Su
propio grito lo sacó de la pesadilla. Se sentó en la cama, traspirado, le
faltaba el aire. El sueño se había vuelto recurrente. No podía precisarlo con
seguridad pero estaba seguro que en los últimos días lo había sufrido más de cuatro
veces. Con variantes, pero el final en todos los casos era similar: un enorme
camión con cuatro grandes faros que encandilaban y bocina ensordecedora que avanzaba
de frente a gran velocidad. Algunas veces estaba caminando por una ruta; otras
manejaba un auto desconocido. Invariablemente se despertaba antes del choque.
Todavía
estaba oscuro pero la luz de la calle, ingresando por la ventana abierta, se
reflejaba en el cielorraso del dormitorio, y le daba al ambiente una tenue
luminosidad. Igual encendió la luz del velador para convencerse que todo estaba
bien y fue a lavarse la cara. Regresó al dormitorio y se sentó sobre el costado
de la cama. Frente a él estaba el placard,
con puertas espejadas; a su espalda, del otro lado de la cama, la cómoda, que
también tenía un gran espejo. Siempre le resultaba sorprendente ver su figura reproducida
hasta el infinito. Volvió a acostarse con la intención de dormir un rato más
pero no pudo conciliar el sueño.
Franco
pasaba la mayor parte de su tiempo en la ruta. Viajaba veinte días seguidos y después,
una semana libre, en su casa. En esa semana, uno de los días concurría a la empresa
para la que trabajaba para cumplir algunos trámites administrativos. Esa mañana
debía pasar a retirar las órdenes para comenzar el viaje al día siguiente, por
lo que decidió irse a duchar. Se levantó, puso a funcionar la cafetera
eléctrica —necesitaba
desayunar antes de salir— y
se metió en el baño.
Una
espesa niebla cubría el tramo de la Ruta 14 entre Santo Tomé y Gobernador
Virasoro. Todavía faltaban un par de horas para que el alba dibujara sus
primeras pinceladas en el horizonte oriental. El camión avanzaba a considerable
velocidad —más
de la aconsejable de acuerdo a las condiciones climáticas— rumbo al norte. El tránsito era escaso.
Algunos camiones que venían de Brasil, viajando en grupos de dos o tres por
seguridad, algún micro de larga distancia y, muy ocasionalmente, automóviles
particulares.
En
sentido contrario, 30 km más adelante, un automóvil mediano, color gris,
ingresaba en el banco de niebla. Viajaba detrás de tres camiones que circulaban
muy pegados complicando el sobrepaso. Diez
minutos después el automóvil aceleró y comenzó a pasar al primer camión.
El
camión que avanzaba hacia Misiones salió de una curva cuando, después de
cruzarse con otro, se encontró, como a 400 metros, con un automóvil que venía
de frente. El chofer del camión prendió las luces altas, tocó desesperadamente
la bocina y, de un volantazo, lo dirigió hacia la banquina. El camión se
inclinó peligrosamente, zigzagueó unos metros y finalmente se detuvo. El
automóvil, por un segundo, pasó sin ser tocado y se alejó sin detener la
marcha. Franco, todavía temblando, abrió la puerta del camión, se bajó, y se
quedó mirando la ruta en la dirección en que se fue el auto. No alcanzó a ver ningún
detalle del coche, pero de algo estuvo seguro: sabía lo que sintió el
conductor.
Osvaldo
Villalba
14/10/2014
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