Truco con aroma a muerto



Capítulo 1 – Muerte Natural

     Un sábado por mes era noche de pizza y cerveza en casa de mis primos. Después truco y mate hasta la madrugada. Soy hijo único así que ellos eran mi familia más cercana en el segmento de 18 a 22 años. Vivían en Quilmes y para mí, que era de Capital, más precisamente de Constitución, eso era “el campo”. Ese día me quedaba a dormir allí y volvía a mi casa el domingo a la tarde. Unos meses antes de cumplir 20 años me había incorporado a la Policía Federal para cumplir con el servicio militar. Después del período de instrucción me destinaron a la comisaría 18ª en el barrio de San Cristóbal. Nos decían “coreanos” a los policías conscriptos – porque trabajábamos como chinos (para el común de la gente en esa época era lo mismo)  - con horarios rotativos y sólo un franco por mes, el domingo de la semana que trabajábamos de 12 a 18 horas. El sábado de esa semana, a las 7 de la tarde ya estaba rumbo a Quilmes. A mis amigos del barrio ya los veía muy poco porque todos estaban de novio. Mis primos y yo estábamos vacantes, y como no nos gustaba ir a bailar, disfrutábamos la noche de timba.

     En esas largas noches de envido, real envido, truco, ¡quiero retruco!, ¡quiero vale 4!, se dio, como sin querer, el contar historias de muertos. A esa edad, la que teníamos entonces, la muerte era algo lejano todavía. Los relatos se sucedían y, poco a poco, se fue dando una suerte de competencia. La condición era que fueran hechos reales, y contados de primera mano, aunque al final fuera incomprobable.

     De hecho la muerte siempre ha sido un tema fascinante. Genera temor, tiene misterio, duele - cuando nos toca de cerca – y todo queda disimulado cuando le damos un toque de humor, negro, por supuesto. 

     En mayo de 1964 se produjo el hecho que me tuvo por ganador por varios meses. (El relato que después me desplazó será tema del próximo capitulo).

     Este fue mi relato:
     El jueves de la semana pasada yo cumplía el turno de 18 a 24 horas – esta semana fue de 12 a 18 porque la rotación se da hacia atrás – y me presenté como siempre a las 17:30 en la cuadra (un aula en la comisaría donde el sargento de guardia asigna los destinos del día). Comienza a cubrir las paradas y cuando llega a la mía me dice:
- Pibe, hay una muerte natural cerca de tu parada. ¿Querés que te mande ahí de consigna?

     Yo pensé: entre morirme de frío en una esquina, que para colmo no tiene ni un café donde tomar algo, o estar de guardia, porque alguien se murió, pero dentro de una casa, no hay mucho que pensar.
- Bueno - le dije y me dio la dirección.

     Mi parada está en Carlos Calvo y Sarandí. La consigna era en Combate de Los Pozos y Estados Unidos, a dos cuadras de diferencia. El papel decía 7° piso. Evidentemente, se trataba de un edificio de departamentos. La puerta del edificio estaba abierta. Subí al ascensor. El 7° era el último piso. Salí a un palier chiquito con una abertura que daba a la terraza. Ya estaba pensando que me había equivocado, cuando de la abertura, aparece el agente de consigna que yo reemplazaba. Nos firmamos las boletas de servicio mutuamente y le pregunté:
- ¿Donde está?.
- Vení por aquí - me dijo y salió a la terraza.

     Una vez traspuesta la abertura, sobre la izquierda había otra puerta, que estaba totalmente abierta, dejando a la vista una mesita, dos sillas y un aparador de madera.
- Es la portería – dijo, y señalando hacia la cocina que estaba a la derecha de la entrada – Ahí está, es la mujer del portero.

     Me asomé y quedé paralizado. La mujer estaba colgando por el cuello de una soga anudada a un caño de desagüe. El rostro morado, los ojos muy abiertos y las manos agarrotadas. En el piso, un banco de madera volcado.
¡Muerte natural!  ¡Que hijo de puta el sargento de guardia! ¡Lo único natural era que con una soga apretándole el cuello se muriera!
El otro percibió mi pánico.
- ¿Es el primero que te toca, pibe?
- Si – apenas podía abrir la boca.
- Tranquilo, ya te vas a acostumbrar. Vos cuidá que nadie entre, que ella no se va a escapar.

     Se fue y me quedé solo en el departamento. Intenté sentarme en una de las sillas, después en la otra, pero en cualquier lugar que me pusiera parecía que la mujer me estaba mirando. Finalmente saqué la silla al palier y me senté al lado del ascensor. Tenía frente a mí la escalera. Así que, salvo que alguien entrara volando en la terraza – los edificios linderos eran todos bajos – nadie podría entrar al lugar de la consigna.

     Eran las 8 de la noche y no lograba tranquilizarme. En la terraza, ya oscura, la ropa colgada se movía con el viento. Trataba de convencerme que nada podía pasar. ¡Si llegaba a escuchar el menor ruido proveniente del departamento me tiraba por el hueco del ascensor!

     Como a las 9 de la noche, me estaba quedando dormido en la silla, cuando el contrapeso del ascensor, al ponerse en marcha hizo un ruido que me sobresaltó. Miré por el hueco, a ver si se detenía en algún piso anterior y cuando comprobé que no paraba en el sexto, empuñé la Ballester Molina sin sacarla de la cartuchera. Finalmente paró y abrió la puerta un hombre vestido de civil.
- Hola agente, soy el Dr. (no me acuerdo el apellido) del cuerpo médico forense – y me tendió la mano.
- Me permite ver su credencial – le respondí después de aceptar su apretón de manos.
- ¡Muy bien! – me dijo - ¡Así se hace! No hay que confiar en nadie.
Me mostró la credencial y la orden del juzgado en la que se ordenaba el procedimiento y posterior traslado a la Morgue Judicial. Cuando hube confirmado todo, me pidió:
- Me acompaña por favor agente.

