Problema resuelto


El hombre se descubre cuando
se mide con un obstáculo.
Antoine de Saint-Éxupery

I

La notificación de la notebook me sobresalta sacándome bruscamente del sueño. La configuré para que me avise cuando entra algún correo en esa cuenta. No la tengo en el celular para evitar que me relacione con ella ante cualquier peritaje. Me percato que son las 6 de la mañana. ¿Quién puede ponerse a escribir tan temprano? —pienso— ¡Es no tener nada que hacer!


Me quedo un rato en la cama, estirado, tratando de despertarme del todo. Igual, me pica la curiosidad por saber quien escribió. La cuenta, creada especialmente para nuestra actual actividad, tiene bastante movimiento, dejando como resultado buenos ingresos.


Me levanto, abro la notebook y reviso el correo. Como casi siempre, el remitente no se identifica:


De: rufianmelancolico@hotmail.com

A:  problemaresuelto@gmail.com

Asunto: Recomendados


Estimados:

Tengo muy buenas referencias de ustedes y me agradaría encomendarles una tarea que requiere tanta profesionalidad como discreción. Si están dispuestos, a vuelta de correo les paso un teléfono para que nos contactemos.

Atentamente.


El texto no difiere demasiado de la mayoría de los mensajes. Nadie quiere dejar sentado por escrito el objetivo que pretende de nosotros. Le respondo. En minutos me pasa el teléfono, y lo llamo tomando la precaución que no quede identificado mi teléfono en el llamado.


—Hola —dice una voz de hombre.

—Hola, le hablo de Problema Resuelto. Me llaman El Negro —respondo— ¿Usted nos escribió?

—¡Ah, sí! Me hablaron muy bien de ustedes, como puse en el mail. Necesito un trabajo especial y, como también aclaré, que se haga con limpieza y discreción.

—Lo tiene garantizado. Somos efectivos y discretos —presumo— ¿De qué se trata?

—Quiero que me liberen de mi socio.

—Defíname liberar.

—Lo quiero muerto —dice con determinación.

—¡Apa! ¡Eso es algo muy serio! No está dentro del servicio standard.

—Por eso dije que era especial. ¿Está arrugando?

—¡No! Déjeme consultarlo con mi socio y lo llamo. Claro que en caso que el trabajo se haga la tarifa tampoco será standard.

—Por el pago no hay problema. Ponga la cifra y dígame cómo procedo.

—De acuerdo. Lo llamo ni bien tenga la respuesta. ¡Chau!


Corto y me tiro sobre la cama. Antes de consultar quiero tener en claro qué hacer. De una cosa estoy seguro. A la cárcel no quiero volver. De sólo pensar en los años que me comí adentro me da escalofrío. Mi viejo, enojado porque había sacado plata de la caja de la fábrica, no quiso pagar la fianza ni me puso abogado. El defensor oficial me informó que quedaba en preventiva y me trajo una Biblia. "¿Y esto?", le pregunté. "Estudiate todas las páginas que te marqué. Le voy a pedir al juez que te ubique en el pabellón de los evangelistas, asi no terminás siendo gato en una ranchada común", me dijo. Mejor no les cuento que es ser gato en un pabellón. Estuve guardado hasta esperar el juicio oral. Cuando me condenaron por estafa, —¡estafa! ¡Mi familia!—, ya había cumplido casi toda la pena, así que pronto salí. Pero el guacho de mi viejo no me dejó volver a casa. ¡Ah! ¡Y de mis amigos mejor ni hablar! Cuando yo garpaba las jodas…¡Un capo! Cuando salí del penal… ¡No tenían tiempo para verme! ¡Y para darme cobijo, menos! ¡Hijos de puta!


Me levanto y le envío un mensaje a Tenaza para reunirnos a las 11 en el café. Tenaza es como el hermano que no tengo. Cuando volví al barrio estuve como seis meses en situación de calle. La “gente bien” no me daba bola por ser ex presidiario. Los pibes de la calle me miraban con desconfianza por ser el “cheto” venido a menos. Me costó un montón ganármelos. Los convencí el día que me crucé delante de la moto de un tira para que el pibe que venía persiguiendo se escapara. Quedé todo golpeado, con un tremendo raspón en la pierna, pero la diferencia de orígenes que teníamos quedó definitivamente zanjada. Después de eso Tenaza intercedió para que me consiguieran un lugar en una casa tomada.

