I
Lunes 5 de agosto de 2013
El celular vibra incansablemente en el bolsillo de Federico. Le bajó el
sonido porque está en una reunión, pero la persona que llama no se da por
vencida. Apenas los segundos para apretar redial
y vuelve a vibrar. Se resiste a la tentación de mirar quien llama, porque le
parece una descortesía total atender una llamada mientras escucha a sus clientes.
Pero tampoco se puede concentrar en los que éstos le están diciendo.
—¿A vos que te parece? —pregunta la mujer.
Federico piensa rápidamente que contestar sin quedar en evidencia que no
ha escuchado aquello que debe parecerle.
—Miren, déjenme estudiar un poco el caso, para no tomar decisiones
apresuradas y en la semana los llamo y les doy mi opinión —afirma, poniendo la
mejor cara de “yo de esto sé un toco”. Don Saúl y su esposa Ruth, tienen tres
negocios de venta de ropa y nunca le dieron mucha pelota a los temas
impositivos, pero una semana atrás los visitaron unos inspectores de Afip y les
dejaron un requerimiento. Don Saúl es un viejo amigo de su padre. Por eso le pidió
que les dé una mano.
—Y mientras tanto responderemos algunos puntos del requerimiento que
correspondan a los datos fijos sobre ustedes y los negocios y pediremos una
prórroga para responder sobre compras y ventas mientras analizo que los números
cierren y después les cuento. Hágame llegar todos los comprobantes de los
últimos 5 años.
Los dos asienten con la cabeza. “Salí airoso”, piensa. Ruth se olvidó de
su pregunta o ya no tiene importancia porque su respuesta parece
tranquilizarlos.
Se para, les da un beso a cada uno, y los acompaña hasta la puerta de
calle.
—Muchas gracias Federico —le dice Don Saúl— saludos a Mateo. Mateo es su
padre.
—Le doy, Don Saúl, que lleguen bien.
En cuanto cierra la puerta, saca el teléfono del bolsillo de su saco.
Está ansioso por ver si el que llamó es la persona que espera. Hace unos
minutos que el celular dejó de llamar.
II
Federico Goldbaum es Contador Público. A los 32 años, con 7 años de
graduado, consiguió armar una cartera de clientes que le permite un buen pasar.
Le costó mucho los primeros tiempos soportar la presión de Mateo para que
trabajara con él en la tejeduría. En cierta forma, Mateo, tiene sentimientos
encontrados. Por un lado orgullo porque Fede se recibió con excelentes notas y
trabajando en un estudio contable de renombre. Decepción porque Federico nunca
quiso colaborar con él en la tejeduría. Aún después de recibido lo presionaba
con el latiguillo de que quería retirarse y alguien debía ocuparse de la
fábrica.
Por suerte para Federico su hermana Elisabeth, tres años menor que él, tomó
la posta en la fábrica, y logró ganarse su lugar con sobrada capacidad,
carácter enérgico y una visión u olfato excepcional para los negocios.
Para Federico, su hermana es la luz de sus ojos. Él se había
transformado en su protector cuando su madre, producto de un cáncer de pulmón
fulminante, había partido, dejándolos con el vacío que nadie puede llenar si un
chico de once años y su hermanita de ocho se quedan sin su mamá. Don Mateo, así
lo llaman todos, mitigaba su dolor dejándose absorber por la fábrica, y la
Bobe, su abuela materna, era muy grande para dominar a los niños. Federico sintió
la responsabilidad de cuidar de su hermana, y ella, lejos de molestarse, sentía
mucho orgullo y admiración por su hermano mayor. Siempre fueron muy compinches
y confidentes, y, veinte años después, esos lazos se robustecieron. Ni aún en
los períodos en que alguno de ellos, o los dos, estuvieron noviando, esta
relación se debilitaba.
III
Viernes 26 de
abril de 2013
Los viernes era día de fútbol. Con un grupo de amigos, alquilaban una
canchita bajo la autopista Perito Moreno, a la altura de Flores, y de las 20 a
las 22 horas, jugaban como si estuvieran disputando la final de la copa del
mundo. A cara de perro, y trabando cada pelota como si la vida les fuera en
perderla. Eso sí, siempre armaban los equipos variando la composición, cosa de
no tener siempre los mismos jugadores y que las rivalidades ocasionales se
hicieran permanentes. Cada tanto disputaban algún partido con otros grupos, y
ahí se dejaba ver el resultado de la garra que le ponían al partido jugando
entre ellos. Eran casi imbatibles.
Por eso, ese viernes, le sorprendió ver a su padre entrar a la cancha en
el momento en que iba a patear un corner. Le vio la cara a Mateo, e intuyó que
algo no andaba bien.
—Hola pa…¿Qué hacés por acá?
—Lizzy —dijo Mateo con voz temblorosa— tuvo un accidente.
—¿Cómo un accidente? ¿Qué le pasó?
—Chocó, o mejor dicho le chocaron el auto.
—¿Cómo está? ¿Dónde está?
—No sé, vino un patrullero de la comisaría 38, la de Bonorino, a
avisarme. Me informaron que hubo un choque en el que estaba involucrada
Elizabeth. Que la llevaron al Hospital Álvarez y que el auto estaba en la
comisaría a la espera de las pericias. Le pregunté cómo había obtenido el
domicilio y me dijo que lo sacó del DNI de Eli y que acostumbraban a informar
en persona y no por teléfono, porque ese es el método que usan los
secuestradores virtuales. Le agradecí y le dije que me ocuparía. Como no quería
ir sólo, me tomé un taxi y te vine a buscar.
—Esperame que me cambio y vamos.
Ya en el auto, Federico le insistía a su padre.
—¿Te dijeron como estaba ella?
—Me dijeron que estaba golpeada, pero consciente. Que a simple vista
tenía muy lastimada una pierna, y algunos cortes en la cara, causados
seguramente por los trozos del cristal de la ventanilla. Eso es todo.
—Está bien, ya casi llegamos, vamos a preguntar en la guardia.
Dejaron el auto estacionado sobre Terrada, casi en la esquina de Morón.
Federico recordaba que la entrada principal estaba sobre Aranguren casi frente
a la calle Condarco. Pero cuando llegaron, se encontraron que una gran parte de
la cuadra estaba cerrada con un cerco de obra, incluyendo la entrada. Allí
recordó que hacía un tiempo se había incendiado ese sector, y debía estar en
reconstrucción todavía. Se quedaron un rato mirando alrededor. Don Mateo le
dijo que cerca de la esquina de Terrada habían pasado por un portón, “pero ibas
tan rápido”. El comentario hizo sonreír a Federico, pese a la tensión del
momento. Volvieron sobre sus pasos hasta el portón cercano a la esquina. Había un
cartel que decía PAMI. Le preguntaron al vigilador que estaba en la puerta por
el ingreso a la Guardia y éste les dijo que era, justamente, por allí. Les indicó
el camino entre pabellones hasta llegar al A que es donde funciona la Guardia.
Federico nunca había entrado en el Álvarez, y se sorprendió de la estructura.
Enormes pabellones separados entre sí por calles al aire libre, con espacios
parquizados. Llegaron a la entrada del Pabellón A, comprobando efectivamente
que el cartel sobre la entrada decía Guardia. Entraron a la sala de espera. A
la derecha un cartel decía Unidad 1 para hombres. Se dirigieron a la Unidad 2,
que estimaron que sería para mujeres. Federico llamó:
— ¡Hola! ¿Hay alguien aquí?
