—¿Repetimos una vez
más? —dice el Oreja con el ceño fruncido.
Miro para arriba y me
golpeo la frente. El Monito se tapa la boca para no reírse.
—No te hagás el
gracioso, Gordo, que después hacen todo para el carajo —me dice el Oreja
mientras me pone un trompazo en el brazo.
—Está bien. No te
chivés —respondo frotándome el brazo derecho a la altura del hombro—. Es que ya
lo repetimos como cinco veces.
—Sí, pero siempre se
olvidan de algo —agrega.
—Está bien. Yo voy a
ser de campana. Un canto de bicho
feo, alerta. Dos cantos de bicho feo, sigan, tres cantos, rajen. —comienzo.
—Yo trepo por el
árbol de la calle, salto al paredón y ato la escalera de soga. A mí me tocan los
del fondo—sigue el Monito
—Subo yo —dice Fatiga—
Me ocupo de los del medio.
El Oreja empieza a
aplaudir.
—¡Muy bien! ¡Por fin!
Después yo paso la escalera de sogas hacia adentro para poder salir y me ocupo
de los de adelante. ¿Y qué más? —dice.
—Yo llevo el colchón
para acostarme en el suelo, así no levanta sospechas mi presencia —agrego.
—Bien —sonríe el
Oreja—. Y después rajamos cada uno para su lado ¿eh? Nos vemos allí a las dos
mil cien.
—¿Quién sos? ¿El
sargento Saunders? Esto no es Combate —le digo, y el resto me festeja.
—¿Seguís pillo,
Gordo? El patadón que te vas a ganar…
Todos nos reímos.
A las nueve menos
cuarto de la noche saco el colchón de la cama de repuesto que está debajo de la
mía y salgo para el lugar de encuentro. Soy el primero en llegar. Coloco el
colchón debajo del árbol que va a servir de puente. En mi mochila puse un
jarro, un plato de lata sucio de comida, un par de cubiertos y una botellita
plástica con agua, como elementos que sugieran que vivo en la calle. Me siento
y desparramo las cosas. Ahí veo llegar al Monito. Siempre se ríe y sus dientes relucen
muy blancos en su cara tan morena. Es flaquito y largo. Tan ágil que puede
trepar cualquier cosa, aunque sea una columna lisa. De ahí su apodo. Es el
encargado de buscar la pelota cuando la colgamos en alguna terraza. Fatiga, en
cambio es grandote y macizo. Camina arrastrando los pies y no le pidas que se
apure. Hasta para hablar es lento. A diferencia de su físico su mente trabaja
rápido y es muy observador. Es un amigo de fierro. Que nadie se meta con alguno
de nosotros porque se va a arrepentir.
—¿Qué hacés Gordo?
¿No llegó nadie? —pregunta el Monito.
—¿Cómo nadie? ¿Y yo
que soy?
—De los demás digo.
Vos justamente no pasás desapercibido —su sonrisa muestra toda la dentadura.
—Sabés que Fatiga le
cuesta arrancar y el Oreja siempre espera ser el último para hacer su entrada
triunfal —digo como al pasar.
—¡Ja! Los tenés calados
—me dice mientras me palmea la espalda.
El Oreja es un líder
natural. De contextura mediana pero fibrosa. Se ganó su lugar en el barrio a fuerza
de coraje. Nunca arrugó en los entreveros. Ya nadie osa cargarlo por el tamaño
de sus orejas y lleva el mote con orgullo.
No me
equivoqué. Recién llegó Fatiga y allí veo venir al Oreja. Cuando se acerca le
digo:
—Jefe, son las dos
mil ciento quince.
Me mira, se ríe y me
aplaude.
—¿Largamos? —dice—. Recuerden.
Tenemos 30 minutos, no más. Si hay que suspender, tras el aviso del Gordo,
seguimos hasta completar. Como si fuera el tiempo que agregan los árbitros en
los partidos. Llenen los bolsos marineros que les traje hasta donde quepa.
Cuando salgamos nos vamos para distintos lados y nos encontramos en la casa
abandonada para repartir. ¿Entendido?
