La
mañana era brillante. El cielo, de un celeste luminoso, y apenas cruzado por
algunas nubes blancas como pompones de algodón, se reflejaba en la aguada con
la nitidez de un espejo. Parecía que si
se entraba corriendo era como zambullirse en el cielo. El Cholo sonrió y se dijo:
“No Negro, seguro terminás empapado y embarrado”. El sol comenzaba a secar el rocío de los
pastos y los pájaros revoloteaban en el montecito que estaba en la otra orilla.
De todos los trabajos que le tocaban en el campo el que más le gustaba era repartir
la hacienda en los potreros. No era tan duro como reparar alambrados, que le
dejaban todas las manos lastimadas, aún cuando las tenía callosas y curtidas;
ni preparar los lotes para la siembra, ya que aún cuando los tractores nuevos
tenían muchas comodidades, había que pasarse muchas horas sentado allí, con
frio o calor, según el momento del año. En cambio el trabajo con los animales
le permitía ensillar a Lucero, su tordillo, y largarse al galope disfrutando el
viento en la cara. Lo tenía desde los 12 años. Se lo había regalado su padre,
cuando Lucero tenía apenas 2 años. Su padre era el capataz de la estancia y lo
había comprado en un remate de hacienda en la que había acompañando al patrón.
Cuando el caballo cumplió los 3 años comenzó a montarlo. Hacía 6 años que
trabajaban juntos y tenían una afinidad que el Cholo, rústico como era, no
había desarrollado con ningún otro ser, ni humano ni animal. En esta tarea lo
ayudaban también los perros de la casa, dos ovejeros bien adiestrados para
este trabajo, pero que él no los sentía como propios. En realidad los perros
respondían a su padre. Pero para el trabajo de arrear el ganado eran
inmejorables. Ahora estaba sentado en un tronco, mientras Lucero mordisqueaba
pastitos tiernos, esperando que los animales bebieran en la aguada, y después
los pasaría al potrero pegado al maizal que tenían pastos bien altos. Además
estaba contento porque era sábado, y los domingos iba al pueblo a encontrarse
con sus amigos, a tomar unos vinos, jugar al billar y después, a la tardecita encontrarse
con María Victoria, la hija del farmacéutico, siempre a escondidas del padre, porque éste no quería que su hija
se pusiera de novia con un peón, sino con alguien más instruido.
Estaba
en estas elucubraciones cuando le llamó la atención una polvareda que venía del
lado de la ruta. Se paró, puso su mano derecha como pantalla frente a sus ojos
y se esforzó por divisar que cosa producía el polvo. En unos segundos, en una
curva del camino, el Cholo pudo distinguir una camioneta negra que avanzaba a
gran velocidad hacia el casco de la estancia. Se sacó la boina y la estrelló
contra el suelo.
-
¡Puta madre! ¡Justo hoy! – dijo mientras tiraba patadas caminado en círculos.
La
camioneta le era archiconocida. Era del hijo del patrón. Seguro venía con su
novia y otra pareja amiga que lo acompañaba siempre. Y para colmo, cada vez que
venía, su padre le pedía que se quedara para atenderlos por si necesitaban
algo. Chau, amigos, chau billar y lo peor, María Victoria se iba a quedar
esperando. Es cierto que tenía edad como para poder negarse, pero lo hacía por
su padre. Cuando era el patrón, don Ricardo, el que venía a la estancia, en muy
contadas ocasiones, el que lo atendía era su padre. Al llegar, su padre, como
capataz que era, reunía a todos los peones en el galpón, y don Ricardo los
saludaba uno por uno. Al Cholo, ahora, lo contaban como un peón más. De chico
recordaba que don Ricardo se mostraba amable con él, pero ahora que había
crecido casi no cruzaban palabras. El patrón era un tipo hosco, serio, de pocas
palabras, pero muy respetuoso. Nunca lo había escuchado levantar la voz, y parecía
que apreciaba a su padre, quien llevaba más de 35 años trabajando para él. Por
eso su padre se enojaba con el Cholo cuando le decía:
-
Claro, como no te va a apreciar si te ocupas de todo y por unos sueldos que nos
alcanzan justo para el mes, y no siempre, el tipo la levanta en pala.
-
Vivimos bien, no nos falta nada. Tenemos una linda casa – le respondía su padre
– y no pagamos nada por ella.
-
¡Ah! ¡Lo que faltaba! ¡Dejás el lomo en el campo y encima le vas a pagar
alquiler!
-
Ustedes los jóvenes nunca se conforman con nada.
El
Cholo no seguía la discusión para no hacer sentir mal a su padre. Era muy buen
tipo, muy simple pero muy derecho, y a esta altura de su vida no le iba a
hablar de socialismo, capitalismo y derechos laborales, cosas que su amigo, el
Ronco, delegado en el molino, dominaba tan bien.
Pero
con el hijo de don Ricardo, José Luis, la cosa era diferente. Era un poco mayor
que él, tal vez 22 o 23 años, pero tenía toda la prepotencia y la soberbia del
que nunca tuvo que esforzarse por nada y conseguía todo lo que le venía en
ganas. Y además, si podía burlarse y humillar al que tenía enfrente, lo hacía
sin el menor remordimiento. Por eso el Cholo se bancaba atenderlos él, pues no
hubiera tolerado que este mocoso se burlara de su padre. Pero eso no impedía
que lo tuviera atragantado. Además la antipatía debía ser recíproca, porque
este joven se esforzaba en buscar ocasiones de avergonzar al Cholo delante de
su novia y sus amigos, haciéndolo quedar como un ignorante, un inculto o lisa y
llanamente un bruto, como ocurrió esa misma tarde, cuando le pidió que le
alcanzara unos cd que tenía en la camioneta entregándole la llave. El Cholo
salió hacia el estacionamiento y en cuanto puso la llave en la cerradura
comenzó a sonar la alarma. Cuando se dio cuenta de su error, apretó el botón
del control remoto, y la alarma se detuvo. Abrió la puerta y tomó los cd que
estaban en el bolsillo de la puerta, y cuando cerró y se dio vuelta, los cuatro
los estaban mirando desde la puerta de la casa con sendas sonrisas en sus
rostros y José Luis le dijo:
-
¡Mirá que sos bruto Cholo! ¿No sabés lo que es una alarma?