De una de las puertas apareció una enfermera.
—¿Si? —Dijo la joven— ¿A quién
buscan?
—Buscamos a Elisabeth Goldbaum, la trajeron por un accidente
automovilístico.
— ¿Son familiares de la paciente? —preguntó la enfermera
—Si —respondió Federico— soy el hermano. ¿Dónde está?
La enfermera señaló la sala de internación. Era una habitación con seis
boxes, tres de cada lado, separados por paneles con un pasillo central. En cada
box una cama.
—Es la segunda cama de la izquierda —agregó la enfermera— Pero ahora no
está porque la llevaron a Rayos para una radiografía que pidió la doctora.
Al asomarse al box indicado Federico vio, en el suelo, un par de
zapatillas, que reconoció, eran de su hermana. Las otras camas parecían estar
vacías también.
—¿Dónde queda rayos? —preguntó.
—En la otra punta del hospital, en el Pabellón H, pero no vaya porque la
trasladaron en silla con un móvil, y por ahí se lo cruza —le advirtió la
enfermera, comprendiendo la ansiedad del joven.
—Me pidió que les entregara la cartera —dijo, mientras le alcanzaba el
bolso Louis Vuitton que Federico le había regalado para su último cumpleaños—.
Aquí no se pueden dejar estas cosas mucho tiempo —agregó sonriendo la
enfermera.
—Muchas gracias. Pero… ¿Cómo está ella?
— ¿Quiere hablar con la doctora? Ahora le aviso —y se alejó por el
pasillo.
Federico y Mateo permanecieron en silencio varios minutos, hasta que
apareció la enfermera informándole que la doctora lo esperaba en su
consultorio.
—Papá, quedate aquí por si vuelve —y se alejó detrás de la enfermera.
El consultorio estaba cruzando el pasillo central. Era pequeño y tenía
un escritorio y una camilla contra la pared. En el escritorio, una mujer muy
joven, con guardapolvo blanco abierto, escribía con rapidez en unos
formularios. Tenía el cabello castaño, lacio que le caía sobre los hombros,
enmarcando un rostro delgado y armonioso. Debe tener alrededor de veinticinco
años, pensó Federico, y es muy bonita. Si no fuera porque estoy preocupado por
Lizzy…
—Doctora, es el hermano de la paciente —anunció la enfermera
—Hola, mucho gusto, soy la Dra. Cevallos —le dijo mientras extendía su
mano.
—Federico Goldbaum, el gusto es mío —y sonriendo, le estrechó la mano—.
¿Cómo la encuentra doctora? Perdón, ¿cómo es su nombre de pila? ¿Podemos ser
menos formales?
Mientras la saludaba lo inundó su perfume. Paloma Picasso, pensó y en su
cabeza el aroma hizo sonar una alarma. Lo interrumpió la voz de la joven.
—Andrea —respondió con una sonrisa —claro, y podemos tutearnos. En
general bien, salvo la pierna izquierda que le dolía mucho. Por precaución pedí
una radiografía. Los rasguños en el brazo y la cara, producto de los cristales
del auto, son sin importancia, ya se los desinfecté. Quiero ver cómo está la
parte ósea y articular de la pierna para ver como seguimos. Seguro la traen
enseguida, porque a esta hora, rayos sólo atiende para guardia.
—Me dejás mas tranquilo.
—Igual, creo que lo mejor es que pase la noche aquí, y mañana por la
mañana la vea el traumatólogo —continuó Andrea.
En ese momento llegó la enfermera con una placa en la mano. Se la pasó a
la doctora y dirigiéndose a Federico:
—Su hermana ya está en la sala —dijo mientras se retiraba.
—Gracias, ahora voy para allá —respondió Federico, pensando en quedarse
hasta que la doctora finalizara de ver la placa, que había colocado en el visor
iluminado.
La doctora observaba la placa mientras Federico hacía lo propio con
ella. Era alta y esbelta con un rostro algo aniñado. Debajo del guardapolvo
blanco vestía una blusa color natural y una pollera de jean mini, que resaltaban
unas piernas bien torneadas sobre un par de sandalias con plataforma.
“Es muy linda” pensó Federico, mientras el perfume seguía golpeándole
los sentidos.
El perfume lo remontó en un
instante a ese amor de los primeros años de universitario y que no había
prosperado porque la familia de ella, fervientemente católica, no lo había
aprobado. Nunca volvió a sentir nada igual.
—Bueno, por suerte fractura no hay y parecería que los ligamentos están
bien —la voz de Andrea lo sacó de sus pensamientos— Igual, como te dije, es
mejor que se quede esta noche y mañana la vea el traumatólogo.
—¿Vos hasta que hora estás? —preguntó Federico.
—Hasta las 6, pero el traumatólogo pasará entre las 8 y las 10 más o
menos.
—Entonces no vas a estar vos si mañana le dan el alta…
—No, no. Pero no importa. El traumatólogo o el médico de guardia de
mañana pueden darla.
—¿Me darías tu teléfono, por si es necesario esta noche? Yo te dejo el
mío.
Andrea levantó la vista de los papeles que estaba llenando, y con una
sonrisa pícara le preguntó:
— ¿Te funciona eso?
—Sí, claro…Bueno, a veces…En realidad no, casi nunca…pero éste es un
caso de fuerza mayor…mi hermanita…
Andrea sonrió otra vez. El tipo le caía simpático. Si bien no era del
tipo que hace que una chica se de vuelta cuando pasa, como muestran las
propagandas televisivas, pero tenía “algo” que lo hacía interesante.
—Prestame tu teléfono —le dijo tendiendo su mano.
Él, sorprendido, se lo alcanzó. Ella cargó un teléfono, llamó, cortó y
se lo devolvió.
—Ahora los dos tenemos los números agendados —le dijo sonriendo
nuevamente.
Federico tomó su celular, se quedó mirando la pantalla con expresión de
sorpresa, y con un gesto clásico de jugador que mete un gol, golpeó el aire con
el otro puño cerrado.
—¡Funcionó! —y ambos rieron con ganas—. Paso a ver a mi hermana —y se
despidió con un beso en la mejilla.
Se dirigió al box donde su padre ya estaba con su hermana.
—¡Hermosa! ¿Cómo estás? —y
sentándose en la cama la abrazó y la besó con ternura.
—¡Fede! ¡Qué suerte que vinieron!
Y comenzó a sollozar.
—¿Cómo no íbamos a venir? ¿Qué paso? Contame…
—¡No sé Fede! Yo venía por Directorio con la onda verde, y cuando cruzo
Lautaro apareció esa camioneta negra. Se me vino encima. No me dio tiempo a
nada. Sentí un golpe en la parte de atrás, de mi lado, y todo empezó a girar, con vidrios que
me caían encima y mucho ruido. ¡Estaba tan asustada! ¡Temblaba como una hoja!
No podía salir de mi lado porque la puerta estaba aplastada contra un auto y
contra mi pierna. Quise tratar de salir por el otro lado pero me agarró un
dolor tan fuerte que creo que me desmayé, porque no me acuerdo más nada, hasta
que estaba en la ambulancia.
Mientras escuchaban el relato, Federico no cesaba de acariciarle los
cabellos y Mateo, del otro lado de la cama, le apretaba la mano.