     Entramos al departamento, miró todo, y con la mayor tranquilidad me dijo:
- Por favor ayúdeme – levantó el banco, se subió, agarró a la mujer del cabello y dirigiéndose a mí – sosténgala por debajo de la cintura.

     Como yo estaba indeciso, me dijo sonriendo
- ¡Vamos, tranquilo, no lo va a morder! Levántela un poco cuando yo le diga – y mientras yo sostenía el cuerpo, él, siempre agarrándola del pelo, aflojó el lazo y al sacarlo por arriba de la cabeza de la mujer, el cuerpo se me vino encima.

     Entre los dos la acostamos en el suelo.
- Ayúdeme a sacarle la ropa – me dijo.
Comencé a desabrocharle la blusa, tratando de no mirar la cara de la mujer. Él le sacó los zapatos, las medias y la pollera. El cuerpo estaba frío. Costó sacarle la blusa por la rigidez que tenían los brazos. Finalmente quedó, desnuda, acostada de espaldas. Debía tener unos 45 años, su cuerpo hubiera sido armonioso si no fuera por el horror que me causaba toda la escena. La revisó por si tenía otras marcas, y finalmente, tapándola con su propia ropa, me dijo:
- Usted está más pálido que ella. Tranquilo, en un rato se la mando a buscar.

     Una hora después, con un frío que cortaba la piel, caminaba por las veredas de mi parada. No sé si era alivio lo que sentía, pero de algo estaba seguro: el pibe que había entrado a ese departamento, nunca más sería el mismo.


Capítulo 2 – El lechero

     Promediaba el mes de septiembre de 1964 y la esperanza de una primavera diferente se me escapaba como agua entre los dedos. No por el cambio de estación en sí sino porque con su llegada volvía a ser un ciudadano civil. Se sabía desde el mes de agosto, que para el 22 de septiembre ya estaba firmada la baja de la promoción 52 de conscriptos de la Policía Federal. Sólo faltaban 15 días para el soñado momento cuando nos comunicaron que debíamos permanecer en la fuerza hasta fin de octubre. ¿Motivo? La visita al país del Presidente de Francia Charles De Gaulle. Reconocía que era un acontecimiento político de suma importancia para el país. Pero…¿Justo ahora? Como la nueva promoción de agentes ocuparía nuestros lugares habituales, nosotros quedaríamos a disposición de Presidencia de la Nación, para hacer un cordón de seguridad en los desplazamientos del visitante por la ciudad.

     La bronca que tenía ese sábado cuando viajaba en El Halcón a Quilmes, al encuentro mensual de pizza y truco, sólo era superada por la sufrida dos años antes cuando el árbitro Nai Foino, en un partido que definía un campeonato entre River y Boca, no tuvo en cuenta la escandalosa forma en que se adelantó Roma al atajarle el penal a Delem. Debió hacerlo patear de nuevo. Debió ser gol. Debió salir campeón River. En 1964  ya llevaba 6 años sin obtener títulos. (Lo que yo no sabía entonces es que iba a tener que esperar 11 años más para verlo campeón a River).

     No había terminado de contarles a mis primos la novedad de la postergación de la baja cuando el mayor, Omar, tomando un almohadón del sillón del living gritó:
 - ¡A mantearlo!

     Se sumaron Héctor y Jorge comenzando a pegarme almohadonazos al grito de:
- ¡No jodas! ¡Ortiva! ¡Por un mes!

     Al final lograron que terminara riéndome. Mientras trataba de atajarme como podía les grité:
- ¡Basta guachos! Que los meto en cana…
- ¡Acá no tenés jurisdicción, botón! – gritó Jorge.

     Esa noche estaban de visita Rita y Arnaldo, mi prima y su marido, quienes vivían en Ezpeleta. Arnaldo se prendió en el truco en seguida. Cuando al rato empezamos a hablar de las historias de muertos,  dijo:
- ¿Porqué mejor no hablamos de fútbol?
- ¡No! Está bueno – respondió Omar – Desde que empezamos con esto nos atrapó.
- Vos, por tu laburo debés tener buenas historias – le dijo Héctor a Arnaldo
- Y…que se yo…no me acuerdo…
- ¡Dale, alguna te tenés que acordar! – le dije
- Tal vez otro día…
- ¡No seas botón! – le dijo Jorge – para botón ya lo tenemos a éste – señalándome a mi.
- Aparte vos no venís seguido – le dije
- Bueno, esta bien…- dijo resignado – ¡Serví otra ronda de birra!