En ese tiempo hice de todo. Levanté quiniela y apuestas de carreras de caballos para un capitalista del barrio; participé en la mesa de una timba que manejaba el Rengo en la que desplumaban giles; levanté autos para el desarmadero o para la banda de los Grillos, si tenían algún golpe. Con ellos nunca fui. Salir de caño no es mi estilo. Con la droga no me meto. Los conozco pero en esa no entro.

Pero hace un par de años todo cambió. Mejores ingresos con menos ocupación. Disfruto más tiempo de mi actividad preferida: el ocio. Me acuerdo como si fuera hoy, yo estaba sin un mango, muerto de frío, recostado en la vidriera del café, esperando a alguno de la barra que me invitara con algo caliente, —el gallego del boliche ya no me fiaba— cuando lo veo venir a Tenaza con una sonrisa que le llenaba toda la cara.

—¡Negro, qué suerte que te encuentro! —dijo mientras me daba una palmada en el hombro con esas manazas que daban razón a su apodo— Tengo un laburito y necesito que me hagás pata.

—¡Claro! ¡No hay problema! —le dije— Si me pagás un café con leche con medias lunas, soy todo oídos.

—¡Que hijo de una gran…! —me respondió sin terminar la frase— Dale, vamos. ¡Gallego! ¡Dos cafés con leche con medias lunas! —Gritó desde la puerta mientras nos acomodábamos en la mesa del rincón.


El trabajo era sencillo. Teníamos que “convencer” a un fulano que dejara de ver a la mujer de un importante abogado del barrio. Salió todo redondito. Esperamos al tipo a media cuadra de su casa, y lo interceptamos antes que entrara al zaguán. Intentó hacerse el héroe pero Tenaza le apretó la cara con su mano derecha mientras yo le “masajeaba” los riñones y el hígado. No tardó mucho más en convencerse que esa señora no le convenía. Cobramos buena plata, pero lo más importante es que ese “favor” nos dio cartel. 


Comenzaron a buscarnos para otros trabajitos. Así, le cobramos una deuda que tenía con un prestamista del barrio uno que se las daba de pesado. Atendimos una barrita que había abusado de la hermana del farmacéutico y otros asuntos por el estilo. Pero la fama trascendió el barrio. Nos llamó una vez un contador con oficina en el microcentro para pedirnos que “conversáramos” con el entrenador de un equipo de fútbol barrial que se negaba a poner en el equipo titular a su hijo. Quedó tan agradecido con nosotros, después de ver a su hijo jugando en primera, que me aconsejó publicar en internet nuestros servicios y abrir una cuenta de e-mail.

—¡Quién te ha visto y quién te ve, Negro! —me decía Tenaza— ¡Con una noubuc y en interné! ¡Jajaja! 


Cuando llego al café Tenaza ya me está esperando.


II

Paro el auto una cuadra antes del cruce donde pensamos interceptar al blanco. Estuvimos más de dos semanas estudiando los movimientos del sujeto. Es un tipo muy metódico, repite toda su rutina casi sin cambios. Hoy jueves debería volver de jugar al golf como a las 18 horas y siempre toma esta ruta camino a su casa.

—¿Por qué querrá limpiarlo? —pregunta Tenaza.

—No es ético preguntar. Algunos cuentan los porqués como una forma de autojustificar el trabajo que nos encargan. El laburo de hoy es el primero de este tipo. Si el fulano no dijo nada… 

—Y, si ni siquiera la jeta le pudimos ver. La guita la mandó por un remís en una caja de mermeladas. Menos mal que le habíamos avisado al gallego  —dice riéndose Tenaza, como una forma de aflojarse.

—Se cuida. Las llamadas siempre fueron de celulares diferentes —agrego.

—Me parece que aquel es el auto —Tenaza se pone serio.


Nos bajamos los pasamontañas pese a que verificamos que no hay cámaras en la zona. Cuando su auto empieza a cruzar la esquina le cruzo el mío haciéndolo frenar de golpe. Tenaza se baja corriendo y lo encañona por el parabrisas mientras tironea de la puerta del conductor.