—¿Te dio los datos el que te chocó? —Preguntó Mateo
—No, la doctora de la ambulancia me contó que el taxista que la llamó le
dijo que se habían escapado. Le dio mi cartera y dejó un papel con el teléfono
por si lo necesitábamos.
—¿Cómo que se escaparon? ¡Qué hijos de puta! —dijo Federico con
indignación—. Bueno, no importa. Lo principal es que estás bien… Y además hoy
se venden piernas ortopédicas muy buenas…
—¡Tonto! —y se rieron los tres.
IV
Sábado 27 de
abril de 2013
Cuando salió a la calle, el fresco le pegó en la cara. Ahí se dio cuenta
de la calefacción que había en el hospital. Se subió el cuello de la campera y
caminó hasta donde había dejado el auto. Mateo había insistido en quedarse con
Elizabeth, ya que el box sólo estaba ella, por lo que la doctora se lo había
permitido.
—Si en casa no tengo nada que hacer —fue su argumento, y convenció a sus
dos hijos, cosa que no ocurría con frecuencia.
Federico se dirigió a la comisaría, a ver que podía averiguar. Eran las
0.30 del sábado cuando ingresó. En la oficina de guardia lo atendió el oficial
a cargo. En ese momento no había nadie más. Cuando le contó porque venía, el
oficial buscó en una bandeja llena de legajos y sacó uno.
—Esto es del cuarto anterior —le explicó—. El jefe de calle acaba de
irse porque estuvo escribiendo el informe —agregó mientras lo leía. Cuando
terminó, se lo pasó.
—No hay mucho, sólo fotos del auto y los datos de un taxista que vio la
colisión. No hay ningún informe del otro vehículo. Cuando llegó el móvil ya se
había dado a la fuga.
Federico leyó el reporte que le alcanzó el oficial, que tenía como
título un N° de legajo y subrayado: Colisión vehicular con lesiones. Comprobó
que el informe, en resumen, decía lo que le había mencionado el oficial, pero
escrito con esa sintaxis y con ese vocabulario tan específico de la policía.
—¿Hay alguna posibilidad de encontrar al otro vehículo? —preguntó
Federico
—Y…Es complicado. Salvo que el taxista aporte algo más en la fiscalía.
—¿Cual corresponde?
—La Fiscalía de turno es la N° 38, en Tucumán 966, 2° Piso. Pero hasta
mañana no les va a ingresar el legajo. Ellos le van a otorgar el número de
expediente.
—¿Puedo ver el auto?
—Sí, está estacionado en la esquina. Ahora lo hago acompañar por un
agente. Y hoy después de las 18 hs lo encuentra al jefe de calle si quiere
hablar con él. Es el Inspector Raúl Quiroga. Espere al agente en la puerta que
en seguida se lo mando.
Federico le agradeció la información y salió a la calle.
Mientras esperaba pensaba que no era justo que no se pudiera ubicar a
ese hijo de puta. Tenía que haber alguna forma de encontrarlo. Y no iba a parar
hasta lograrlo.
Cuando salió el agente fueron hasta la esquina, y allí estaba el Peugeot
gris de Elizabeth. Tenía el costado izquierdo abollado y la puerta delantera
hundida. Las ventanillas estaban sin cristales y había trozos de vidrio en los
asientos, tanto delanteros como traseros. El agente sacó una linterna y se la
ofreció. Federico miró tratando de imaginarse el accidente, y una rabia sorda
lo iba invadiendo. Le devolvió la linterna al policía y se despidió
agradeciéndole su amabilidad.
Ya era la madrugada del sábado, y se imaginó que en la fiscalía no le darían
bola hasta el lunes o martes, o quizás más. Había tenido el cuidado de buscar
el teléfono del taxista en la cartera de su hermana. Lo llamaría mañana, o en
realidad, hoy, cuando se despertara. Pensó que uno separa un día de otro con el
momento del sueño. ¿Cómo procesarían esto los que trabajan de noche? Sonrió, se
subió al auto y, luego de ponerlo en marcha, para que comenzara a funcionar la
calefacción, sacó su celular, buscó el contacto de Andrea y la llamó. Cuando
terminó el llamado se fue a su casa.
V
Andrea se tiró sobre la cama mientras esperaba que el café terminara de
pasar en la cafetera. Cuando volvía de una guardia disfrutaba desayunar en su
casa antes de dormir. Y esta guardia había comenzado tranquila pero a la
madrugada se había complicado con una pelea en un boliche de Rivadavia y Nazca.
Llegaron tres chicas con cortes y traumatismos varios que la tuvieron ocupada
hasta el final de su turno.
Pero también había tenido algo especial, pensó sonriendo. La chica
accidentada el viernes a la noche tenía un hermano que la había movilizado.
Cuando lo vio pensó que sería el novio o el marido y que era muy afortunada.
Después cuando se enteró que era el hermano se sintió contenta. El tipo no
perdió tiempo y en seguida le pidió el teléfono. Eso la hizo sentir halagada,
pero a su vez se preguntaba si él no pensaría que había estado muy regalada al
dejarle el teléfono en seguida. ¡Hacía tanto tiempo que no practicaba jueguitos
de seducción! Su relación con Raúl había caído en una rutina que ya le estaba
resultando insoportable. Sobre todo porque no tenía para ella ningún futuro.
Raúl, también médico del hospital, era casado, con dos hijos, y no tenía
ninguna intención de cambiar su estado, por lo que sus encuentros habían
perdido para ella todo interés, cosa que él no parecía notar o, lo que es peor,
no le importaba, conformándose solamente con obtener su satisfacción sexual.
Pero cuando a la 1.30 de la mañana él la llamó, y luego de cubrir las
formas, preguntado “¿cómo está mi hermana?” “Bien, quedate tranquilo, está
durmiendo”, le siguió preguntado “¿Y cómo estás vos?” y a partir de allí la
conversación giró en torno a ellos, contándose cosas mutuamente, y la impresión
que tenía ahora es que Federico no había malinterpretado su primer encuentro, y
que se mostraba interesado en causar buena impresión. ¡Y lo había logrado!
Quedaron en hablar el domingo para tomar un café. Total los sábados y domingos
ella siempre los tenía libres porque Raúl no podía salir, ya que a esta altura
de su carrera ya no hacia guardias los fines de semana y no tenía excusas para
salir.
El café terminó de pasar. Se levantó, se sirvió una taza grande, cortada
con un chorrito de leche fría, se preparó dos tostadas con mermelada y se sentó
a desayunar. Estaba realmente contenta.
VI
A pesar de haberse dormido ya entrada la madrugada, se despertó a las 8
de la mañana. Mientras se preparaba unos mates, pensó que hora sería la mejor
para llamarlo al taxista. Si trabajaba de tarde capaz que duerme de mañana,
pensó. Mejor esperar un poco.
La llamó a Elizabeth para ver cómo había pasado la noche. Si debía
seguir internada llamaría a la prepaga para ubicarla en alguno de los
sanatorios que le correspondía.
El celular llamó dos veces y ella atendió.
—¡Fede! ¡Qué bueno que llamaste! Hace un rato pasó el traumatólogo y me
dijo que si quería irme a casa me daba el alta, con la condición que hiciera
reposo. Estaba esperando que fuera un poco más tarde para avisarte.