     Omar llenó todos los vasos y mientras Héctor barajaba y repartía, Arnaldo comenzó:
- Esto pasó hace cuatro o cinco años atrás. Como ustedes saben nosotros vivimos en la calle de atrás del cementerio. Mi viejo y yo siempre laburamos allí, como cuidadores de tumbas, nichos y bóvedas. En verano, cuando hace mucho calor, cuando cierra el cementerio, solemos dejar las bóvedas abiertas para que se ventilen. Así habíamos hecho esa noche de enero, cuando, como a las 5 de la mañana, se levantó una tormenta de puta madre. Me despertó el ruido del viento y los truenos. Si las puertas se golpean con el viento se van a romper los vidrios, pensé. Además  seguro que se mojan los cajones. Busqué una linterna, y así como estaba, en camiseta y calzoncillos, salí a la calle.
- ¿En calzoncillos? – preguntó Héctor.
- Si, yo usaba unos que eran como pantaloncitos blancos. Y a esa hora…¿Quién me iba a ver? En el paredón del cementerio, con mi viejo, habíamos clavado unos fierros escalonados que nos permitían trepar y saltar el muro. Así no necesitábamos dar toda la vuelta para ir por la entrada principal. Ya lo había hecho otras veces.
- Y no te da miedo entrar al cementerio de noche? – le pregunté.
- No, para nada. Desde chico que con mi viejo vamos a cualquier hora.
- Dale seguí – dijo Jorge.
- Salté el muro, tomé el camino que bordea el sector de tumbas más antiguas que sale justo a la calle de las bóvedas. El viento doblaba las copas de los árboles y producía un silbido que, a cualquiera que no estuviera acostumbrado, lo hubiera paralizado. Se largó el chaparrón y era tan fuerte que mi linterna se mojó y dejó de funcionar. Como no se veía nada seguí caminando de memoria. Cada tanto los relámpagos me iluminaban como para estar seguro que iba bien.
- Yo no podría dar un paso, me quedo duro como una estaca – dijo Héctor
- Y yo ni siquiera hubiera entrado – agregó Jorge
- ¡Cállense, no lo interrumpan! – les grité a los dos.
- Cuando iba llegando a las bóvedas – continuó Arnaldo - comencé a escuchar cómo se golpeaba una puerta con el viento. Corrí y me di cuenta que el camino había comenzado a inundarse. Fui primero a la de los Losada que tiene subsuelo, rogando que el agua no hubiera rebalsado el escalón. Se imaginan que sacar el agua de allí sería un trabajo de hormigas. Por suerte no había pasado. Cerré todas las bóvedas sin que se hubiera dañado nada. Seguía lloviendo torrencialmente y la tormenta eléctrica no cesaba. Estaba mojado como si me hubieran volcado encima el tambor donde se junta el agua de lluvia. Valió la pena la mojadura, pensé, si todo había quedado en orden. Era un alivio. Trepé desde adentro para salir. Acababa de pasar un pie por arriba del paredón y había empezado a descolgarme, cuando un rayo cayó muy cerca iluminando toda la escena. En ese instante escuché un grito terrorífico. Por la calle vi venir el carro del Vasco, el lechero, en el momento en que, con el grito, y tal vez por un tirón de las riendas, el caballo se paró sobre sus patas traseras y se lanzó al galope, desbocado. Me puse en el medio de la calle levantando los brazos para tratar de detenerlo. En ese momento otro relámpago iluminó la calle. Yo trataba que el Vasco me conociera, pero volvió a gritar. Cuando el carro pasó a mi lado pude verlo caído, atravesado en el pescante.
La voz de Arnaldo se quebró. Nos quedamos en silencio. Ninguno se atrevió a preguntar por el desenlace. Por el rostro de Arnaldo resbalaban algunas lágrimas. Después de unos segundos se recompuso y continuó.
- No pude volver a dormirme. Al mediodía fui al café de la avenida y los muchachos comentaban consternados lo ocurrido. Pregunté de que hablaban y me contaron que habían  encontrado el carro del Vasco cerca de las vías, con él arriba, muerto, aparentemente, de un ataque al corazón.
- ¿Les contaste lo ocurrido? – preguntó Omar.

     Negó con la cabeza, respiró hondo y con tono apesadumbrado dijo:
- Esta es la primera vez que se lo cuento a alguien.



 Capítulo 3 – El duelo

     Llegaba la Navidad y yo disfrutaba, sin buscar trabajo todavía, el regreso a la vida civil. Para ganar unos pesos, con un amigo, nos dedicamos a preparar alumnos de secundario para exámenes (y por suerte, para nosotros, no para ellos, teníamos unos cuantos).

     A casa de mis primos ya no iba una vez por mes. Desde noviembre, después del cumpleaños de 18 de Héctor, el menor, todos los fines de semana enfilaba para Quilmes. Claro que ya no era sólo por la pizza y el truco, que seguían siendo prioridad el sábado a la noche. La culpable era Rossi, la vecina de mis primos, a quien había conocido en la fiesta, y con quien había bailado toda la noche, sobre todo los lentos. Y no porque me gustara bailar…me gustaba ella. No era el tipo de chica por la cual los pibes se daban vuelta al verla pasar. Morocha, algo gordita, labios gruesos. A mí me parecía muy sensual. Dos razones más avalaban mi interés por ella: me daba bola y le gustaba el tango. De las chicas que conocía era la única a quien le gustaba. Todavía nos duraba el duelo por la muerte de Julio Sosa, unas semanas atrás. Ese sábado le tenía preparada una sorpresa. En la semana, caminando por las disquerías de la calle Corrientes, había encontrado un simple del Varón del Tango, en 45 rpm, que tenía de un lado “Nada” y del otro “Que falta que me haces”. Yo no tenía tocadiscos así que no había podido escucharlo. Cuando llegué a su casa, me recibió con esa sonrisa luminosa con que me esperaba todos los sábados.
- Tengo una sorpresa por un beso – le dije.
- Primero la sorpresa y si me gusta…dos besos – respondió con picardía.
Le di el paquetito y esperé con ansiedad su reacción. Lo abrió rompiendo el envoltorio y sus ojazos negros brillaron al tiempo que en su boca se abría en una exclamación:
- ¡Noooo! ¡Que hermoso! – gritó mientras se abrazaba a mi cuello…y fueron mucho mas de dos besos.

     Toda la tarde el Wincofón nos acompañó, cantando a dúo, entre besos y risas.

     Cuando llegué, a la noche, a casa de mi tía, entre las cargadas de mis primos, a las que ella se sumaba, me enteré que estaba el tío Fermín, hermano mayor de mi papá y mi tía, que vivía en Corrientes. Era viudo y no había tenido hijos, por lo que mi tía lo había invitado a pasar las fiestas aquí. Se había ido a visitar otros familiares pero vendría a cenar.

     Mientras se preparaban las pizzas, Omar me comentó que había escuchado alguna vez que el tío Fermín, de joven, había presenciado un duelo, por lo que me pedía que le tirara de la lengua para que contara.

     Cuando largamos el truco invitamos al tío a participar, con la seguridad que aceptaría. Tiramos los reyes para armar las parejas, y le tocó conmigo. Llevábamos media hora de juego, muy divertidos por su tonada correntina, por la pronunciación de las “ll” y por las frases que usaba para cantar el puntaje o retrucar, cuando, sin anestesia, le pregunté:
- Tío…¿es cierto que de joven estuviste en un duelo?