-
No pensé que acá adentro necesitabas poner alarma – le respondió secamente
mientras le entregaba los cd. Pero por dentro un inquietante sentimiento de rencor
lo iba ganando. Respiró hondo, no dijo nada más y se fue a su casa, mientras
las carcajadas de los cuatro resonaban en sus oídos como puñetazos.
Esa
noche en su cama, daba vueltas y vueltas y no podía conciliar el sueño. Pensaba
mil maneras de golpearlo. Sabía que si los enfrentaba, él solo, con su talero,
les podía dar una paliza a los dos hombres juntos. Pero eso le costaría perder
el empleo, cosa que a él no le importaría demasiado, pero también un terrible
disgusto a su padre, y eso sí que no quería que sucediera. Entonces se acordó
de algo que siempre decía su amigo, el Ronco: “la venganza es un plato que se
come frío”. Y se durmió pensando cómo se iba a vengar de José Luis y sus
amigos.
A
la mañana siguiente se despertó antes que amaneciera y puso en marcha su plan. La
estancia no se dedicaba especialmente a la cría de cerdos, pero tenía una piara
para consumo personal con un macho y tres o cuatro hembras. El chiquero era un
predio chico con cinco corrales que se situaban a la derecha de la puerta de
entrada, en los que se separaban al macho, a las hembras preñadas, a las
hembras sin cría, y a los lechones, según se fueran dando las camadas. Frente a
los corrales, un camino de cemento, y después, a la izquierda de la entrada, una
parcela de tierra con una pileta artificial, para que los animales se remojaran y
retozaran, de modo que siempre estaba muy embarrado. Por la noche se los
confinaba en los corrales y las tranqueras de cada uno se trababan con ganchos.
En este momento una de las chanchas había tenido seis crías, que estaban en
proceso de destete. Por eso se encontraban en un corral separado, donde
comienzan a ingerir alimentos balanceados y sólo una vez por día se los llevaba
al corral de la madre para que mamen. El corral de la madre era el primero, a
la entrada, y el de los lechones el último al fondo de todo. El Cholo se
dirigió al chiquero, entró y sacó la traba de la tranquera del primer corral,
salió y se fue. Previamente había pasado por el comedor de la casa principal,
la de Don Ricardo, y se dirigió al panel de corcho que había sobre una de las
paredes, donde su padre ponía carteles con las principales novedades para que,
si el patrón venía de improviso, pudiera estar enterado de todo lo que pasaba.
Últimamente, como venía poco, había quedado en desuso. En su pieza, había
preparado dos carteles, uno con fecha de 32 días atrás, donde informaba que una
de las cerdas había parido 6 lechones vivos. El otro, con fecha de 4 días atrás
informando que se había comenzado con el destete, pues los lechones ya pesaban
un poco más de 5 kg. Clavó los carteles en el panel, con la esperanza que
alguno de los cuatro visitantes, especialmente las mujeres, se interesara por
ir a verlos, dado que los cachorros de cualquier especie, en general son muy
simpáticos. Terminado el escenario, se fue al galpón de las maquinarias y subió
al entrepiso, donde estaba el pañol, y se acomodó al lado de la ventana desde
donde se divisaba el gallinero, el establo de los caballos y el chiquero.
Estuvo cerca de tres horas allí, y ya estaba pensando que no había dado
resultado su carnada, cuando los vio aparecer por el camino. Se dirigieron al
chiquero, entraron y el amigo de José Luis, gritó:
-
¡Los lechoncitos están al fondo! ¡Vengan!
Allí
fueron todos. El Cholo estaba expectante. Una de las chicas preguntó si podía
agarrar uno y José Luis, con suficiencia, le dijo que por supuesto, él le
alcanzaría uno. Abrió la tranquera, entró tomó uno de los cochinillos con las
dos manos, y el animalito empezó a chillar desaforadamente. Todo se desarrolló
con la velocidad de un rayo. Al oír los chillidos de la cría, la chancha empujó
la puerta con el hocico, que al estar sin traba se abrió fácilmente, y se
dirigió como una tromba hacia los visitantes, gruñendo en forma tal que les
paralizó el corazón. José Luis soltó el cerdito y, como el animal venía
avanzando por el pasillo de cemento, se fue hacia el barro, y el resto lo
siguió. Como la cerda se frenó y se abalanzó sobre ellos en el barro,
resbalaron y se cayeron, llenándose de lodo. La cerda los embestía y les
impedía ponerse de pie, revolcándolos una y otra vez en la mezcla de barro y excrementos.
Comenzaron a gritar aterrorizados. Con los gritos que pegaron la chancha se detuvo.
Como el lechoncito había dejado de chillar, la madre se calmó, y regresó con
sus crías gruñendo. Todos embarrados y maltrechos salieron del chiquero y se
fueron corriendo hacia la casa.
Mientras
tanto el Cholo, en el galpón, saboreaba su revancha.
Osvaldo Villalba
27/05/2014
Osvaldo Villalba
27/05/2014
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