—¡Naa! Me hubieras llamado igual. ¿Papá está con vos?
—Le insistí que fuera a desayunar. Me dijo que podía ir a casa para que
no esté sola en mi departamento.
—¡Buenísimo! ¡Es un capo el viejo! En un rato te paso a buscar.
Se fue a duchar. Terminaría con Elizabeth primero y después llamaría al
taxista. ¿Cómo se llamaba? No se había fijado. Cuando salió del baño buscó el
papel en el bolsillo de su campera. Decía Andrés Díaz y un número de celular.
Lo guardó en el bolsillo de su jean.
Dos horas y media después dejaba a su hermana y a su padre en la casa de
su infancia. Era muy especial el sentimiento que tenía por esa casa. Tanto él
como Elizabeth seguían llamándola “su casa” aunque hacía varios años que ambos,
aunque en distintos momentos, se habían mudado a sus propios departamentos.
Pero cada uno de ellos seguía teniendo cosas de su niñez, de su adolescencia y
algunas ya de adultos, en sus habitaciones, que seguía siendo para cada uno “mi
pieza”. Cuando estaba en la casa y recibía un llamado, Federico se encerraba en
“su pieza” para hablar. Y Elizabeth hacía otro tanto. Y como en “su pieza”
estaba el televisor de 14´ que tenía de niña, los domingos que almorzaba con
Fede y su papá, se tiraba en su antigua cama a ver una película mientras ellos
veían el partido en la tele del living y sufrían con los altibajos de su
querido River Plate.
Quedó con ellos en almorzar al día siguiente, domingo, y cuando estuvo
en el auto, antes de poner en marcha llamó a Andrés Díaz.
Cuando se identificó, Andrés lo atendió con muy buena onda. Le preguntó:
—¿Cómo está la chica? Estaba muy asustada…
—Mejor —le dijo Federico— La acabo de dejar en casa. ¿Podríamos vernos y
tomar un café?
—Sí, como no. Yo busco el auto a las 14 por Almagro, y después salgo
hacia el centro. O si prefiere, ahora son las 12, nos vemos en una hora en un
boliche que está en Guardia Vieja al 3500.
—Sí, me parece bárbaro. Nos vemos en un rato. Uso barba y tengo jeans y
una campera gris, para que me reconozcas.
—Déle, nos vemos.
Federico decidió irse directo al bar, así comía un sándwich y un cortado
mientras esperaba.
Como venía de Flores, tomó Avellaneda y después Díaz Vélez hasta
desembocar en Gallo. Al cruzar Corrientes contó dos cuadras y dobló a la
izquierda. Sí, esa era Guardia Vieja. Cruzó la primera esquina, y ya vio un
montón de taxis parados en doble fila que ocupaban casi toda la calle. Y sobre
la mano izquierda estaba el “boliche”. Sí, pensó, la definición de Andrés era
acertada. Porque era ese tipo de negocio que no es un café, pero tampoco un
restaurante. Parecía más bien los antiguos bodegones que ya van quedando pocos
en la ciudad. Con un toldo verde que ocupaba toda la vereda llena de mesas, que
casi no permitía pasar caminando. Un grupo como de 7 u 8 hombres, sentados
alrededor de tres mesas juntas, tomando gaseosas y una picada de queso y
salame, charlaban animadamente, haciéndose bromas en forma permanente. Deben
ser los choferes de los taxis estacionados enfrente, pensó. Buscó una mesa en
el extremo de la vereda, y se sentó. Miró el pizarrón escrito con tizas de
colores que decía: Plato del día Peceto al horno con papas. Cuando el mozo se
acercó a preguntarle que iba a comer, dudó un momento si pediría el plato del
día, pero lo que había entrado por sus ojos ya se había estrellado en su cerebro
y había hecho sonar todas las alarmas de su aparato digestivo. ¡No podía
resistirse al queso y salame!
—Una picada para dos, y un café doble cortado —y ante la mirada
extrañada del mozo, le aclaró— Estoy esperando a otra persona.
Desde la mesa donde se había sentado observaba toda la escena, y a
medida que paraban nuevos taxis, y sus choferes se acercaban a la mesa, trataba
de imaginar cuál sería Andrés. El movimiento era incesante. Algunos se
levantaban, saludaban y se iban y otros llegaban y se sentaban con el grupo.
Hasta que vio que uno vino derecho a su mesa, previo saludo al grupo de
la mesa grande. Ese debe ser, pensó.
—Hola, ¿Federico? —preguntó Andrés, como para estar seguro
—Sí Andrés. Mucho gusto —se paró y le dio la mano con firmeza— Sentate,
pedí para los dos —le dijo señalándole la picada—. ¿Qué querés tomar?
—Una gaseosa, yo la pido. Tengo que salir a manejar —aclaró y le hizo
una seña al mozo en esos códigos no escritos que se establecen entre mozos y
parroquianos habituales.
Andrés era un tipo maduro, como de 50 años, grueso, con una calvicie
pronunciada con cabellos canosos y largos a los costados de la cabeza. El look
Bianchi, pensó Federico.
—Gracias por lo que hiciste con mi hermana —le dijo Federico, abriendo
el tema que los había reunido.
—No, no es nada. Yo venía yirando por el carril derecho y sentí el
golpe. Alcancé a ver como el auto se iba hacia la izquierda, chocaba contra
otro estacionado, rebotaba y pegaba de costado contra la culata de un camión.
—¿Viste al de la camioneta?
—Sí, me detuve y crucé corriendo cuando de la camioneta bajaron dos
muchachos, miraron, se subieron otra vez y se rajaron. ¡No lo podía creer! ¡Qué
hijos de puta! ¡No pararse a ayudar! Me acerqué al coche, miré por la ventanilla
derecha y estaba la chica llorando adentro. La puerta de su lado estaba
aplastada contra la culata del camión. Y yo no podía abrir la puerta derecha.
Le grité si podía destrabar la puerta y por suerte el comando funcionó. Pero
cuando quise ayudarla a salir, tenía la pierna apretada con el asiento o algo
así, porque me dijo: Me duele. Me duele mucho. Traté de tranquilizarla, le dije
que se quedara quieta, mientras llamaba al 911.
Mientras escuchaba este relato, Federico sentía que le hervía la sangre.
—Llegó primero el patrullero —continuó Andrés— y corrimos el auto para
atrás para alejarlo del camión. El oficial, con una palanca que trajeron del
patrullero, logró abrir la puerta izquierda, justo cuando llegaba la
ambulancia. La chica parecía que se había desmayado. La sacaron entre la médica
y el chofer, y yo agarré la cartera que estaba en el asiento de al lado y se la
entregué a la médica, y le puse adentro un papel con mi número por si
necesitaba algo.
Federico estaba conmovido por la solidaridad de este hombre. Todas las
puteadas que habitualmente le dedicaba a los tacheros, se deshacían frente a
esta actitud.
—No sabés cuanto te lo agradezco —le dijo— De la camioneta pudiste ver
algún dato.
—No mucho. Solo que era una camioneta negra, y cuando se iba alcancé a
ver que tenía el escudito de Toyota y atrás decía algo así como Prado. No se
sería la concesionaria. Otro detalle que recuerdo es que tenía la rueda de
auxilio atrás cubierta. Ah! Y la patente empezaba en LM y después no alcancé a
ver más.