     La pregunta lo sorprendió. Pensó unos segundos, sonrió y dijo:
- Sí, presencié uno cuando tenía unos 20 años, allá por 1922.
- ¡Dale, contanos! – intervino Omar, y los demás nos unimos al pedido.

     Frunció el ceño, como haciendo memoria, y con parsimonia provinciana comenzó el relato.
- Yo trabajaba por ese entonces en una estancia a 30 Km de Curuzú Cuatiá. La mitad del día cuidaba un toro de raza. Dormía entre la paja del sobretecho del corral. Mi trabajo era cepillarlo, limpiar de bosta el lugar, sacarlo a caminar y que no le faltara el agua y el forraje. Por la tarde tareas generales en la estancia. Los domingos íbamos pa´l pueblo con otros peones a los bailes o a visitar alguna kuñataí. Ese día había ido con el Roque. Estábamos en el patio del almacén de ramos generales de Jesús, el gallego, donde se había armado el baile. Tomábamos unos vinos con dos muchachas que ya conocíamos de antes, cuando llegó, bastante chupao, el Kambá Godoy, el hijo del puestero de otra estancia de la zona. Se fue derechito ande el Roque y le dijo:
- ¡Andate! Esa mujer está conmigo.
- ¡D´iande! – le respondió el Roque – si cuando yo llegué estaba sola.
El otro intentó agarrar a la muchacha de un brazo y el Roque, de un manotazo se lo impidió.
- ¡Ni se te ocurra tocarla! – le advirtió.
El Kambá, que traía un talero colgao de la muñeca, le tiró un rebencazo. El Roque lo esquivó echándose pa´atrás mientras con un movimiento rápido se sacó, con la mano derecha la alpargata izquierda, y le cruzó la cara de revés. El otro empezó a tirarle rebencazos que el Roque esquivaba con quiebres de la cintura y le respondía con la alpargata. La cara del Kambá se había puesto roja...de bronca y de zapatillazos.
- ¡Eh, pero eso no es un duelo! – interrumpió Héctor.

     El tío sonrió, y mientras todos le tirábamos los naipes al pendejo, continuó:
- ¿Vos querés sangre, no? ¡Pará que te vi´a contar! En ese momento el Kambá tiró el rebenque y peló el facón. Ya se había armado la ronda alrededor de ellos. Empezó a tirar puntazos y hachazos cruzados pero el Roque los eludía con saltos atrás y de costado. Y le seguía dando con la alpargata. Cada vez mas enfurecido el Kambá tiró un puntazo a fondo y le cortó la cara.
- ¡Añamenby! – gritó el Roque y recién ahí sacó su cuchillo. Se midieron un rato caminando en círculos y de golpe el Kambá tiró otro hachazo cruzado de izquierda a derecha y se mandó de frente en un puntazo profundo a la altura del pecho. El Roque se había arqueado hacia atrás para esquivar el hachazo y cuando vio venir el cuchillo de frente saltó de costado al tiempo que, con su mano izquierda golpeó el brazo del otro, desviándolo, quedando todo el flanco derecho del Kambá al descubierto y con un movimiento corto de su cuchillo lo ensartó hasta la manija. Se quedó de pie unos instantes, y se fue desplomando despacito.

     Nos fuimos rajando del almacén antes que llegara la policía. Ninguno declaró haber visto lo que pasó. El Roque, igual, se tuvo que ir del pueblo por bastante tiempo.

- ¿Y con la chica que paso? – preguntó Omar
- Desapareció del pueblo junto con su defensor. Después nos enteramos que vivían juntos – respondió el tío con tono pícaro.

     Cuando nos íbamos a dormir, a solas con el Tío Fermín, le pregunté:
- Tío, ¿con que te hiciste esa cicatriz en el pómulo?

     Me miró sonriendo y dijo:
- Con un alambre de púas.

Osvaldo Villalba
24/10/2014
16/11/2014

Premonición



Sueños, esos pedacitos de muerte. 
Narraciones extraordinarias 
Edgar Allan Poe 

Su propio grito lo sacó de la pesadilla. Se sentó en la cama, traspirado, le faltaba el aire. El sueño se había vuelto recurrente. No podía precisarlo con seguridad pero estaba seguro que en los últimos días lo había sufrido más de cuatro veces. Con variantes, pero el final en todos los casos era similar: un enorme camión con cuatro grandes faros que encandilaban y bocina ensordecedora que avanzaba de frente a gran velocidad. Algunas veces estaba caminando por una ruta; otras manejaba un auto desconocido. Invariablemente se despertaba antes del choque.

Todavía estaba oscuro pero la luz de la calle, ingresando por la ventana abierta, se reflejaba en el cielorraso del dormitorio, y le daba al ambiente una tenue luminosidad. Igual encendió la luz del velador para convencerse que todo estaba bien y fue a lavarse la cara. Regresó al dormitorio y se sentó sobre el costado de la cama. Frente a él estaba el placard, con puertas espejadas; a su espalda, del otro lado de la cama, la cómoda, que también tenía un gran espejo. Siempre le resultaba sorprendente ver su figura reproducida hasta el infinito. Volvió a acostarse con la intención de dormir un rato más pero no pudo conciliar el sueño.

Franco pasaba la mayor parte de su tiempo en la ruta. Viajaba veinte días seguidos y después, una semana libre, en su casa. En esa semana, uno de los días concurría a la empresa para la que trabajaba para cumplir algunos trámites administrativos. Esa mañana debía pasar a retirar las órdenes para comenzar el viaje al día siguiente, por lo que decidió irse a duchar. Se levantó, puso a funcionar la cafetera eléctrica necesitaba desayunar antes de salir y se metió en el baño.

