Bajo la escalera del subte y ya se escucha el sonido. El cartel luminoso
indica que todas las líneas funcionan con normalidad. Una buena por lo menos en
medio de tantas pálidas. Mientras paso los molinetes pienso que hoy no tendría
que haberme levantado de la cama. Cuando me desperté de repente y comprobé que el reloj no había sonado porque se había cortado la luz, debí darme vuelta y
seguir durmiendo.
Avanzo por el pasillo que combina con la línea A, bajo otra escalera y
allí están. Son tres. El que toca el bandoneón parece tener tantos años como el
tango. Está sentado en un banco bajo y sostiene el instrumento sobre sus
piernas. A su derecha, un cincuentón puntea la viola con maestría. Frente a
ellos un flaco con barba espesa hace llorar el violín mientras Malena sigue cantando como ninguna.
El corte de luz era en todo el barrio. Para colmo no había puesto a
cargar el celular y no pude llamar al trabajo para avisar que llegaría tarde.
Me asomé por el balcón y la calle se veía como boca de lobo. El encargado del
edificio igual baldeaba la vereda. En planta baja, evidentemente, no faltaba el
agua. En mi baño no salía ni una gota. Los vecinos que se dieron cuenta del
corte durante la noche deben haber llenado las bañeras y todos los baldes y
cacerolas con agua y dejado el tanque con sólo el sedimento de…¿cuánto hará que
no lo limpian? No tuve más remedio que irme a trabajar sin bañarme. Y además
sin desayunar porque ni siquiera un café pude prepararme. Le puse comida a mi
gata Frida y rogué por que el agua que le sobró de ayer estuviera en buenas
condiciones.
Los tipos tocan muy bien. Y a mí el tango me puede. Me paro a escucharlos. Total no tengo apuro
por volver a casa. Desde que Sofía se fue nadie me espera. Bueno, sí, me espera
Frida, pero ella nunca hace problema por la hora a que llego.
Tenía la esperanza que las cosas mejoraran al llegar a la oficina. Pero
como ocurre casi siempre que empiezan mal, después empeoran favorablemente.
Como era obvio, con el caos de tránsito producto de la falta de semáforos,
llegué más tarde todavía de lo que suponía.
No hubiera sido mucho problema si no fuera porque el buchón de Alfredo
firmó la planilla a las 8,30, que es el máximo de tolerancia, dejándome en
evidencia. Para colmo imagino que la mujer del jefe le debe haber taladrado la
cabeza todo el fin de semana porque vino más agresivo que un gurka. Nos llamó a
su oficina y nos gritó por el trabajo realizado la semana pasada, por el que teníamos en curso y por el
que nos tenía preparado para darnos. Cuando llegaron las cinco de la tarde tuve
la misma sensación de alivio que una libertad condicional.
Observo a los que, como yo, se pararon a escuchar la música. Es un conjunto variopinto: estudiantes
secundarios, una señora mayor muy maquillada, jóvenes oficinistas, —lo infiero
por el tipo de vestimenta—, un grupo de obreros de la construcción con sus
cascos amarillos, un par de vendedores ambulantes, una familia con cuatro
niños, un matrimonio anciano, dos parejas vestidas como hippies y…ella. Cabello
largo, lacio, castaño con reflejos rubios, enmarcando un rostro bronceado, de
ojos marrones, boca grande con apenas un toque de maquillaje. Una musculosa
color crema y un jean muy ajustado sugieren un cuerpo armonioso, sin mucha
voluptuosidad pero, casi con seguridad, riguroso trabajo en el gym. La música pasa a segundo plano. Todos
mis sentidos convergen en un único propósito: admirarla. Imagino hasta su
perfume. ¿La vie est Belle tal vez? Coincidiría con su target. Concentrada en la música parece
transportada a otra dimensión. Y si le gusta el tango, bingo. De repente gira
la cabeza hacia mí. ¿Sintió mi mirada? Sonrío. Vuelve su atención a los músicos
pero no parece molesta. Mi pulso se acelera. ¿Me acerco? ¿Le hablo? ¿Cómo
hacerlo para no quedar en evidencia y rebotar? El trío arremetió con Por una cabeza. ¿Y si canto para llamar
su atención? Naaa, no me da para eso. ¡Ya sé! Busco mi billetera, saco 50 pesos,
me acerco al estuche de la guitarra que está en el suelo y los dejo caer. Los músicos
me agradecen con la mirada sin dejar de tocar. Al retirarme camino hacia donde
ella estaba parada…No está. Se fue. Corro hacia el andén. Está lleno. Camino
con el cuello estirado buscando ubicar su pelo entre todas las cabezas. Nada. A
lo mejor salía del subte. Subo los escalones de a dos y corro hasta los
molinetes. En la escalera mecánica que va a la calle la veo. Sube abrazada a un
tipo con indumentaria deportiva de Boca.
Confirmado. Hoy no debí salir de la cama. La única chance de mejorar un
mal día la vengo a perder con un bostero.
Osvaldo
Villalba
19/10/2018