—Te agradezco un montón. Lo que ya hiciste, y la disposición que tuviste
para contarme, no tiene precio, pero yo igual te quiero recompensar…
Andrés no lo dejó terminar.
—¡No maestro! ¡Hice lo que hubiera hecho cualquiera en esa situación!
¿Recompensa? Avíseme si los encuentra.
—Está bien, gracias otra vez — y sacando una tarjeta, se la alcanzó —. Si
necesitas algo de impuestos o contable, alguna vez, sabé que contás conmigo
incondicionalmente.
Siguieron un rato mas hablando de bueyes perdidos, y se despidieron con
un abrazo.
Cuando Federico se iba hacia su auto, Andrés le gritó.
—¡Maestro!, si necesita que declare, cuente conmigo.
Federico le sonrió y le hizo un gesto con el pulgar hacia arriba.
VII
Lunes 29 de
abril de 2013
El lunes, cuando llegó a su estudio, a las 9 de la mañana, comenzó a
llamar a la fiscalía para conseguir una entrevista con el funcionario que
manejaría el caso. Había buscado el número en internet, y cuando logró
comunicarse no le dieron ni cinco de bola.
—No damos información telefónica, tiene que pasar personalmente —le dijo
la telefonista con esa voz impersonal que sonaba mas a grabación que a humana.
El domingo había estado con el Jefe de Calle de la comisaría, ¿Quiroga se llamaba? Pero no había
sacado de él nada nuevo. ¡Si hasta le pareció que esbozaba una sonrisita
socarrona, cuando le preguntó si con las actuaciones en la fiscalía, la
investigación permitiría ubicar a la camioneta!
—La verdad, no sé. Debería consultarlos a ellos —fue su respuesta. Fin
de la entrevista.
Esa noche, en su notebook,
googleó: Toyota + prado y le aparecieron varios links. Eligió el de
Toyota.com.ar y…¡ahí estaba! Era una 4x4 “Toyota Land Cruiser Prado…La leyenda
continúa”. Lo que Andrés vio era el modelo. Y las imágenes coincidían con la
descripción. ¡Sí, esa era! Imprimió las fotos de la página y las
especificaciones técnicas.
Bueno, ahora no le quedaba más remedio que pasar por la fiscalía y ver qué
pasaba. Buscó en las notas de su celular la dirección: Tucumán al 900, cruzando
la 9 de Julio. Recordó que tenía pendiente una presentación en Tribunales para
un cliente, y eso estaba a 5 o 6 cuadras. Atienden de mañana, así que decidió
ir ya y después pasar por la fiscalía. Pensó que lo mejor sería ir en subte,
para no perder tiempo buscando estacionamiento. El trámite en Tribunales fue
rapidísimo. A las 11 horas ya estaba camino a la fiscalía.
Llegó al domicilio que llevaba anotado y subió al 2° piso. En un
mostrador la atendió una empleada. Preguntó cómo podía ubicar un expediente si
no tenía el número. Le explicó por qué venía, y la chica, buscó por la
computadora, las actuaciones recibidas de la comisaría 38 ingresadas desde el
sábado.
—Acá está —dijo— N.N. s/ lesiones culposas, y le dio el número de
expediente. La damnificada es Elizabeth Goldbaum. ¿Es este, no? —preguntó.
—Sí, efectivamente. ¿Podría hablar con el fiscal?
La empleada le informó que la fiscal,
Dra. Vota no se encontraba en ese momento, que si quería esperar a la
secretaria, en una media hora lo atendería. Podía esperar o volver después.
—Prefiero esperarla aquí —respondió Federico, y se sentó en unos
sillones que estaban en el pasillo frente al mostrador.
Mientras esperaba se puso a leer el ejemplar de un diario gratuito que
le entregaron a la salida del subte. Leyó rápido las noticias sobre política
nacional porque le revolvían el estómago. Prefirió pasar a deportes. El domingo
5 de mayo se venía el Superclásico en la Boca. Como fanático de River esperaba
poder repetir lo del verano, pero sabía que en estos partidos, nunca importa si
uno viene bien y el otro mal. Esto es un partido aparte del momento de cada
uno. Mejor no lo iba a ver. Se ponía muy nervioso.
El llamado de la empleada lo sacó de su lectura.
—La doctora Russo lo va a atender ahora. Por favor, ¿quiere pasar?
Asintió con la cabeza, dobló el diario y lo guardó en su portafolio.
Russo era una mujer de unos 40 años, pero de aspecto muy juvenil. Llevaba el
cabello recogido en una cola de caballo y vestía un traje sastre claro de corte
muy elegante.
—¡Dr. Goldbaum! ¡Adelante! —lo
recibió con la mano extendida, mientras le señalaba la silla frente al
escritorio.
—Mucho gusto, Dra. Russo, ya sabe por lo que vengo...
—Sí, sí. No tenemos mucho en este caso —le dijo mientras hojeaba el
expediente— El que provoca el accidente se dio a la fuga.
—Bueno, eso es justamente el motivo de mi visita. Quiero saber en qué
puede terminar todo esto.
—Aquí adjuntaron los datos de un taxista que tenemos que citar, y le di
instrucciones a la comisaría para que se fijara si hay cámaras en la esquina o
en algún negocio o edificio cercano que puedan haber captado algo.
Federico pensó si valía la pena contarle que ya había estado con el
taxista. Prefirió no decir nada.
—¿Hay alguna posibilidad de ubicar el vehículo, si se consigue algún
dato?
—Vamos a seguir todos los pasos que haga falta —le respondió la
mujer—. Pero quiero serle totalmente
sincera. Aquí tengo un informe del hospital que certifica que su hermana fue
enviada a su casa el sábado, aunque tiene que volver en 10 días a control ¿Es
así?
—Sí, es así. Está en casa de mi padre, en reposo.
—Bueno, mire. Tengo un caso de homicidio en riña frente a la villa
1-11-14. Un robo a mano armada en una farmacia de la calle Juan Bautista
Alberdi. Un barra apuñalado a la salida de la cancha de Ferro, el sábado, sobre
la calle Avellaneda…No le digo que no nos vamos a ocupar, pero…hay prioridades.
—Entiendo —dijo Federico, mientras pensaba, que claro, para él lo que le
habían hecho a su hermana, era prioridad uno, pero en perspectiva…la abogada
tenía razón— No se preocupe doctora, haga lo que tenga que hacer.
Se despidieron cordialmente mientras Federico se iba convencido que la
causa sería archivada en poco tiempo.
VIII
La tarde no pasaba nunca en su oficina. No se podía concentrar en las
planillas de Excel con las liquidaciones de impuesto a las Ganancias de varios
de sus clientes. Para colmo le quedaba poco tiempo para el vencimiento anual
que se produciría entre el 13 y el 17 de mayo próximo. Además, los aplicativos
de la AFIP son de terror. Por eso la cuarta vez que una fórmula en la planilla
le dio error cerró los archivos y en medio de un rosario de insultos, apagó la
computadora.