Una espesa niebla cubría el tramo de la Ruta 14 entre Santo Tomé y Gobernador Virasoro. Todavía faltaban un par de horas para que el alba dibujara sus primeras pinceladas en el horizonte oriental. El camión avanzaba a considerable velocidad más de la aconsejable de acuerdo a las condiciones climáticas rumbo al norte. El tránsito era escaso. Algunos camiones que venían de Brasil, viajando en grupos de dos o tres por seguridad, algún micro de larga distancia y, muy ocasionalmente, automóviles particulares.  

En sentido contrario, 30 km más adelante, un automóvil mediano, color gris, ingresaba en el banco de niebla. Viajaba detrás de tres camiones que circulaban muy pegados complicando el sobrepaso.  Diez minutos después el automóvil aceleró y comenzó a pasar al primer camión.

El camión que avanzaba hacia Misiones salió de una curva cuando, después de cruzarse con otro, se encontró, como a 400 metros, con un automóvil que venía de frente. El chofer del camión prendió las luces altas, tocó desesperadamente la bocina y, de un volantazo, lo dirigió hacia la banquina. El camión se inclinó peligrosamente, zigzagueó unos metros y finalmente se detuvo. El automóvil, por un segundo, pasó sin ser tocado y se alejó sin detener la marcha. Franco, todavía temblando, abrió la puerta del camión, se bajó, y se quedó mirando la ruta en la dirección en que se fue el auto. No alcanzó a ver ningún detalle del coche, pero de algo estuvo seguro: sabía lo que sintió el conductor.

Osvaldo Villalba

14/10/2014

      

Será Justicia


Justicia, Justicia Perseguirás
(Deuteronomio 16:20)
I


Se sirvió un vaso de whisky, le puso dos de los tres últimos cubitos de hielo que quedaban en el recipiente y comenzó a llenar su pipa. Mientras la encendía, y las volutas de humo azul se elevaban perfumando el escritorio, Roberto pensó que no había forma de que la nueva mucama entendiera que antes de retirarse debía dejar la hielera llena. Hacía dos meses que trabajaba en la casa y, al fin y al cabo, no eran tantas las cosas que le había señalado como importantes cuando la contrató. Que tuviera el desayuno listo a las siete de la mañana, sus camisas planchadas y colgadas en perchas —no soportaba las camisas con marcas de dobleces—, la cena a las nueve de la noche y los viernes, en el escritorio, café recién hecho y la hielera completa. Para el resto de las tareas de la casa tenía libertad para elegir cómo y cuándo realizarlas. Pero la joven parecía estar siempre en babia. Cuando le llamaba la atención por algo, rehuía la mirada, se disculpaba asegurando que no volvería a suceder, pero al tiempo, indefectiblemente, repetía la falta. Las diferencias con su antecesora eran tan notorias que en varias oportunidades había pensado despedirla, aunque después se compadecía. Perla había trabajado con él casi cuarenta años, desde que era un abogado recién recibido que vivía en una casita modesta de la zona oeste del conurbano, hasta hacía muy poco, cuando le informó que se iba a vivir a Córdoba con su hija. Manejaba con tanta eficiencia la marcha del piso que ocupaba en Recoleta, mucho más acorde a su status actual de juez, que no recordaba cuándo había sido la última vez que le había dado alguna indicación. Pero ahora, desde que estaba Nancy, tenía que estar en todos los detalles.
Apretando la pipa entre sus dientes, tomó la hielera y se dirigió a la cocina. Habrá que darle tiempo, pensó, recién nos estamos conociendo y, por otro lado, tiene a su favor que es muy callada y tranquila. Había llegado desde Villa María recomendada por la hija de Perla. Celosa como era de su trabajo, Perla estuvo con ella dos semanas tratando de prepararla, hasta que, al fin, dio su conformidad. De sólo pensar que si la despedía debía realizar la nueva búsqueda personalmente, se fortalecían sus argumentos a favor de soportarla.
Mientras volvía al escritorio con el hielo reparó que Julián llevaba media hora de retraso. Todos los viernes se juntaban allí a las diez de la noche y el ajedrez era una excusa para hacerse compañía mutuamente. Hacía cinco años que había enviudado, no había tenido hijos y le gustaba mantener su casa al margen de cualquier relación amorosa ocasional. Durante la semana —los días hábiles— su actividad judicial en el fuero penal, lo absorbía por completo, pero cuando dejaba su juzgado los viernes por la tarde necesitaba algo especial para desconectarse. En  el fin de semana, su vida social alternaba entre el club de golf del cual era socio y las cenas en Puerto Madero. Pero la noche del viernes era como una descarga a tierra. Julián era su único amigo y sólo con él se abría sin temores. Julián era sacerdote, por lo que siempre bromeaba: “Mirá que todo lo que te cuento…es secreto de confesión ¿eh?”. Se conocían desde la infancia, y dejaron de verse cuando su amigo entró al Seminario. Mientras Roberto hizo toda su carrera judicial en Buenos Aires, Julián, una vez recibido, fue comisionado por la Iglesia a distintos destinos en el interior del país. Hacía cuatro años, de regreso en Buenos Aires, el cura lo había buscado después de verlo en la televisión por un caso resonante en el que intervino su juzgado. En ese momento, a un año de la muerte de su mujer, fue para Roberto una gran ayuda.
El retraso comenzó a preocuparlo. Sobre todo porque no contestaba el celular. Intentó conformarse con que a lo mejor había tenido un caso espiritual muy complicado, pero en general, si ocurría algo así, por lo menos le enviaba un mensaje. Se preparó otra pipa y encendió el televisor.