Asentimos y comienza
el operativo. Como estaba previsto el Monito sube al árbol, salta al paredón y
engancha la escalera de sogas. La suelta, sube Fatiga, sube el Oreja, recoge la
escalera, la echan adentro y bajan. Yo me acuesto en el colchón como si
estuviera durmiendo. Me dicen el Gordo por razones obvias. Por eso en los
partidos voy siempre al arco y hoy me quedo afuera. No voy a agregar nada más.
Van 20 minutos y sin
novedad. Me está agarrando sueño de verdad pero no me puedo quedar dormido
porque me matan. Me siento y tomo un sorbo de agua para despejarme. A dos
cuadras la avenida está cargada de tránsito. Acaba de doblar un auto con una
luz azul en el techo. Un patrullero. Silbo un bicho feo esperando que me
escuchen adentro. Me recuesto en el árbol mirando hacia el paredón y observo de
reojo. El móvil se acerca despacio y se detiene a mis espaldas.
—¿Qué hacés ahí? —pregunta
el oficial sin bajarse.
—¿A mí? —me doy
vuelta haciéndome el boludo.
—No, le estoy
preguntando al árbol. Acercáte.
Evidentemente no
tiene ganas de moverse así que me paro despacio y me acerco a la ventanilla. El
tipo da una pitada al pucho y me echa el humo en la cara.
—¿Qué hacés acá te
pregunté? —como el tono empieza a ser autoritario prefiero no hacerlo enojar.
Pienso rápido y me
acuerdo que el otro día, cuando pasamos bajo el terraplén, nos quisieron afanar
las zapatillas.
—Me vine para acá
porque quiero dormir tranquilo. Debajo del puente llegaron unos tipos muy
pesados y nos rajaron. Y cómo parece que no va a llover preferí irme.
Me parece que lo
convencí porque me mira, echa un vistazo a mis cosas y con la cabeza le hace
seña al chofer para seguir. Apenas llegan a la esquina me mando los dos bichos
feos.
Entro por la ventana de la cocina que da al
fondo de la casa abandonada. Los demás ya llegaron.
—Siempre tarde, Gordo
—me dice el Monito con su risa eterna.
—¿Y qué querés? ¿Qué
viniera con el colchón? Lo fui a llevar a mi casa.
—Tranquilo, igual te
esperamos para repartir —me dice Fatiga mientras le da una pitada al pucho que
están fumando en ronda y me lo pasa.
—No gracias. Ando mal
de los fuelles —le digo mientras me siento en el círculo.
En el medio están los
tres bolsos marineros a punto de reventar.
—Primero vamos a
separar la parte de Don Braulio en este canasto, después los nuestros en las
bolsas que traje —dice el Oreja con voz grave en su rol de El Padrino—. Los
marineros los tengo que devolver.
Don Braulio es una
institución. Nadie sabe cuántos años tiene, pero son muchos. No le conocimos
familia. Nunca habla de su pasado. Desde que me acuerdo era el cuidador de la
quinta del tano Ricci donde también vivía. Siempre nos daba frutas de estación
a los pibes y a los ancianos del barrio. Creo que el tano lo sabía pero hacía
la vista gorda. Pero hace un mes al tano se le ocurrió morirse. Y el hijo,
Santino Ricci, que es más malo que resfrío de verano, decidió que va a vender
la quinta, que Don Braulio se tenía que ir, que no pensaba indemnizarlo porque
nunca tuvo un trabajo formal y que le importaba un carajo dónde se iría a
vivir. Menos mal que para compensar hay vecinas como la polaca Sonia, la
panadera, que le facilitó una piecita que tiene al lado de la terraza y Don
Braulio, en compensación, colabora con el maestro pastelero en el horno.
—Yo coseché ciruelas
blancas y moradas —continúa el Oreja mientras pasa con cuidado las frutas del
bolso al canasto y a las cuatro bolsas que son para nosotros.
El Monito sigue con
su carga de peras e higos. A continuación le toca el turno a Fatiga y reparte
duraznos y damascos.
El Oreja y el Monito
le van a llevar la canasta a Don Braulio. Mi bolsa irá al hogar de ancianos que está junto a la plaza. Nos paramos para irnos cuando Fatiga hace
un ademán con su mano para que esperemos. Se aclara la garganta y con su tono
pachorra dice:
—Pido un aplauso por
el éxito del operativo. Por lo menos el reventado de Santino no va a probar una
puta fruta.
Osvaldo Villalba
30/01/2020