La vida te da
sorpresas,
sorpresas te da la
vida.
Rubén Blades
El auto estaciona
junto al cordón de la vereda, frente a mí. Los vidrios polarizados no dejan ver
los ocupantes. Se abre la puerta trasera, Moncho baja y me hace una seña con la
cabeza para que entre. Adentro hay otro grandote, cruzado de brazos, además del
chofer. Quedo en medio de los dos en el asiento de atrás y el auto arranca. El
tipo de mi izquierda me alcanza una capucha.
−¿Es necesario? –le
pregunto.
−Es imprescindible
–responde.
Empiezo a
arrepentirme de lo que estoy haciendo. ¿Quién me manda meterme en lo que no me
importa? ¡No aprendo más! Aunque tampoco podía ignorar lo que pasó antes de
ayer. Mientras el auto avanza rápidamente, vaya a saber por dónde, vuelve a mi
mente el momento en que salí del ascensor y vi la puerta abierta del departamento
de mi vecina, Doña Isabel, con quien no tengo mucho trato, más que los saludos
y alguno que otro favor de vecino, como guardarle un par de recipientes en mi
freezer, –que siempre está vacío−, porque el suyo se había dañado. Me acerqué y la llamé sin obtener respuesta.
Abrí un poco más la puerta comprobando que estaba todo revuelto, con cajones
dados vuelta en el suelo, los armarios abiertos, lo mismo que la alacena de la
cocina que se veía a través de la abertura. También la heladera estaba abierta
y todo su contenido diseminado por el suelo. La llamé otra vez, antes de pasar
al dormitorio y nada. Entré despacio, con temor de lo que podía encontrar, pero
sólo había desorden, los cajones de la cómoda vaciados sobre la cama y la ropa
de los placares desparramada. Salí y llamé al portero. No había escuchado nada.
Llamamos al 911 y en un rato estaba el patrullero de la comisaría de la zona.
No había rastros de la anciana. Sacaron algunas fotos, nos tomaron declaración
de lo poco que podíamos aportar y pusieron una franja sobre la puerta, dejando
un agente de consigna.
El auto se detiene y
me bajan sin sacarme la capucha. Me guían para subir un par de escalones en lo
que debe ser la entrada a una casa. Escucho una puerta que se abre y, al
entrar, el piso cruje como pinotea. Me hacen sentar en un sillón y el grandote
me dice:
−Ahora te va a
recibir el jefe. No te saques la capucha hasta que te avisemos.
¡Insisto! Estoy acá
por entrometido. Cuando volví a mi departamento, después que el oficial se fue,
me percaté que la heladera de la mujer estaba funcionando. ¿Por qué no vino a
buscar sus recipientes? Los saqué de la heladera, los abrí y cada uno tenía
adentro una bolsa envasada al vacio de un polvo blanco. Abrí una punta, metí el
dedo, lo puse sobre mis labios, sentí que se dormían. “¡Carajo!”, pensé en ese momento, “debía ser esto lo que
buscaban.¿Qué habrá pasado con Doña Isabel?” Envolví los paquetes en papel de
diario, fui al compartimiento del motor del ascensor y los escondí entre unos
escombros que están ahí desde siempre.
Ayer a la noche,
cuando volvía del trabajo, en la esquina, el tipo me paró y me dijo:
−El jefe te manda
decir que tenés algo que es de él.
−¿Perdón? ¿De qué me
hablas?
−Sabés de que te
hablo Federico, no te hagás el gil.
−¡Ah! ¡Sabés mi
nombre! ¿Y Vos quien sos? ¿Quién es el jefe?
−Soy Moncho y me
estoy refiriendo a los paquetes de la vieja. ¡No me hagás enojar!
−No me asustés que me
voy a hacer pis. Laburé en un frigorífico. He manejado tipos más pesados que
vos. Primero decime qué hicieron con ella.
−¡Ah, bueno! Ahora
soy yo el que tiembla. Ella está bien, el jefe la cuida. Dame los paquetes.
−A vos no te voy a
dar nada. Y no vayas a revolverme el departamento. No pensarás que están ahí.
−Tranquilo, no fuimos
nosotros los que volteamos el departamento de Isabel. Ahora que nos estamos
entendiendo ¿Cuál es tu propuesta?
−Quiero comprobar que
ella está bien y sólo arreglo con tu jefe.
−Está bien, dame un
minuto.
Se alejó un momento y
habló por teléfono.
−Está bien. Mañana a
la noche esperanos en la esquina que te venimos a buscar.
Escucho abrirse una
puerta:
−Ahí está el jefe
−dice Moncho mientras me saca la capucha.
−Hola Federico,
gracias por preocuparte –me dice Isabel.
Osvaldo Villalba
13/09/2016
Este cuento fue publicado por Editorial Dunken en la Antología Escritores en Oficio, como cierre de una clínica de creatividad literaria.
Este cuento fue publicado por Editorial Dunken en la Antología Escritores en Oficio, como cierre de una clínica de creatividad literaria.