadas, aún cuando las tenía callosas y curtidas; ni preparar los lotes para la siembra, ya que aún cuando los tractores nuevos tenían muchas comodidades, había que pasarse muchas horas sentado allí, con frio o calor, según el momento del año. En cambio el trabajo con los animales le permitía ensillar a Lucero, su tordillo, y largarse al galope disfrutando el viento en la cara. Lo tenía desde los 12 años. Se lo había regalado su padre, cuando Lucero tenía apenas 2 años. Su padre era el capataz de la estancia y lo había comprado en un remate de hacienda en la que había acompañando al patrón. Cuando el caballo cumplió los 3 años comenzó a montarlo. Hacía 6 años que trabajaban juntos y tenían una afinidad que el Cholo, rústico como era, no había desarrollado con ningún otro ser, ni humano ni animal. En esta tarea lo ayudaban también los perros de la casa, dos ovejeros bien adiestrados para este trabajo, pero que él no los sentía como propios. En realidad los perros respondían a su padre. Pero para el trabajo de arrear el ganado eran inmejorables. Ahora estaba sentado en un tronco, mientras Lucero mordisqueaba pastitos tiernos, esperando que los animales bebieran en la aguada, y después los pasaría al potrero pegado al maizal que tenían pastos bien altos. Además estaba contento porque era sábado, y los domingos iba al pueblo a encontrarse con sus amigos, a tomar unos vinos, jugar al billar y después, a la tardecita encontrarse con María Victoria, la hija del farmacéutico, siempre a escondidas  del padre, porque éste no quería que su hija se pusiera de novia con un peón, sino con alguien más instruido.

     Estaba en estas elucubraciones cuando le llamó la atención una polvareda que venía del lado de la ruta. Se paró, puso su mano derecha como pantalla frente a sus ojos y se esforzó por divisar que cosa producía el polvo. En unos segundos, en una curva del camino, el Cholo pudo distinguir una camioneta negra que avanzaba a gran velocidad hacia el casco de la estancia. Se sacó la boina y la estrelló contra el suelo.

- ¡Puta madre! ¡Justo hoy! – dijo mientras tiraba patadas caminado en círculos.

     La camioneta le era archiconocida. Era del hijo del patrón. Seguro venía con su novia y otra pareja amiga que lo acompañaba siempre. Y para colmo, cada vez que venía, su padre le pedía que se quedara para atenderlos por si necesitaban algo. Chau, amigos, chau billar y lo peor, María Victoria se iba a quedar esperando. Es cierto que tenía edad como para poder negarse, pero lo hacía por su padre. Cuando era el patrón, don Ricardo, el que venía a la estancia, en muy contadas ocasiones, el que lo atendía era su padre. Al llegar, su padre, como capataz que era, reunía a todos los peones en el galpón, y don Ricardo los saludaba uno por uno. Al Cholo, ahora, lo contaban como un peón más. De chico recordaba que don Ricardo se mostraba amable con él, pero ahora que había crecido casi no cruzaban palabras. El patrón era un tipo hosco, serio, de pocas palabras, pero muy respetuoso. Nunca lo había escuchado levantar la voz, y parecía que apreciaba a su padre, quien llevaba más de 35 años trabajando para él. Por eso su padre se enojaba con el Cholo cuando le decía:

- Claro, como no te va a apreciar si te ocupas de todo y por unos sueldos que nos alcanzan justo para el mes, y no siempre, el tipo la levanta en pala.
- Vivimos bien, no nos falta nada. Tenemos una linda casa – le respondía su padre – y no pagamos nada por ella.
- ¡Ah! ¡Lo que faltaba! ¡Dejás el lomo en el campo y encima le vas a pagar alquiler!
- Ustedes los jóvenes nunca se conforman con nada.
El Cholo no seguía la discusión para no hacer sentir mal a su padre. Era muy buen tipo, muy simple pero muy derecho, y a esta altura de su vida no le iba a hablar de socialismo, capitalismo y derechos laborales, cosas que su amigo, el Ronco, delegado en el molino, dominaba tan bien.

     Pero con el hijo de don Ricardo, José Luis, la cosa era diferente. Era un poco mayor que él, tal vez 22 o 23 años, pero tenía toda la prepotencia y la soberbia del que nunca tuvo que esforzarse por nada y conseguía todo lo que le venía en ganas. Y además, si podía burlarse y humillar al que tenía enfrente, lo hacía sin el menor remordimiento. Por eso el Cholo se bancaba atenderlos él, pues no hubiera tolerado que este mocoso se burlara de su padre. Pero eso no impedía que lo tuviera atragantado. Además la antipatía debía ser recíproca, porque este joven se esforzaba en buscar ocasiones de avergonzar al Cholo delante de su novia y sus amigos, haciéndolo quedar como un ignorante, un inculto o lisa y llanamente un bruto, como ocurrió esa misma tarde, cuando le pidió que le alcanzara unos cd que tenía en la camioneta entregándole la llave. El Cholo salió hacia el estacionamiento y en cuanto puso la llave en la cerradura comenzó a sonar la alarma. Cuando se dio cuenta de su error, apretó el botón del control remoto, y la alarma se detuvo. Abrió la puerta y tomó los cd que estaban en el bolsillo de la puerta, y cuando cerró y se dio vuelta, los cuatro los estaban mirando desde la puerta de la casa con sendas sonrisas en sus rostros y José Luis le dijo:

- ¡Mirá que sos bruto Cholo! ¿No sabés lo que es una alarma?
- No pensé que acá adentro necesitabas poner alarma – le respondió secamente mientras le entregaba los cd. Pero por dentro un inquietante sentimiento de rencor lo iba ganando. Respiró hondo, no dijo nada más y se fue a su casa, mientras las carcajadas de los cuatro resonaban en sus oídos como puñetazos.

