Todos ven
lo que tú aparentas;
pocos
advierten lo que eres.
Nicolás
Maquiavelo
Salgo corriendo del subte
por la entrada que da a la estación Constitución del Roca. Ocho menos cuarto
sale el último tren directo que no para hasta Adrogué. No es que ahorre mucho
tiempo con relación al que para en todas, la ventaja es que viaja menos gente.
De todos modos no es de vida o muerte. Sólo quiero viajar sentado después de
laburar doce horas parado en el restaurante.
Viajando todos los días,
de martes a domingo, —el negocio cierra los lunes—, uno termina repitiendo
hábitos, como elegir siempre el mismo grupo de vagones, entre el tercero y el quinto. Pero
parece que no soy el único porque al final termino viendo seguido a algunos
pasajeros que deben tener las mismas costumbres. Los fines de semana no hay
trenes directos pero cambian los pasajeros. Salvo los que deben laburar como
yo, como el pibe con gorrita y campera del Barza o el viejo de barba canosa,
saco sport y corbata, que siempre va
leyendo un libro. A ellos los recuerdo bien por dos motivos diferentes. Al
viejo porque cuando me siento cerca trato de pispear que va leyendo. El de esta
semana era de Kike Ferrari, Nadie es
inocente o algo así. Lo googleé y su
biografía me pareció recopada. Si yo no fuera tan corto se lo pediría prestado.
Pienso que él también me debe reconocer al verme seguido. Pero no da. Nunca
hablo con nadie en los viajes. Tengo
miedo de que después no me pueda sacar de encima a los que tienen ganas de
charlar cuando yo no. Este mes, después de cobrar, me compro el libro.
Del pibe de la gorrita me
quedó grabado un incidente ocurrido hace unos veinte días. Yo estaba sentado
justo en el asiento de atrás, ambos sobre la ventanilla. Subió una señora con
una chica de unos catorce o quince años. El asiento al lado del pibe estaba
vacío y la chica se sentó. La mujer la agarró del brazo y se la llevó para
atrás mientras le decía “¿Cómo te vas a sentar al lado de ese villero?”. El
pibe, con los audífonos puestos y la música a todo volumen, —yo oía
desde mi asiento la voz del Pato Fontanet—, la debe haber escuchado porque la
miró pero no dijo nada. Yo no pude con mi genio, me di vuelta y le dije:
—Señora, usted dice
villero como si fuera un insulto. ¿Sabe? Yo me crié en una villa en el bajo
Flores y mi viejo laburó siempre. Era mozo y atendía a jueces y abogados en un
restaurante de Tribunales. Después me llevó a mí y hoy que se jubiló yo hago su
trabajo.
La mujer se sentó en el final
del vagón y no me contestó pero varios me aplaudieron.
Hoy es jueves y por
suerte alcanzo el directo. Subo por atrás por si se va y camino por adentro de
la formación hasta llegar a mis vagones preferidos. En el cuarto encuentro
asiento. Me pongo a observar a mis compañeros de viaje. Hay varios que son
habituales incluidos el viejo del libro y el pibe de gorrita.
De la estación de
Longchamps vivo a quince cuadras pero dejo la bici en un negocio de la avenida
a la mañana así que en menos de una hora voy a estar en casa tomándome una
birra.
El tren arranca en
Burzaco y desde el vagón de adelante entran tres pibes con las capuchas
puestas. Uno se queda en la puerta y los otros dos avanzan por el vagón.
—Tranquilos y sin hacer
movimientos raros vayan preparando las billeteras, los celulares y los relojes
—dice el que se queda en el medio con la mano dentro de la campera..
El otro empieza desde el
fondo a recoger de los pocos pasajeros que quedan. Cuando llega a mí le doy el
celular y los doscientos pesos que tengo en el bolsillo.
—La billetera —me grita.
—No uso. Tampoco reloj.
—Dame la mochila.
—No, es mi ropa de
trabajo
—Dame la mochila y las
zapatillas —grita de nuevo sacando una navaja.
—No —le grito— son las
únicas que tengo. Y mañana tengo que trabajar. Algo que vos no conocés.
El tipo levanta la navaja
y me la clava en el muslo
—¡Hijo de puta! —le grito
mientras me aprieto la herida que empieza a sangrar.
El pibe que siempre viaja
conmigo se levanta y se acerca a mi asiento.
—Sentate, volvé a tu
asiento —le grita el tipo.
—¡Boludo! ¡Se va a morir!
¿Querés cargar con un homicidio?
—¡Vámonos! —grita el que
estaba parado en el medio. Los tres se van corriendo.
—Dame la corbata —le dice
el pibe al viejo y la ata alrededor de mi pierna.
—Présteme una aguja —le
dice a una señora que va tejiendo.
Enrolla la aguja en el
nudo de la corbata y comienza a rotarla apretando el torniquete.
—¿Me voy a morir? —le
pregunto.
—Espero que no. Tenía que
espantarlos —me responde sonriendo—. Apretate fuerte que en cinco estamos en
Longchamps y te llevo al hospital que está a dos cuadras.
—¿Cómo te llamás?
—pregunto otra vez.
—Lautaro —me dice —soy
enfermero.
Mientras me cosen en el
hospital lo veo a Lautaro esperándome afuera. El viejo también está. No le
pregunté el nombre. ¡Villero! ¡Qué fácil
es poner etiquetas!
Osvaldo Villalba
09/08/2019
Nota del autor.
Esta trama es ficción y fue escrito como un humilde homenaje a Lautaro Guzmán que sí sufrió la discriminación que menciona el relato y fue publicado en Noticias De Brown, un medio virtual de la localidad.