II

Nancy terminó temprano sus tareas del viernes porque quería irse antes de que llegara su patrón. Preparó el termo con café y sonrió mientras ponía en la hielera sólo tres cubitos. Ahora que estaba tan cerca de cumplir el plan que la había traído a Buenos Aires, no podía dejar nada librado al azar. Debía seguir representando el papel de “provinciana medio tonta”. Llevó todo al escritorio, se cambió y salió por la puerta de servicio. Llevaba puesta la camperita rosa que usaba habitualmente pero, en su mochila, guardó una campera con capucha que no había usado nunca desde que estaba trabajando para el juez. Lo importante, pensó, era que en las cámaras de seguridad del edificio quedara registrada su salida con esa ropa.
Tomó el colectivo como todos los días, de modo que quedara asentado en la tarjeta Sube su recorrido habitual. Bajó en Plaza Miserere y tomó el tren Sarmiento, pagando nuevamente con la tarjeta —desde el último accidente ferroviario todos pasan sin hacerlo— completando así con su rutina de regreso a casa. La única diferencia fue que, en lugar de llegar hasta la estación Villa Luro, donde está ubicado el departamento de su tía, quien aceptó alojarla “provisoriamente, ¿eh? hasta que encuentres otro lugar”, se bajó en Caballito, la primera estación. Cuando salió del tren ya lucía la campera gris con la capucha puesta. Caminó por García Lorca hacia Rivadavia. Al cruzarla continuó por Emilio Mitre hasta Juan Bautista Alberdi y desde allí pudo ver la cúpula en la esquina de Víctor Martínez. Fue hacia allí y se detuvo frente a la puerta de la Parroquia Santa Julia. Un cosquilleo en el estómago y una leve flojedad en las rodillas denotaban su nerviosismo. Respiró hondo y entro.

III

Julián miró la hora en su reloj fosforescente y se alegró ante la cercanía de la noche de ajedrez, whisky y cigarro cubano en la casa de Roberto. Los viernes no se celebra misa pero el párroco principal había establecido una reunión de oración que le fue asignada al Padre Julián, “premio consuelo al viejo cura a punto de jubilarse que había caído como paracaidista desde el interior hacía cuatro años” solía bromear con el juez en sus encuentros. Al final de la reunión atendía a quienes pedían confesarse. Pacientemente escuchaba a la mujer que se peleaba todas las semanas con “la bruja de mi nuera que me hace la vida imposible”; a la señora mayor, muy maquillada, que conocía cada tanto a un señor muy serio, que después no resultaba ser lo que parecía, lo que le provocaba un lagrimeo que apenas le corría el rimmel, y que finalizaba abruptamente cuando Julián le daba la penitencia. Y otros casos por el estilo. Una vez había tenido un grave caso de violencia familiar, que dio lugar a la intervención del párroco principal para solucionar el tema sin violar el secreto de confesión. Pero lo normal era lo otro. Por eso ahora, en la oscuridad del confesionario, esperaba terminar pronto para poder cambiarse y salir. Deseaba que la señora que estaba escuchando ahora — ¿la estaba escuchando? ¡Perdón Señor!  — fuera la última.
Finalizó con la bendición a la mujer y comenzaba a incorporarse cuando escuchó que alguien más se había instalado al costado del confesionario. Miró por el enrejado labrado y alcanzó a ver sólo el mentón de una mujer, que parecía joven, bajo la capucha de una campera gris. Si bien no alcanzaba a verle el rostro, su aspecto en general no le parecía familiar.
—Buenas tardes hija —le dijo— ¿Eres vecina de esta parroquia?
—No señor, vengo de lejos.
El acento cordobés de la chica lo remontó veinte años atrás. Tenía cuarenta cuando fue destinado a Córdoba y había servido allí por cinco años. Le pareció que estaba un poco tensa así que pensó en alguna frase que la haga sentir confiada y la anime.
—¡Seas bienvenida a la casa de Dios! Si llegaste hasta aquí buscando algo del Señor es porque Él, en realidad, te está buscando y te trajo. ¿Qué tienes para decirle al Señor?
—Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía —su voz ahora era firme.

IV

Escuchó entre sueños su celular llamando con insistencia. De a poco recobró la conciencia y comprobó que, efectivamente, sonaba y vibraba sobre su mesa de luz. Se incorporó en la cama y atendió. Del otro lado una voz de hombre dijo:
—Buenos días, soy el fiscal Alberto Martínez. Tengo registrado desde ese celular varios llamados al número —mencionó el teléfono de Julián— ¿Es posible que usted haya hecho esos llamados? Si es tan amable… ¿Puede decirme con quien estoy hablando?
—Hola sí, soy el Juez Roberto Izaguirre. Efectivamente yo hice esos llamados. ¿Puede decirme que está pasando, doctor?
—¡Ah doctor Izaguirre! Disculpe que lo haya molestado tan temprano, pero era imprescindible que lo hiciera. Fueron los últimos llamados que tiene registrado el teléfono del Padre Julián Barrientos, de la Parroquia Santa Julia…
—Sí, sí, doctor. Ya sé que es el celular de Julián —interrumpió Roberto— pero no me dijo porqué está usted realizando esta consulta.
—Sí, tiene razón, doctor. Disculpe. Sólo sabíamos que el número pertenecía a un Roberto. Ante la confirmación de que usted lo conocía, lamento comunicarle que el Padre Julián fue encontrado con un disparo en la cabeza en el interior del templo. En apariencia fue de muy cerca. Falleció en el acto. El arma no se encontró. Cuando usted pueda me gustaría que me reciba. Su conocimiento del occiso va a ser muy importante para mi investigación.
—Cuente con eso doctor. Martínez. Deme un par de horas, y llámeme. No tengo problema en recibirlo en mi casa o en pasar por la fiscalía. Lo que usted considere más oportuno, tratándose de un sábado. ¡Ah! Y cuando sepa quién será el Juez interviniente, por favor, hágamelo saber.
Cuando cortó la llamada su mano estaba temblando. Se sentó en la cama y se preguntó si estaba despierto y esto realmente estaba sucediendo o se trataba de un mal sueño. En su profesión estaba acostumbrado a hechos de violencia, pero esto era diferente, ahora se trataba de su amigo. El nudo que tenía en la garganta se fue desatando en sollozos y durante un largo rato dio rienda suelta a la sensación de angustia que lo oprimía. Nunca imaginó la noche anterior, cuando no le respondía los llamados, que algo así pudiera ocurrirle a Julián. Si bien no contaba muchas cosas de su trabajo en la iglesia —era muy reservado— pensó que si hubiera tenido algún problema con alguien se lo habría comentado. Decidió darse una ducha y estar un poco más recompuesto para esperar la llamada del fiscal y poder ponerse al tanto de todo lo sucedido cuanto antes.