—¡Abrí la puerta! ¡Quiero ver tus manos! —le grita.

El tipo abre la puerta, temblando, con los ojos y la boca desmesuradamente abiertos.

—¡Tranquilos! ¡Llévense el auto! —dice torpemente— Sólo déjenme bajar al nene.

—¡Papi! ¡Papi! —la vocecita viene del asiento de atrás.

Tenaza lo agarra de la camisa y lo pone contra el suelo, boca abajo. El tipo llora. El nene sigue gritando.

—¡Papi! ¡Papi!

Nos miramos incrédulos. ¡Esto no puede estar pasando!

—¡Vamo´ Negro! A un pibe no, ¿eh? —me susurra Tenaza.

—Esperá —le digo— Dejame pensar. Si no cumplimos estamos terminados.

—No me importa —la voz de Tenaza suena ronca— Pero con un pibe, no.

Me agacho y lo agarro al tipo de los pelos.

—Decime. ¿Qué tiene tu socio contra vos?

—¿Él los manda? ¿Qué hijo de puta! —dejó de llorar— Saqué plata de la fábrica por un apuro que tuve  y el turro me hizo cederle mi parte para no denunciarme por estafa.

—¡Ah! Estafa… ¿Y qué firmaste?

—Un contrato de sesión con firma certificada por escribano.

—Ahá. ¿Sabés donde lo guarda?

—En la caja fuerte del local con todos los papeles de la empresa. Yo ya no tengo llave.

—Tenaza, sentalo. —y dirigiéndome al tipo— Calmalo al nene.

Tenaza lo levanta y lo sienta en el suelo recostado contra el auto. Hace bajar al chico, de unos cinco años, y lo acomoda en la falda del padre. El pibe se calma.

—¡Oíme bien! —le digo— Vas a hacer exactamente lo que te diga. El día de hoy festejalo como tu cumpleaños porque naciste de nuevo. Cuando llegues a tu casa decile a tu mujer que lo llame al turro y con voz afligida le pregunte si sabe algo de vos, porque no llegaste. A ella decile que cuando pase todo le vas a explicar. A nadie más una palabra de todo esto porque me puedo arrepentir. ¿Dónde queda la fábrica?

Tomo nota de la dirección y lo dejamos ir.

—¿Qué vamos a hacer? —me pregunta Tenaza cuando nos vamos a casa.

—Nos pagaron por un muerto. Para no perder prestigio tenemos que cumplir.


III

Sentado en la mesa del fondo del café releo el WhatsApp que me escribió antes de ayer Tenaza: Ya le yevé las fotos de la fiesta al fulano le dije que nos quedamos con los negativos por seguridá (de él jajaja)


Me costó enseñarle que no se debe dejar por escrito ningún dato porque no hay red que sea segura. Pero al final aprendió. Ya tenemos el contrato de sesión. La “interné” como él dice, lo alcanzó también, pienso con una sonrisa.


Me acerco al mostrador y mientras le paso al gallego un fajito de dólares por su “servicio de recaudación”,  le pregunto si llegaron los diarios.

—Sí seor! ¡Aquí lus tienes! —me dice con esa tonada que no perdió en los 50 años que tiene en el país.

Tomo el más importante y empiezo a hojearlo. Me detengo en la página de policiales:


EXTRAÑA MUERTE DE UN INDUSTRIAL

El industrial metalúrgico Raúl Estévez fue encontrado sin vida en el depósito de la planta que poseía en la localidad de Villa Lynch. El cuerpo fue hallado por el empleado de vigilancia, en su ronda habitual, al pie de la escalera que permite ingresar desde el despacho de Gerencia, en el tercer piso, en forma directa al sector productivo. En apariencia habría rodado desde arriba y por la posición de la cabeza, podría haberse quebrado el cuello. Según fuentes cercanas a la empresa el personal ya se había retirado. Habitualmente el industrial se quedaba en la planta hasta más tarde.  Pudo saberse que antes de su ronda, el vigilador estuvo revisando el tablero eléctrico por un cortocircuito que se había producido en la instalación, lo que no permitió  registros en las cámaras de seguridad. En el despacho de Estévez la caja de seguridad se encontraba abierta con importantes sumas de dinero en pesos y moneda extranjera en su interior.

