Ajuste de cuentas

Nota del autor. El presente microrelato es el producto de un juego realizado en la plataforma Twitter con escritores famosos. En este caso la interacción se realizó con Juan Carrá, quien explicó el procedimiento. 
1) Las reglas: Cada participante debe escribir en su cuenta un primer tuit (uno solo!) con el principio de un cuento, y arrobarme. Yo responderé a ese tuit con otro e iré escribiendo -solo con esa persona- de a un turno por vez, y de a un solo tuit por vez, un cuento cómo un hilo.
2) Queda para mí decidir cuándo termina el cuento y escribir el final (para que las historias no se alarguen demasiado). En este único y último caso, me reservo un tuit adicional (el tuit de plata) para terminar de cerrar el cuento. (+)

En el relato están en cursiva los textos de Juan y normal los míos.

AJUSTE DE CUENTAS
Porque a las cosas hay
que darles siempre su final.
Misión Olvido (2012)
María Dueñas

Controlé que el cargador de la HP 35 estuviera completo y con proyectil en la recámara. Quité el seguro. Sentí las palmas de mis manos transpiradas a pesar del frío. "Deben ser los nervios", pensé. Pero no. No me podía engañar. Era miedo.
Siempre me pasaba. El temor se apoderaba de mí cada vez que estaba por tomar la decisión. Busqué la botella de whisky, tomé directo del pico. El ardor en la garganta, el reflejo del vómito que me llegaba incontenible. Me sequé la transpiración con el pañuelo y volví a empuñar el arma.
¿Sería ésta la vencida? Tal vez no se presentara de nuevo una oportunidad así. Pensé en todas las veces que estuve a punto de lograrlo y había arrugado. Logré contener las náuseas y le di otro sorbo a la botella. Bajé del auto y caminé pegado a la pared hasta la puerta del local.
Ahí estaba: sentado detrás del mostrador igual que aquella vez en la que me confesó todo. Abrí la puerta. Apunté sin decir nada. El pulso me temblaba más de la cuenta. No te perdono, dije en voz baja y apreté el gatillo.

Juan Carrá
Osvaldo Villalba
29/03/2020

Jefe de estación


Detened ese tren agonizante
que nunca acaba de cruzar la noche.
Miguel Hernández-El tren de los heridos
El hombre acecha (1938)

El telégrafo comienza a transmitir y su golpeteo le indica, sin necesidad de leer el mensaje, que la formación ya partió de la estación anterior. En una media hora, más o menos, estará entrando en el andén.  Hace un año recibió el nombramiento cuando el jefe anterior se jubiló. El pueblo es pequeño, con tan sólo mil quinientos habitantes, la gran mayoría en zona rural donde se cultiva maíz, girasol y algo de trigo. También existen un par de establecimientos ganaderos y un tambo. Recuerda que de pequeño, cuando su padre era el responsable, le gustaba venir a esta oficina en la planta alta de la estación para observar el paisaje desde los tres ventanales que tiene. Unos años después el ferrocarril se privatizó y el tramo provincial fue discontinuado por "improductivo", al decir de la empresa propietaria. Su padre no pudo reponerse de la depresión. Por eso cuando asumió el nuevo intendente del pueblo, hace cuatro años, y gestionó con el gobierno nacional la rehabilitación del servicio, se inscribió como boletero. Lamenta que su padre no pudo verlo.
Se asoma al ventanal frontal y confirma que ya estén apilados los pallets con las bolsas de cereales en la zona donde se detendrán los vagones de carga. Los peones están sentados arriba tomando un respiro hasta que llegue el momento de cargar. En el andén hay dos familias que hoy viajan rumbo a la capital de la provincia. Los niños corren de una punta a otra mientras las mujeres conversan sentadas en los bancos de madera y los hombres fuman sus cigarros parados al borde de la plataforma. Mira hacia el oeste donde las vías se pierden entre los sembradíos de girasoles en flor. Todavía no se ve el humo de la locomotora.
Hacia el este se extienden las cincuenta manzanas que forman el pueblo. Perpendicular a las vías, hacia el sur, el boulevard de entrada con flores rojas y blancas lleva a la ruta que pasa a unos tres kilómetros.  La mañana está despejada. Desde su posición alcanza a ver la arcada de entrada. Se replica en su mente el cartel: “Bienvenidos a Las Torcazas”. Es una expresión de deseos porque pocos son los visitantes que ingresan, más allá de los fletes que traen productos a algunos negocios. Ni siquiera los micros de larga distancia que bajan a sus pasajeros en la ruta. Confirma que se encuentra en su puesto el guardabarrera de la única del pueblo, sobre la avenida de ingreso. El resto son todos pasos a nivel.
Vuelve al escritorio y comienza a llenar el formulario con el parte del día. A la mañana el tren que va hacia la capital y a la tarde, alrededor de las 17 horas el que viene desde allí.   El resto del día gestiona con los productores de la zona el almacenamiento en los depósitos de lo que va a ser transportado. 
Un rato después escucha el silbato del tren que se está acercando. Se asoma al ventanal y lo ve a pocos metros de la barrera, que ya está cerrada aún cuando no hay vehículos que esperen para cruzar. Baja las escaleras y se asoma al andén. El corazón se le sube a la garganta. La niña de los Somoza, una de las familias que esperan el tren cae a las vías y parece tener convulsiones.
—La niña, la niña. Paren el tren, paren el tren —grita mientras corre desesperado hacia las vías.

—La niña, la niña. Paren el tren, paren el tren.
—Despertate abuelo, tenés una pesadilla.
—¿Eh? La niña, estaba en la vía. Venía el tren.
—Abuelo, el tren hace más de quince años que no pasa por acá —la jovencita acaricia con dulzura la mano del anciano. Le alcanza un vaso de agua.
—Era tan real. Perdoname —bebe el agua a sorbitos.
—No te preocupés abuelo. Mamá me contó infinidad de veces como llegaste a sacar la nena de las vías aunque después estuviste tres meses en el hospital todo magullado.

Osvaldo Villalba
18/07/2019