V

Jueves por la noche. Sentado en el desayunador de la cocina, Roberto se estaba preparando un trago. Había pasado casi una semana sin que se produjera ningún avance en la investigación del crimen de Julián. Se había reunido dos veces con el fiscal y el juez de la causa, pero nada había sacado en limpio. Había leído varias veces el expediente y lo único concreto era lo referente al hallazgo del cadáver: El sacristán cerró el templo el viernes a la noche, cuando ya no quedaba nadie en el edificio. No había visto al Padre Julián, pero como acostumbraba salir todos los viernes, pensó que ya se había ido. El sábado por la mañana, después de abrir el templo, volvía por el pasillo del confesionario, y le llamó la atención un manchón líquido y oscuro que salía por debajo de la puerta. Su impresión fue mayúscula cuando, al abrirla encontró el cuerpo del sacerdote, sentado, con la cabeza recostada hacia atrás, y un reguero de sangre que bajaba por el lado izquierdo de su rostro, empapaba la sotana y corría por el piso. Pasado el primer momento de shock, salió gritando hacia la calle pidiendo socorro. El policía de la esquina de Emilio Mitre y Alberdi lo escuchó gritar y corrió pensando en un asalto. Cuando llegó hasta la puerta de la capilla, y preguntó qué pasaba, el hombre estaba tan nervioso que apenas se le entendía lo que balbuceaba. Como señalaba hacia adentro, ingresó con él y al llegar al lugar comprendió el motivo del estado del sacristán. El cuerpo presentaba un impacto de bala a la altura del temporal derecho con orificio de salida por el occipital izquierdo. No había otros signos de violencia. El agente llamó a la comisaría y el principal de guardia dio el aviso a la fiscalía de turno. Desde entonces nada nuevo había aparecido, salvo que el deceso se había producido entre catorce y dieciocho horas antes del hallazgo, ocurrido a las once horas del sábado, lo que establecía que el hecho había ocurrido entre las diecisiete y las veintiuna horas del viernes. Teniendo en cuenta que la reunión de oración finalizó a las diecinueve, y estuvo a cargo del occiso, el óbito se produjo entre las diecinueve y las veintiuna horas. El fiscal mandó revisar las cámaras de las inmediaciones, pero lamentablemente ninguna tomaba directamente la puerta de la capilla, de modo que se pudiera determinar quienes entraron y salieron. Con la ayuda del sacristán se logró ubicar algunos de los fieles que participaron de la reunión esa noche para ver si era posible encontrar una punta del ovillo que permitiera desentrañar la madeja. Pero nadie había observado nada fuera de lo común y no pudo sacarse nada en claro. El móvil del crimen seguía siendo un misterio. Alguien mencionó que el sacerdote había intervenido en un caso de violencia familiar hace bastante tiempo, pero cuando se siguió esa pista se confirmó que el acusado en esa oportunidad residía desde hace varios años en la Provincia del Chaco y que había estado en su domicilio la tarde del suceso. Roberto había sugerido al fiscal que investigara si Julián atendía algún caso de drogadicción. Muchas veces los transas se cobran la pérdida de clientes a causa del accionar de aquellos que se ocupan de rescatar adictos. Esto tampoco produjo resultados.
El timbre lo sacó de sus pensamientos. Del servicio de seguridad le avisaban que había llegado el delivery solicitado. Roberto dio la autorización para que suba. Desde el martes debía arreglárselas sólo en la casa ya que el día lunes, cuando debía reintegrarse Nancy a su trabajo, vino con la novedad de que se volvía a su provincia, que extrañaba mucho y no se acostumbraba a Buenos Aires. Reconoció que no había sido muy eficiente en su trabajo y le pidió perdón por eso, pero que no podía prestar más atención. Que ese había sido siempre su problema. Cuando se enteró de lo que había pasado con su amigo, le había dado el pésame respetuosamente, aunque no lo conocía ya que los días viernes se retiraba más temprano que los otros días y no volvía hasta el lunes. Roberto tenía sentimientos encontrados sobre esta decisión. Por un lado un cierto alivio, ya que la chica, en realidad, no era eficiente, y le daba un poco de culpa despedirla, por su recomendación. Por otro lado era un problema ponerse a buscar empleada. Pero como la chica se mostró muy decidida, no hizo ningún esfuerzo para retenerla. Sonó el timbre del departamento, recibió la comida, pagó con cambio, incluyendo la propina, y se sirvió el lomo a la pimienta con papas noisette que había encargado.