     Esa noche en su cama, daba vueltas y vueltas y no podía conciliar el sueño. Pensaba mil maneras de golpearlo. Sabía que si los enfrentaba, él solo, con su talero, les podía dar una paliza a los dos hombres juntos. Pero eso le costaría perder el empleo, cosa que a él no le importaría demasiado, pero también un terrible disgusto a su padre, y eso sí que no quería que sucediera. Entonces se acordó de algo que siempre decía su amigo, el Ronco: “la venganza es un plato que se come frío”. Y se durmió pensando cómo se iba a vengar de José Luis y sus amigos.

     A la mañana siguiente se despertó antes que amaneciera y puso en marcha su plan. La estancia no se dedicaba especialmente a la cría de cerdos, pero tenía una piara para consumo personal con un macho y tres o cuatro hembras. El chiquero era un predio chico con cinco corrales que se situaban a la derecha de la puerta de entrada, en los que se separaban al macho, a las hembras preñadas, a las hembras sin cría, y a los lechones, según se fueran dando las camadas. Frente a los corrales, un camino de cemento, y después, a la izquierda de la entrada, una parcela de tierra con una pileta artificial, para que los animales se remojaran y retozaran, de modo que siempre estaba muy embarrado. Por la noche se los confinaba en los corrales y las tranqueras de cada uno se trababan con ganchos. En este momento una de las chanchas había tenido seis crías, que estaban en proceso de destete. Por eso se encontraban en un corral separado, donde comienzan a ingerir alimentos balanceados y sólo una vez por día se los llevaba al corral de la madre para que mamen. El corral de la madre era el primero, a la entrada, y el de los lechones el último al fondo de todo. El Cholo se dirigió al chiquero, entró y sacó la traba de la tranquera del primer corral, salió y se fue. Previamente había pasado por el comedor de la casa principal, la de Don Ricardo, y se dirigió al panel de corcho que había sobre una de las paredes, donde su padre ponía carteles con las principales novedades para que, si el patrón venía de improviso, pudiera estar enterado de todo lo que pasaba. Últimamente, como venía poco, había quedado en desuso. En su pieza, había preparado dos carteles, uno con fecha de 32 días atrás, donde informaba que una de las cerdas había parido 6 lechones vivos. El otro, con fecha de 4 días atrás informando que se había comenzado con el destete, pues los lechones ya pesaban un poco más de 5 kg. Clavó los carteles en el panel, con la esperanza que alguno de los cuatro visitantes, especialmente las mujeres, se interesara por ir a verlos, dado que los cachorros de cualquier especie, en general son muy simpáticos. Terminado el escenario, se fue al galpón de las maquinarias y subió al entrepiso, donde estaba el pañol, y se acomodó al lado de la ventana desde donde se divisaba el gallinero, el establo de los caballos y el chiquero. Estuvo cerca de tres horas allí, y ya estaba pensando que no había dado resultado su carnada, cuando los vio aparecer por el camino. Se dirigieron al chiquero, entraron y el amigo de José Luis, gritó:

- ¡Los lechoncitos están al fondo! ¡Vengan!

Allí fueron todos. El Cholo estaba expectante. Una de las chicas preguntó si podía agarrar uno y José Luis, con suficiencia, le dijo que por supuesto, él le alcanzaría uno. Abrió la tranquera, entró tomó uno de los cochinillos con las dos manos, y el animalito empezó a chillar desaforadamente. Todo se desarrolló con la velocidad de un rayo. Al oír los chillidos de la cría, la chancha empujó la puerta con el hocico, que al estar sin traba se abrió fácilmente, y se dirigió como una tromba hacia los visitantes, gruñendo en forma tal que les paralizó el corazón. José Luis soltó el cerdito y, como el animal venía avanzando por el pasillo de cemento, se fue hacia el barro, y el resto lo siguió. Como la cerda se frenó y se abalanzó sobre ellos en el barro, resbalaron y se cayeron, llenándose de lodo. La cerda los embestía y les impedía ponerse de pie, revolcándolos una y otra vez en la mezcla de barro y excrementos. Comenzaron a gritar aterrorizados. Con los gritos que pegaron la chancha se detuvo. Como el lechoncito había dejado de chillar, la madre se calmó, y regresó con sus crías gruñendo. Todos embarrados y maltrechos salieron del chiquero y se fueron corriendo hacia la casa.

Mientras tanto el Cholo, en el galpón, saboreaba su revancha.

Osvaldo Villalba
27/05/2014


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