Se esperan los resultados de la autopsia para determinar fehacientemente la causa de su muerte. 


Cierro el diario. ¡No debiste amenazar con estafa!  —pienso— ¡Esa palabra me cae muy mal!

 

Osvaldo Villalba

28/11/2015


Martín, el callejero



Hay derrotas  que tienen más
dignidad que una victoria
Jorge Luis Borges


Llueve. Martín corre hasta el túnel que pasa bajo las vías del ferrocarril San Martín para refugiarse. Hace frío. Ya no se acuerda cuánto hace que está en “situación de calle”. Él prefiere llamarse callejero. Camina por el sendero peatonal hasta las escaleras en la otra punta. Se sienta en el primer escalón y se tapa con la frazada que trae en la bolsa de consorcio, su equipaje.

Tiene hambre pero llueve mucho para ir hasta la plaza donde repartirán comida en un par de horas. Mejor dormirse un rato. Cierra los ojos y se encuentra en el departamento que alquilaban con Bettina. Un pañuelito pero para ellos, un palacio. ¡Cuántos sueños!  En esa época los dos trabajaban y aunque tenían muchas dificultades, eran felices. Hasta que comenzaron las hemorragias. Primero las encías, luego la nariz. Leucemia fue el diagnóstico. La peleó durante un año pero todo fue en vano. Todavía no puede aceptar que su amor no vuelve más. Todavía sueña con encontrarla. Sabe que jamás volverá a amar a alguien de esa forma.

A partir de ahí nada tuvo importancia. Ni siquiera ese lunes que llegó a la fábrica y se encontró con un candado en los portones. Sus compañeros le contaron que los patrones se habían llevado todas las máquinas y la mercadería en el fin de semana. Buscó trabajo infructuosamente. El dueño del departamento lo esperó dos meses Finalmente tuvo que dejarlo. Vivió un tiempo en un hotelucho de Balvanera mientras le duró la plata de la venta de sus muebles. Después…la calle.

El segundo día ya aprendió las reglas. Se acercó a un grupo que paraba debajo del puente de Córdoba y Juan B. Justo. Pensaba que podrían enseñarle algunos tips de supervivencia.
—¡Lindas zapatillas! —dijo uno.
—¡La campera es para mí! —gritó otro.

Intentó resistirse pero sólo consiguió que lo golpearan y patearan como nunca le había pasado. Se fue rumiando su bronca e impotencia jurándose que nunca más se iba a dejar sorprender. El Viejo Matías, que duerme en la estación de Corrientes y Dorrego, —lo bautizó así por la canción de Víctor Heredia—, le enseñó los lugares donde reparten comida, calzado y abrigo. Es con el único que se da. Prefiere andar sólo todo el tiempo. 

De un pedazo de chapa de zinc que encontró en un volquete se armó una faca como alguna vez vio en la televisión que hacían en las cárceles. El mango con trapos y afilada en el cordón de la vereda. Alguna vez va a ir a buscarlos.

El grito lo despierta. Se para y ve a una chica que forcejea con un tipo que quiere arrancarle el bolso. Están a unos diez metros más o menos. Corre hacia ellos y grita:
—¡Soltala!
—¡No te metás puto! —le dice el tipo.

En la carrera lo lleva por delante y lo hace caer. Se abalanza sobre él mientras el tipo, en medio de insultos, saca un arma y dispara dos veces. Siente que algo le quema en el estómago. Con el impulso cae sobre él y le clava la faca en el cuello.

Se tiende boca arriba. Le cuesta respirar. La chica se comunica con el 911. El tipo ya no se mueve. Ella se acerca a Martín.
—¡Gracias! —le dice— ¡Aguantá, ya viene la ambulancia!

Con una mueca de asombro la mirada de Martín se pierde en el techo del túnel. Su cuerpo se estremece como en una convulsión, la sangre sale a borbotones por el costado de su boca mientras en un hilo de voz exclama:
—¡Bettina, mi amor!

Osvaldo Villalba
19/08/2018