Mientras el cielo se
oscurece y
las olas se yerguen
en un súbito
chubasco, el bote en
el lago
flota enfermo a gusto.
Murasaki Shikibu
—¡Achicá, achicá! —grita
Quique mientras lucha con los remos intentando estabilizar el bote.
—Ya sé boludo. ¿No
ves que no doy abasto? —escupo mi respuesta, con toda la bronca y el miedo que
me embarga. Tengo los brazos acalambrados de sacar agua con el balde
infructuosamente.
Las
olas alcanzan casi un metro y medio y no sólo nos empapan sino que dejan litros
de agua dentro del bote. El viento lo sacude como una hoja. Por momentos se
inclina de costado y parece que va a dar una vuelta de campana. Otras se
levanta en la cresta de una ola para después clavarse de punta como un delfín
que se sumerge. Estamos atados a los asientos en una especie de cinturón de
seguridad para que el movimiento no nos arroje al agua. Maldigo la hora en que
cedí a las presiones de mi cuñado.
* *
*
Todo comenzó el miércoles de esta semana
cuando llamé a Stella. Lo hago todos los mediodías, a la hora de almuerzo en mi
oficina. Es el momento de intercambiar novedades. Ella habla antes a casa para
saber cómo les fue a los chicos en el colegio y después me comenta. Fue
entonces cuando me dijo:
—Me llamó mi hermano.
Nos invita a pasar el fin de semana en Chascomús. Es el cumpleaños de su hijo
mayor.
Uf, pensé, me tengo
que bancar a ese plomo. Pero Stella tiene una predilección especial por Quique
en relación con sus otros hermanos. Y como el tipo vive a cien kilómetros no
tiene muchas oportunidades de verlo.
—Que bueno mi amor —mentí—
¿Le preguntaste qué llevamos? Además del regalo del pibe, digo.
—Sí, me dijo que
nada. Pero yo pensé que si usamos la conservadora podemos comprar helado en
Tino. Cuando vinieron casa les encantó y Marcela dijo que no se compara con los
que se consiguen allá.
El viernes salí temprano de la oficina y pasé
a buscar a Stella por su trabajo. Habíamos dejado los bolsos preparados así que
solo fue llegar a casa, cargar el auto y salir. Los chicos nos esperaron
listos. Pasamos por la heladería y enfilamos por la autopista a La Plata-Mar
del Plata. Llegamos a Chascomús como a las diez de la noche. Marcela nos
esperaba con pizza.
—El asado lo hacemos
mañana al mediodía, —nos aclaró Quique—, porque a la noche, como vienen los
amigos de Nahuel, encargamos un lunch. Y el domingo, Marcela organizó una
salida de chicas con las compañeras de secundario ya que venía Stella, así que nosotros
nos vamos a pescar. Vení al garaje que te muestro el bote que me compré.
De nada sirvieron
todos los argumentos que usé para disuadirlo. Es tan cabeza dura como Stella.
Creo que viene de familia. Bueno, yo también. Al fin y al cabo su postura sonaba lógica.
—Los pibes se van a
ir al club. Las chicas se van al centro con sus amigas. ¿Qué te vas a quedar
haciendo? No me vas a decir que tenés miedo ¿no?
Ése fue un golpe
bajo. A mi orgullo. Acepté.
El domingo amaneció
nublado, lo que me produjo una pequeña esperanza. Quique se encargó de
evaporarla.
—Mejor que esté un
poco nublado. Así el sol no nos incinera. En el medio de la laguna el agua lo
refracta como un espejo y te quema más.
Quique remaba con
ritmo. Enseguida el bote alcanzó el centro de la laguna.
—¿Querés hacer un
poco de ejercicio? —me preguntó.
—No, está bien. Ya me
cansé de verte a vos.
Quique subió los
remos, tiró por la borda un ancla que estaba bajo su asiento y comenzó a armar
la caña.
Estuvimos una media
hora allí y como no había pique mi cuñado levantó el ancla y nos movimos unos
cincuenta metros. Empezó a soplar un viento desde el sur y el agua comenzó a
picarse. El cielo se había cubierto con unos nubarrones muy negros. Se hizo de
noche a las once de la mañana.
—Mejor nos vamos —le
dije.
—Sí, creo que es
mejor —por primera vez lo vi preocupado.
Empezó a remar hacia
la orilla pero el viento no nos permitía avanzar. Quique sacó de abajo del
asiento los chalecos y me pasó uno mientras se ponía el otro.
* * *
Mientras sigo sacando
agua con el balde recuerdo que tengo el celular en el bolsillo del jean.
—¿Y si pedimos
auxilio? ¿Funciona aquí el 911? —le pregunto tratando de que no se me quiebre
la voz.
—Sí, funciona, pero
acá no tenemos señal. Tal vez más cerca de la orilla —responde.
Se larga el
chaparrón. Es una cortina de agua que no permite ver la costa. Por primera vez
siento que aquí se acaba todo. Sin parar en el achique miro a Quique de reojo.
Creo que también está asustado.
Una bocina toca dos
veces y vemos un reflector potente acercarse entre la lluvia. Cuando llegan comprobamos
que es una lancha de Prefectura.
Sentados dentro de la
lancha, envueltos en frazadas, volvemos al muelle. El bote viene remolcado.
—La semana que viene,
si querés, terminamos el día de pesca —me dice Quique.
—Andate al carajo —me
sale del alma y nos reímos.
Osvaldo Villalba
11/05/2020