Martillando teclas

          




En el momento que una cosa te turba,
ya eres esclavo, en vez de ser señor.
No hay en el mundo señor más tirano
que el disgusto o tormento.
Guy Pearse

El tren ingresó al andén número tres de la estación Constitución. Diego subió en el último vagón y caminó por la formación tres o cuatro coches hasta encontrar un asiento sobre la ventanilla. Los sábados trabajaba hasta el mediodía pero, después de toda la semana, se sentía cansado. Los vendedores ambulantes no dejaban de pasar. Hasta la estación El Jagüel tenía alrededor de 40 minutos de viaje, por lo que cerró los ojos e intentó relajarse. Cuando llegara a casa de Ale, su novia, el padre de la joven ya tendría listo el asado. ¡Por fin comería carne! Toda la semana en la obra comiendo fiambre. Después a la tarde, con los hermanos de Ale, picadito en el potrero de la esquina. Y a la noche al cine o a bailar.

Hacía dos años que estaba definitivamente en Buenos Aires, y casi un año y medio que trabajaba en la construcción. Era armador en la cuadrilla de hormigón armado de una obra sobre Rivadavia, en Balvanera. Se miró las manos, callosas e hinchadas, de doblar hierros, clavar maderas  y manipular serruchos y martillos.

La primera vez que vino a Buenos Aires, con sólo 12 años, lo trajo su padre al Conservatorio Nacional, —hoy denominado Departamento de Artes Musicales y Sonoras "Carlos López Buchardo" (IUNA)—, para que rindiera allí su primer examen de piano, examen que no aprobó. Desde ese momento, y durante los siguientes 5 años, hasta el penúltimo año de la carrera, su padre lo había traído cada cierre de curso a rendir su examen, con la carga adicional que representa el hacer algo que se aborrece.

Pero el conflicto con su padre por su deseo de transformarlo en un concertista venía de mucho antes. Si bien es bastante común que los padres proyecten en sus hijos sus propias frustraciones, en este caso la obsesión se transformó en enfermiza. Cuando cumplió los 8 años contrató una profesora de piano en su pueblo natal, Tapalqué, Provincia de Buenos Aires, para que le diera clases particulares. Al principio Diego concurría con interés, pero después comenzó a aburrirse porque le parecía muy difícil. La primera vez que se lo dijo a su padre, lo agarró de un brazo, lo zamarreó, y le dijo:

—Vos vas a estudiar hasta que te recibas.

Intentó una débil protesta pero un bofetón le dejó el pómulo enrojecido. Cuando quiso recurrir a su madre sólo obtuvo de respuesta:

—Bueno, ya sabés como es papá, no lo hagás enojar.

Al cumplir los 10 años su padre le compro un piano Baldwin, y a partir de allí, además de las clases en la casa de la profesora, su padre lo hacía estudiar y practicar varias horas por día. A medida que pasaba el tiempo, la presión que ejercía sobre Diego, era proporcional al odio que crecía en el corazón del niño contra su padre y contra el piano. Una vez que Diego se escapó para jugar un partido de fútbol, que era lo que más le gustaba, su padre lo fue a buscar y lo castigó con el cinto, produciéndole una herida cortante sobre la ceja izquierda con la hebilla. Su madre seguía sin intervenir. A esta altura, Diego se había percatado que su padre también era violento con su mamá. Eso explicaba las veces que la encontraba llorando. Cuando a los 12 años lo llevó a Buenos Aires, al Conservatorio y reprobó el examen, al regreso lo tuvo 2 días encerrado en el sótano de la casa, sólo permitiendo que le dieran una comida por día. Los períodos de práctica en su casa, además del cansancio físico que representaba varias horas sentado en el taburete, eran un martirio psicológico, por el constante maltrato verbal, y hasta físico cuando las palabras daban paso a la acción y se transformaban en castigos corporales.

Fue así que Diego comprendió que la forma de sobrellevar mejor esta situación era esforzarse en su estudio, y con todo el odio acumulado en su corazón, aprendió y progresó.

Cuando cumplió los 18 años viajó solo a rendir su último examen y lo aprobó. Sus padres viajaron después a la entrega de diplomas. Ese día no se lo olvidará nunca más.  Casi todos los alumnos elegían a un familiar para que les entregara el título. Diego eligió a su profesora de Tapalqué, a quien había invitado. Fue su primera revancha. Desde arriba, observaba la cara seria de su padre, y el rostro lloroso de su madre. Se debe haber desquitado con ella, pensó Diego. Cuando terminó el acto y cada graduado se reunía con su familia, Diego se acercó a sus padres, junto con la profesora, con el diploma en su mano. Se paró frente a su padre y le dijo:

—Papá, aquí está mi título de Licenciado en Artes Musicales. Este título es más tuyo que mío.

Su padre esbozó una sonrisa, mientras Diego continuaba.

—Así que aquí te lo entrego enrolladito…¡Te lo podés meter en culo! Y el piano también, aunque te va a costar un poco más. Y que te quede claro que en la puta vida voy a volver a tocar el piano. Además quiero comunicarte que, a partir de hoy, me quedo a vivir en Buenos Aires.

Y se fue sin esperar respuesta de parte de su padre, que lo miraba boquiabierto. Desde entonces no volvió a su pueblo. Su madre vino a visitarlo un par de veces, y Diego la recibía con la condición que sólo la vería a ella.

Se miró otra vez las manos. Ya no podría con ellas acariciar un piano. Recordó que en los primeros tiempos, en la obra, cada vez que clavaba tablas imaginaba que estaba martillando un teclado. Sonrió, se paró y se acercó a la puerta cuando el tren ingresó en la estación El Jagüel.

 Osvaldo Villalba

23/04/2014

 

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