El duelo

 

En las relaciones entre

Individuos, el uso de la

fuerza solamente es

legítimo cuando se trata

de legítima defensa.

Frédéric Bastiat


Llegaba la Navidad y ya de baja de mi servicio militar en la policía, disfrutaba, sin buscar trabajo, el regreso a la vida civil. Para ganar unos pesos, con un amigo, nos dedicamos a preparar alumnos de secundario para exámenes (y por suerte, para nosotros, no para ellos, teníamos unos cuantos).

A casa de mis primos ya no iba una vez por mes. Desde noviembre, después del cumpleaños de 18 de Héctor, el menor, todos los fines de semana enfilaba para Quilmes. Claro que ya no era sólo por la pizza y el truco, que seguían siendo prioridad el sábado a la noche. La culpable era Rossi, la vecina de mis primos, a quien había conocido en la fiesta, y con quien había bailado toda la noche, sobre todo los lentos. Y no porque me gustara bailar…me gustaba ella. No era el tipo de chica por la cual los pibes se dan vuelta al verla pasar. Morocha, algo gordita, labios gruesos. A mí me parecía muy sensual. Dos razones más avalaban mi interés por ella: me daba bola y le gustaba el tango. De mis conocidas era la única que disfrutaba el dos por cuatro. Todavía nos duraba el duelo por la muerte de Julio Sosa, unas semanas atrás. Ese sábado le tenía preparada una sorpresa. En la semana, caminando por las disquerías de la calle Corrientes, había encontrado un simple del Varón del Tango, en 45 rpm, que tenía de un lado “Nada” y del otro “Que falta que me haces”. Yo no tenía tocadiscos así que no había podido escucharlo. Cuando llegué a su casa, me recibió con esa sonrisa luminosa con que me esperaba todos los sábados.

—Tengo una sorpresa por un beso —le dije.

—Primero la sorpresa y si me gusta…dos besos —respondió con picardía.

Le di el paquetito y esperé con ansiedad su reacción. Lo abrió rompiendo el envoltorio y sus ojazos negros brillaron al tiempo que en su boca se abría en una exclamación:

—¡Noooo! ¡Que hermoso! —gritó mientras se abrazaba a mi cuello…y fueron mucho mas que dos besos.

Toda la tarde el Wincofón nos acompañó, cantando a dúo, entre besos y risas.

Cuando llegué, a la noche, a casa de mi tía, además de las cargadas de mis primos, que ella festejaba, me enteré que estaba el tío Fermín, primo de mi papá y mi tía, que vivía en Corrientes. Era viudo y no tuvo hijos, así que mi tía lo invitó a pasar las fiestas aquí. Se había ido a visitar otros familiares pero vendría a cenar.

Mientras se preparaban las pizzas, Omar me comentó que había escuchado alguna vez que el tío Fermín, de joven, había presenciado un duelo, por lo que me pedió que le tirara de la lengua a ver si contaba.

Cuando largamos el truco invitamos al tío a participar, con la seguridad que aceptaría. Tiramos los reyes para armar las parejas, y le tocó conmigo. Llevábamos media hora de juego, muy divertidos por su tonada correntina, por la pronunciación de las “ll” y por las frases que usaba para cantar el puntaje o retrucar, cuando, sin anestesia, le pregunté:

—Tío…¿es cierto que de joven estuviste en un duelo?

La pregunta lo sorprendió. Pensó unos segundos, sonrió y dijo:

—Sí, presencié uno cuando tenía unos 20 años, allá por 1922.

—Dale, contanos —intervino Omar, y los demás nos unimos al pedido.

Frunció el ceño, como haciendo memoria, y con parsimonia provinciana comenzó el relato.

—Yo trabajaba por ese entonces en una estancia a 30 Km de Curuzú Cuatiá. La mitad del día cuidaba un toro de raza. Dormía entre la paja del sobretecho del corral. Mi trabajo era cepillarlo, limpiar de bosta el lugar, sacarlo a caminar y que no le faltara el agua y el forraje. Por la tarde tareas generales en la estancia. Los domingos íbamos pa´l pueblo con otros peones a los bailes o a visitar alguna kuñataí. Ese día había ido con el Roque. Estábamos en el patio del almacén de ramos generales de Jesús, el gallego, donde se había armado el baile. Tomábamos unos vinos con dos muchachas que ya conocíamos de antes, cuando llegó, bastante chupao, el Kambá Godoy, el hijo del puestero de otra estancia de la zona. Se fue derechito ande el Roque y le dijo: 

—Andate. Esa mujer está conmigo

—¡D´iande! —le respondió el Roque— si cuando yo llegué estaba sola.

El otro intentó agarrar a la muchacha de un brazo y el Roque, de un manotazo se lo impidió.

—¡Ni se te ocurra tocarla! —le advirtió.

El Kambá, que traía un talero colgao de la muñeca, le tiró un rebencazo. El Roque lo esquivó echándose pa´atrás mientras con un movimiento rápido se sacó, con la mano derecha la alpargata izquierda, y le cruzó la cara de revés. El otro empezó a tirarle rebencazos que el Roque esquivaba con quiebres de la cintura y le respondía con la alpargata. La cara del Kambá se había puesto roja de bronca y de zapatillazos.

—Eh, pero eso no es un duelo!  —interrumpió Héctor

El tío sonrió, y mientras todos le tirábamos los naipes al pendejo, continuó:

—¿Vos querés sangre, no? ¡Pará que te vi´á contar! En ese momento el Kambá tiró el rebenque y peló el facón. Ya se había armado la ronda alrededor de ellos. Empezó a tirar puntazos y hachazos cruzados pero el Roque los eludía con saltos atrás y de costado. Y le seguía dando con la alpargata. Cada vez mas enfurecido el Kambá tiró un puntazo a fondo y le cortó la cara. 

—¡Añamenby! —gritó el Roque y recién ahí sacó su cuchillo. Se midieron un rato caminando en círculos y de golpe el Kambá tiró otro hachazo cruzado de izquierda a derecha y se mandó de frente en un puntazo profundo a la altura del pecho. El Roque se había arqueado hacia atrás para esquivar el hachazo y cuando vio venir el cuchillo de frente saltó de costado al tiempo que, con su mano izquierda golpeó el brazo del otro, desviándolo, quedando todo el flanco derecho del Kambá al descubierto y con un movimiento corto de su cuchillo lo ensartó hasta la manija. Se quedó de pie unos instantes, y se fue desplomando despacito.

Nos fuimos rajando del almacén antes que llegara la policía. Ninguno declaró haber visto lo que pasó. El Roque, igual, se tuvo que ir del pueblo por bastante tiempo. 

—¿Y con la chica que paso?  —preguntó Omar

—Desapareció del pueblo junto con su defensor. Después nos enteramos que vivían juntos —respondió el tío.

Cuando nos íbamos a dormir, a solas con el Tío Fermín, le pregunté:

—Tío, ¿con que te hiciste esa cicatriz en el pómulo?

Me miró y con una  sonrisa pícara me dijo:

—Con un alambre de púas.

Osvaldo Villalba

16/11/2014

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