VI

Despachó su equipaje, subió al micro que la llevaría a Villa María, y buscó su asiento. Se alegró de que le tocara uno individual. No tenía ganas ni ánimo para que alguien intentara darle conversación. Recostó el asiento hacia atrás y cerró los ojos. Había soñado mucho con este momento, pero ahora, con todo consumado, no sentía la tranquilidad que había esperado tener. Las heridas del pasado seguían abiertas, aún después de que la historia se había cerrado, según el propósito que la había traído a Buenos Aires.
Y todo se había dado por casualidad, en las calurosas tardes de enero del año anterior, tomando mate en la casa de su amiga Sofía junto con Perla, la madre de ella, que estaba de vacaciones. Le fascinaba escuchar las experiencias de Perla en Buenos Aires, donde nunca había estado. Sofía, en cambio, había nacido en Buenos Aires, pero al cumplir quince años había ido a vivir con su abuela. Hoy, con treinta años, se había casado y tenía tres hijos. Nancy con veintiocho, nunca había logrado formalizar una pareja, ni mientras vivía su madre, ni después de fallecida, ocho años atrás, por lo que no podía culparla.
Perla trabajaba en la casa de un abogado, ahora juez, desde hacía más de cuarenta años, quien le había permitido vivir en la casa con Sofía, después de su nacimiento hasta que la joven había decidido volver a Córdoba. Hacía unos años había quedado viudo, y como ya le conocía tanto los gustos, le daba total libertad para manejar la casa a su antojo.
Una de las tardes, mientras Perla hacía unas tortas fritas para tomar el mate, contó como al pasar, que el juez nunca recibía a nadie en su casa, a excepción de su amigo el cura, Julián dijo que se llamaba y agregó que alguna vez había estado en Villa María. Nancy quedó petrificada. El corazón casi se le saltaba del pecho. Tratando de aparentar tranquilidad, con el tono más sereno que pudo, preguntó:
—¿Ah sí? ¿Y cuánto hace que estuvo por aquí?
—Y…hará unos veinte o veintidós años, creo que me dijo, una vez que conversamos.
Un frío corrió por la espina dorsal de Nancy, pero no hizo más comentarios y el asunto se cerró allí. Los días que siguieron no volvieron a tocar el tema. Pero en la cabeza de Nancy un plan había comenzado a tomar forma.
Perla ya había vuelto a Buenos Aires cuando, en una charla que pretendía ser informal, Nancy le preguntó a Sofía:

—¿Consideraste alguna vez que tu mamá podría jubilarse?
—¿Te parece? —respondió Sofía— no creo que quiera…
—¿Cuántos años hace que está trabajando? Me parece que merece disfrutar un poco. Además, la edad ya la tiene y con la moratoria previsional que se aprobó hace un tiempo, para aquellos que no tienen todos los años de servicio requeridos, podría obtener la jubilación. Pensá cómo disfrutaría de sus nietos si se volviera para acá.
La idea prendió en Sofía, quien comenzó a tratar de convencer a su madre. Al principio se resistió, pero con el correr de los meses, la idea empezó a gustarle a Perla. Lo único que la preocupaba era dejar en  banda al señor —como ella le decía— después de tantos años juntos. Allí Nancy puso en marcha el segundo paso del plan: se ofreció para reemplazarla. Todo cerró a la perfección. Perla decidió iniciar los trámites de su jubilación después del mes de enero, y así fue que en mayo de este año comenzó su “entrenamiento” con Perla en la casa del juez.

El micro hizo una parada en San Isidro para levantar más pasajeros y eso la sacó de sus pensamientos. Después la azafata de a bordo repartió unas bandejitas con galletitas y sirvió café en los clásicos vasitos descartables que, cuando uno lo recibe, se quema los dedos hasta el hueso.
Cuando finalmente se apagaron las luces del micro, y afuera el verde se había transformado en negro, reclinó otra vez el asiento hacia atrás y sus pensamientos volvieron a la noche del viernes.
—Vine a cerrar una historia Tal vez la mía —le había dicho.
—A veces es necesario cerrar cosas que quedaron inconclusas —respondió el cura— ¿Cómo te puedo ayudar?
—Eso depende.
—Depende ¿de qué?
—De que esté dispuesto a escucharme hasta el final.
—Adelante. Te escucho.
—Todo comenzó cuando tenía seis años. Mi madre trabajaba limpiando casas. Muchas veces me llevaba con ella. Nunca tuve padre ni otros familiares así que no tenía con quien dejarme, salvo en el momento en que estaba en el colegio. Así yo recorría casi todas las casas de familia que la empleaban. Un día llegó al pueblo un cura nuevo, y como mi madre no dejaba de ir a misa todos los domingos, cuando él se enteró que ella hacía trabajos domésticos la contrató.
—¿Vos sos…?
—Sí, la nena que llevabas a tu cuarto “a contarle cuentos” —estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono sarcástico— que tocabas sin escrúpulos en una forma que yo no entendía —su voz comenzó a entrecortarse en sollozos— y que justificabas diciendo que eran formas de demostrar cariño.
—Yo no quería hacerte daño…
—¡Pero lo hiciste hijo de puta! —el llanto ahora era incontenible— ¡Me abusaste durante dos años! ¡Nunca más pude soportar que un hombre me toque!
—¡Te pido perdón! ¿Qué puedo hacer para reparar mi debilidad?
—¿Debilidad? ¡Basura! ¿Te querés justificar en tu debilidad? ¡Yo era una nena de seis años!…Comenzaste a matarla a esa edad…
Recordó cómo mientras hablaba, se dirigió a la puerta de entrada del confesionario. También cómo vio a Julián, derrumbado en el asiento de madera. Él también lloraba.

—¡Primero pensé en denunciarte! ¡Te quería ver en la cárcel! Pero tener que revivir toda la historia en un tribunal con el riesgo de que me digan: "prescribió", te soltaran y me quedara sólo con mi vergüenza, me hizo desistir.

En la oscuridad del micro, con los ojos cerrados, su pulso se aceleró, como esa noche cuando buscó algo en su mochila y le gritó:
—¡Entonces decidí matarte! Llegué hasta aquí para eso... ¡Y, ahora que puedo, no tengo el valor! ¡Hacerlo no me va a sacar todo el dolor acumulado! Así que…tomá —le dijo mientras le alcanzaba, tomándola por el cañón, la pistola que acaba de sacar—. Librate de todo…matame y terminá con mi agonía…
Julián estaba azorado. Lentamente tomó por la empuñadura la pistola que Nancy le ofrecía. Ella cerró los ojos esperando el final y el estampido le hizo pegar un salto. Abrió los ojos. Él estaba derrumbado hacía atrás con un chichón sanguinolento sobre su sien derecha. Levantó la pistola y salió rápidamente. En la iglesia ya no quedaba nadie.
El micro entraba en la ciudad de Villa María.

Osvaldo Villalba
05/10/2014