Podría haberse ido, pero los lunes era el día que pasaba Matías. Matías
Ferraro era el cadete compartido con algunos del grupo de fútbol, todos pibes
del barrio, de los cuales dos eran abogados, uno, contador, otro arquitecto y
el resto empleados o pequeños comerciantes, con quienes se juntaba a jugar los
viernes a la noche. Como los cinco que eran profesionales tenían estudios
chicos, no daba para que tuvieran un cadete full time. La idea se le había
ocurrido a Rodrigo, el arquero del equipo, abogado, en la sobremesa del buffet
de la canchita, después de un partido. ¿Por qué no contratar un cadete y que
les hiciera los trámites a todos? Él conocía a Matías de un estudio grande en
el que había trabajado y se comprometió a ofrecérselo. Matías aceptó en
seguida, le gustó la idea de administrarse su tiempo y coordinar los trámites
de todos. Además lo que cobraba entre los cinco era casi el doble de lo ganaba
en el estudio. Era un flaco de unos 20 años, alto, pelo largo, barba, siempre
de jeans y zapatillas, y los infaltables audífonos del celular escuchando
música. Amaba la música y tocaba el bajo en un conjunto. También amaba su moto.
Los lunes pasaba por las oficinas y retiraba los trámites y los viernes a la
tarde entregaba todo con una eficiencia que los dejó más que sorprendidos.
Se recostó en el sillón, cruzó los pies encima de su escritorio, cerró
los ojos y dejó que su mente vagara. Revivió todo lo pasado en el último fin de
semana, y le dio más bronca no poder hacer nada para encontrar al turro que se
escapó tan cobardemente. El timbre lo sacó de sus pensamientos. Se levantó
cansinamente y le abrió la puerta. Apenas entró Matías se dio cuenta que algo
le pasaba.
—¡Eh! ¡Qué carucha! ¿Qué anda pasando? —le preguntó Matías, mientras se
descolgaba la mochila de la espalda.
—Sentate que te cuento —respondió
Federico. Por ahí compartirlo con alguien le daba un poco de tranquilidad.
—¡Dale! Me sirvo un café y me contás. ¿Querés?
—Sí, gracias. Servime medio pocillo.
Matías se fue para la cocina y al rato volvió con la bandeja, los
pocillos de café y la azucarera. Los apoyó sobre el escritorio, se sentó frente
a Federico, y comenzó a servirse azúcar. Una, dos, tres cucharitas. Luego
revolver como 30 segundos. Siempre realizaba la misma rutina, y siempre
Federico pensaba cómo podía tomar ese café con tanta azúcar. Él hacía años que
lo tomaba amargo. “Así se le siente el verdadero gusto a café”
—Bueno, soy todo orejas —dijo con una sonrisa Matías.
Federico le contó todo lo ocurrido desde el viernes anterior,
finalizando con su decepción por las pocas posibilidades que le transmitió la
fiscal de encontrar al responsable del hecho.
—Ahora, si tu hermana está bien, y por lo que sé no les hace falta una
indemnización, ¿para que querés encontrarlo?
Federico se sorprendió por la pregunta. Y por lo frontal que era el
pibe. Pensó un momento…
—No estoy seguro. A veces quiero cagarlo a trompadas. Otras veces me
gustaría poder preguntarle: ¿Por qué te escapaste hijo de puta? ¡Mi hermana
podría estar muerta! ¡Hacete cargo!
—Y, ¿pensás que un tipo que hace esto te va a dar una razón entendible?
—La verdad, creo que no. Pero igual querría tenerlo enfrente. Después
vería que hago.
Se quedaron un minuto en silencio mientras sorbían el café y de repente
al pibe soltó la frase que iba a cambiar la historia.
—¿Y si llamás al Gitano? ¡Si alguien puede averiguar datos sobre un
vehículo es el!
Los ojos de Federico se abrieron como el dos de oro. Matías no dejaba de
sorprenderlo. ¡Qué prejuiciosos que somos!, pensó. Vemos un pibe de pelo largo
y barba y lo asociamos con cualquier cosa menos con una mente tan lúcida. Pero
claro. ¿Cómo no se le había ocurrido a él?
Salvador Gabarre, el
Gitano, había aparecido en su vida enviado por un cliente que tenía una
concesionaria de autos. Su oficina estaba en el barrio de Caballito, más
precisamente sobre la calle Morelos, entre Méndez de Andes y Aranguren, a una
cuadra de Avellaneda, un poco antes de la cancha de Ferro. Mucho tiempo había
trabajado en el microcentro, y se había prometido que cuando pudiera poner su
estudio lo haría fuera de ese radio. Caballito quedaba cerca de Flores, donde
tenía su departamento, el de su hermana y la casa de su niñez. Y también, desde
allí, tenía acceso rápido al centro si tenía que ir a Tribunales, al Consejo
(de Ciencias Económicas), o a cualquier otra oficina pública. Y lo mejor,
seguía teniendo aspecto de barrio, con muchas casas bajas todavía, a pesar del
boom inmobiliario del último tiempo. Allí en un departamento tipo PH, que daba
a la calle y tenía entrada individual al frente, además de otra por el pasillo
lateral común que permitía el paso a los departamentos del fondo, había armado
su estudio.
Así fue que, una mañana,
cuando llegaba a su estudio, le extrañó ver, frente a su departamento, dos
camionetas, y grupo de hombres, cuatro o cinco, a primera vista, reunidos en la
vereda. Ese día había dejado el auto en el service, por lo que fue en taxi. Le
pidió al chofer que lo deje en la esquina de Avellaneda y caminó por Morelos.
Mientras se acercaba tuvo oportunidad de observarlos. Eran cinco. Uno recostado
sobre una de la camionetas y los otros cuatro en ronda, conversando. El acercarse
caminando le dio la oportunidad de observarlos. Pelo largo, pero prolijo en los
dos que estaban de espaldas, corto y con una incipiente calvicie el que estaba
sobre la camioneta. A los otros dos no
podía verlos. Todos estaban en camisa, con las mangas arremangadas. La
curiosidad lo mataba, pero disimuló y no miró cuando estuvo frente a la entrada
del edificio. Sacó su llave y se dispuso a abrir, cuando uno de los hombres
dijo, separándose del grupo:
—Disculpe, ¿Dr. Goldbaum?
—Sí, soy yo —dijo dándose
vuelta. Ahora podía observarlos a todos. El mayor, era el que estaba recostado
en la camioneta. Una Amarok, doble cabina, negra. Debía tener unos 50 o 55
años. Los demás oscilaban entre 30 y 40 años. Le llamó la atención que todos
lucían las camisas muy abiertas, dejando ver el pecho entre gruesas cadenas de
oro, pulseras también de oro y relojes muy caros. El que habló era el más
joven, que estaba a la izquierda del hombre mayor. Se acercó a Federico y
tendiéndole la mano le dijo:
—Mucho gusto, Dr. Soy Elías
Gabarre. Mi padre, Salvador Gabarre —dijo señalando al hombre mayor, quiere
hacerle una consulta.
Federico respondió el
apretón de manos mientras le decía.
—Sí, con gusto, pasen —y
terminó de abrir la puerta.
Salvador se adelantó, le
dio la mano también, aclarando,
—Mucho gusto Dr.Goldbaum.
Paso yo sólo. Ellos me esperan acá.
—Como guste. Adelante.
Entraron mientras los demás
volvían a reunirse cerca de la camioneta.
Salvador Gabarre era la
cabeza de un clan (gitano) que, en la zona de Floresta, cerca de la Avda. Juan
B. Justo se dedicaba al negocio de la compra-venta de automóviles. Había
recibido un requerimiento de la AFIP y necesitaba asesoramiento para
responderlo. Un cliente de Federico, Jorge Rubín, que tenía una concesionaria,
le había recomendado que viera a Federico, y allí estaba.
La consulta duró casi una
hora. Federico armó un listado con todos los datos que necesitaba para armar la
estrategia de la respuesta y quedaron que en cuanto los tuviera se los hiciera
llegar. Luego lo acompañó hasta la puerta, donde lo esperaba el grupo, y se
despidieron con un apretón de manos. Elías también se acercó a saludarlo, y el
resto lo hizo sólo con un ademán mientras abordaban otra camioneta que había
estado estacionada más atrás.
Veinte días después, con la
respuesta al requerimiento presentada, Salvador vino personalmente a abonar los
honorarios. Además de pagar lo que habían pactado, le trajo de regalo un reloj
Tag Heuer Carrera, que Federico no se hubiera comprado nunca, y que le costaba
usarlo en la calle.
—Debo agradecerle a Jorge
su recomendación —le dijo—. No se equivocó cuando me dijo que usted era el
mejor.
—Gracias Salvador, esto no
era necesario —respondió—. Sólo trato de hacer bien mi trabajo.
—Lo sé, lo sé, por eso yo
trato de ser agradecido —la cara de Salvador se iluminó con una sonrisa—. Esto
es sólo una atención, pero sepa que mi agradecimiento implica que puede contar
conmigo en lo que usted pueda necesitar, cuando sea.
Y esa vez lo saludó con un
abrazo.
Bueno, creo que había llegado el momento de solicitar su ayuda.
Se levantó de su sillón, dio la vuelta al escritorio y abrazó a Matías
por su brillante idea.
—¡Eh jefe! ¡Qué efusivo! —acotó Matías y ambos soltaron la risa.
IX
Lunes 5 de agosto de 2013
Federico comprueba que las llamadas perdidas provienen de quien suponía
y esperaba con ansiedad. Antes de llamar se fija si había algún mensaje. El
buzón de voz está vacío. Tampoco hay mensajes de texto.
Había pasado un poco más de tres meses desde el accidente. Su hermana se
recuperó rápidamente aunque todavía debía hacer sesiones de kinesiología dos
veces por semana. Su relación con Andrea se fortalecía día a día, al punto de
almorzar con ellos los domingos en casa de Mateo. Además lo hacía muy feliz
cómo congeniaba con Lizzy. Sabía del anterior vínculo de Andrea con su
compañero de trabajo, pero ella aseguraba que ya era historia. Igual la
situación de trabajar con el ex lo incomodaba un poco pero su hermana le
recordaba que una pareja se debe basar en la confianza para funcionar. Lo único
que le quedaba pendiente era encontrar a los tipos de la Toyota.
Marca el número que aparecía en los llamados perdidos y espera.
—Hola —responde una voz masculina.
—¿Salvador? Habla Federico
—Hola amigo, lo estuve
llamando.
—Sí, perdón. Estaba con unos clientes amigos de mi padre y no podía
interrumpir.
—Hizo bien, si son amigos
de su padre debe honrar esa amistad. Igual insistí porque me imagino que está
ansioso.
—Se imagina bien Salvador. ¿Consiguió algo?
—Tiré anzuelos por varios
lados y parece que uno picó. Mi cuñado tiene un negocio de autopartes en Camino
de Cintura y me dijo que un chapista de La Colorada y Santamarina, entre Monte
Grande y El Jagüel le fue a comprar dos guardabarros y una parrilla de Toyota.
Mandé a mi hijo a averiguar y el chapista le contó que se lo encargó un tipo de
un country de la zona.
—¡Buenísimo! Páseme bien la dirección por mensaje de texto por favor.
—Espere un poquito que hay
más. Como tenía mucho trabajo le dijo al fulano que debía esperar unos quince días.
A las dos horas se le presentaron cuatro muchachones, de esos que andan con la
cabeza rapada, con ropa de fajina y borceguíes y lo apuraron para que hiciera
el trabajo ya. Así que yo le recomiendo Federico, que se olvide del tema porque
son gente muy peligrosa.
—Muchas gracias Salvador. No se preocupe. Igual páseme después la
dirección del chapista. Veré si se la acerco a la Fiscalía.
Corta y no puede más de la emoción. ¡Por fin va a encarar a esos hijos
de puta! Espera que llegue pronto la tarde para poder contarle a Matías. Al fin
y al cabo él fue el generador de la idea. Ojalá que Salvador le pase pronto la
dirección del taller y si no por las referencias igual lo va a encontrar. Saca
una guía Filcar que tiene en un cajón del escritorio y busca Santamarina en
Monte grande. Hay más de una en el plano. La Colorada no la encuentra. Decide
esperar a Matías que conoce mucho mejor las calles. Recuesta el sillón hacia
atrás, pone los pies arriba del escritorio y cierra los ojos.
El timbre de la calle lo sobresalta. Mira la hora. Las seis de la tarde.
Ni se dio cuenta cuando se durmió. Se apura en abrir.
—Hola jefe —saluda Matías—. ¿Qué novedades?
—Muchas. Pasá que te cuento.
—Dale. Sirvo los cafés y me ponés al día.
Cuando termina de relatarle todo lo que el Gitano averiguó Matías pregunta:
—¿Cuándo vamos?
—¿Me vas a acompañar?
—¡Obvio! ¿De quién fue la idea?
—Lo que pasa es que el Gitano fue remiso a darme la data. Y la dirección
que te mencioné no la encontré en el plano.
—Tranqui Fede. Yo conozco. La Colorada figura en los planos como Pedro
Dreyer, pero en Monte Grande todo el mundo le sigue diciendo La Colorada. La
llaman así porque cuando era de tierra se rellenaba con los restos de los
hornos de ladrillos que fue una de las primeras actividades de la zona. Y en
cuanto a Santamarina, es una familia legendaria en Monte Grande desde 1890, con
diferentes empresas, desde consignatarios de ganado y frutos del país hasta
administración de propiedades urbanas y rurales, pasando por bancos y otras
industrias.
—¿Cómo sabés tanto?
—Me gusta la historia y además viví por la zona.
—Bien, entonces ya sabemos dónde buscar. ¿Te parece que vayamos el
sábado a la mañana?
—Dale, decime dónde te espero.
—Vos vivís por Caballito ¿no?
—Sí, casi Acoyte y Rivadavia
—Esperame a las 9 en Avellaneda y Acoyte. Desde ahí me guiás vos.
—¡Hecho! Dame ahora los trámites de esta semana —dice Matías mientras
levanta las tazas de café.
X
Sábado 10 de
agosto de 2013
Pasan despacio frente al taller. Hay varios autos adentro y un par en la
vereda. En uno de ellos un muchacho masilla el capó. Estacionan media cuadra
más allá. Matías le pregunta al joven por el dueño y éste le señala con la
cabeza un hombre que suelda en el interior del taller protegido por una
máscara. Se acercan y Federico saluda en voz alta. El hombre apaga el soplete y
se levanta la máscara. Tiene unos cincuenta años, flaco, canoso y con barba de
un par de días. Federico le explica el motivo de su visita, aclarando que es
amigo de los Gabarre. El chapista, con expresión pensativa, se acaricia la
barbilla y después dice que no se acuerda nada del caso. Por más que le da
detalles del auto, —omite mencionar lo que le contó el Gitano sobre la
apretada—, el hombre se mantiene en su versión, argumentando que, por suerte,
atiende un montón de autos por mes y no se puede acordar de todos, menos cuando
hace más de tres meses del trabajo. Matías mientras tanto observa que el joven
que está en la vereda entra y sale varias veces, buscando herramientas en el
tablero que está sobre la pared de la mesa de trabajo, pasando muy cerca de
ellos. Finalmente Federico, convencido que no le sacará ningún dato, saluda y
sale seguido por Matías. Caminan hacia el auto y al pasar junto al pibe que
trabaja en la calle escuchan que les dice, en un susurro, sin mirarlos ni
levantar la cabeza:
—Pregunten por Ralph en una cervecería que está en el Shopping Plaza
Canning, sobre la Ruta 58.
Llegan al auto en silencio. Mientras se ajustan los cinturones de
seguridad Matías comenta:
—¿Qué tal? Del que menos esperábamos.
—Es evidente que el chapista tiene miedo. Nadie puede olvidarse de una
situación así. ¿Sabés donde queda lo que nos dijo el pibe? —pregunta Federico
mientras pone en marcha el motor.
—Sí, sí. Seguí derecho. La Colorada termina en la Ruta 58. En esa zona
hay un montón de countries y barrios privados. Los más antiguos están sobre
Sargento Cabral, una calle que nace en diagonal a la Ruta, pero seguro que
estos tipos no son de allí porque los principales complejos allí fueron
fundados por tus paisanos, así que no me parece posible que estos skinhead tengan lugar en esas
comunidades. Seguro son de los nuevos barrios sobre la Ruta.
Llegan al lugar y entran a la playa de estacionamiento de un Banco. El
lugar es una plazoleta con una calle que la circunda y locales en el medio y
alrededor. Buscan la cervecería y entran. Tiene pocas mesas pero una barra en L
bastante larga. Sólo una pareja toma café en un rincón. Se sientan en la barra
y piden dos chops. Cuando el bartender se acerca con las bebidas Matías le
pregunta:
—¿Sabés a qué hora puedo encontrar a Ralph?
—¿Ralph? No conozco a ninguno —dice el hombre.
—Ah, bueno. Me dijeron que era habitué aquí.
—No retengo los nombres de los clientes.
—Usa la cabeza rapada.
—Te dije que no lo conozco.
—Ok, gracias igual.
Terminan su cerveza y salen. Cuando pasan frente a la vidriera del
negocio, Matías se agacha a anudarse los cordones de sus zapatillas. Federico
no se da cuenta y sigue caminando. Al llegar al auto lo ve venir.
—¿Dónde te habías quedado? —le pregunta.
—Me quedé observando al bartender —dice—, apenas salimos hizo una
llamada de su celular.
—¡Ah! Sos un agente de inteligencia completo —bromea Federico.
Cuando salen a la ruta, Matías propone:
—La mayoría de los countries están hacia el sur. Demos una vuelta
Veinte minutos después vuelven por la ruta en dirección a la Autopista
Ezeiza-Cañuelas que desemboca en la Riccieri y ven a su izquierda una calle con
boulevard. Hay carteles que anuncian más countries. La recorren hasta el final,
justo en la entrada de un barrio privado, Echeverría del Lago. No encuentran
nada que les llame la atención por lo que giran para retomar la mano que sale a
la ruta. Cuando llevan recorrido la mitad del trayecto ven a trescientos metros
dos camionetas que avanzan de contramano. Giran hasta quedar enfrentadas,
cerrando el paso. Una es una Toyota negra.
—¡Mierda! —dice Matías—. Me parece que los encontramos. O mejor dicho
ellos a nosotros.
Bajan cinco tipos, todos con las cabezas rapadas, vestidos con ropa
militar. Se despliegan en la calle. Dos de ellos tienen bates de beisbol.
Federico sigue avanzando despacio y se detiene a unos veinte metros de los
sujetos que los esperan con actitud desafiante. Matías busca su mochila en el asiento de atrás y saca un nunchaku.
—¡Ah! ¿Eso también? —pregunta Federico sorprendido.
—Y —dice Matías—, si vamos a cobrar alguno de ellos se va a llevar un
recuerdo.
Bajan y caminan despacio hasta detenerse a unos diez metros.
Los sentimientos de Federico saltan de la bronca contra los tipos que tiene
enfrente a la admiración hacia el pibe que camina a su lado. Él lo metió en esto y sin tener nada que ver con su
hermana, —ni siquiera la conoce—, se está jugando sin una protesta.
—¿Quién es Ralph? —pregunta Federico
—¿Para qué me buscás? —responde el que estaba en el medio.
—Para que me cuentes por qué atropellaste el auto de mi hermana y te
escapaste sin atenderla.
Ralph sonríe, mira a sus compañeros y responde:
—No me acuerdo. Me llevo tanta gente por delante.
—¡Ah, no te acordás! Elisabeth se llama, Elisabeth Goldbaum. La chocaste en la Avenida Directorio en Flores.
Todavía está convaleciente pero podría estar muerta. Te escapaste como una
rata. Quería decirte que sos un hijo de puta.
—¿Vos me decís rata a mí, judío de mierda? Te voy a hacer tragar tus
palabras.
Ralph les hace una seña a los otros para que avancen. Federico y Matías
se preparan para recibirlos. Un chirriar de frenos los detiene. Una camioneta
cruza por arriba del boulevard y se detiene entre ambos grupos. Una Amarok
negra se detiene en la mano contraria del otro lado. De la primera bajan cuatro
hombres y se ubican frente a los skinhead
que quedan paralizados. Algunos muestran en su cintura, a través de la camisa
abierta, el mango de una pistola. De la otra camioneta bajan tres hombres y
esperan a que baje un cuarto y cruce el boulevard para escoltarlo. Bajo el sol
del mediodía brillan la cadena y la medalla de oro que deja ver su camisa
abierta.
—A ver muchachos —dice con voz firme—. Si quieren pelear que sea uno
contra uno. Lo contrario no sería justo. Además les advierto que mi gente se sale de la vaina por tener un
poco de acción.
“¡Salvador! Nunca más apropiado el nombre” piensa Federico sin salir de
su asombro. “Y también está Elías, su hijo”.
—Yo primero —dice Matías abriéndose paso entre los hombres del Gitano y
parándose frente a Ralph—. Agarrá el bate. ¿Te animás? —agrega mientras hace
una demostración de Freestyle con el nunchako a lo Bruce Lee.
Después de unos segundos de silencio Ralph les hace una seña con la
cabeza a su grupo y se vuelven a sus vehículos. Las dos camionetas salen
derrapando entre los gritos y aplausos de los gitanos mientras Federico y
Matías se abrazan con Salvador.
—¿Cómo nos encontraste? —le pregunta Federico a Salvador
—Elías tuvo la precaución de dejarle el número de teléfono, y un
incentivo claro, al pibe que trabaja con el chapista. Hoy lo llamó para avisarle
que ustedes habían pasado. Después fue fácil rastrearlos.
—¡Qué genio! Vamos a tomar unas cervezas. Yo invito —ofrece Federico— Y
a vos —le dice a Matías— mi admiración y agradecimiento eternos.
—Vamos, no se pongan sentimentales —responde Salvador—. Conozco un
bodegón excelente sobre Juan B. Justo en Floresta.
Osvaldo Villalba
07/04/2020