Podemos juzgar el
corazón de un
hombre según trata a
los animales.
Inmanuel Kant
I
El
sábado se estaba yendo. Abel ajustó las ruedas al eje y probó su rodamiento al
aire. Es aceptable —pensó—, tal vez haya que poner un poco más de lubricante. Usó
el aerosol. Probó nuevamente. Ahora sí.
Lo puso en el suelo y levantó el arnés. La gomaespuma se había adherido
bien, sobre todo en la zona de roce. Recordó la cara de su madre cuando llegó
del trabajo con un changuito[1]
nuevo.
—¡No
me digas que te vas a dedicar a hacer las compras de la casa! —le dijo su mamá.
—¡No
ma! Te compré uno nuevo porque voy a usar el viejo en un proyecto que tengo.
Navegando
en internet había encontrado esa foto que hizo que su corazón roto volviera a
latir esperanzado. La duda era: ¿podría hacerlo? Por lo menos tenía que
intentarlo.
A
su alrededor, las distintas piezas diseminadas por el piso formaban un extraño
rompecabezas. Miró el plano extendido sobre la mesa de trabajo comprobando que
había cumplido todos los pasos previos. Llegó el momento de ensamblar. Era la
hora de la verdad: comprobar si lo plasmado en el papel se transformaba en lo imaginado.
Comenzó
a acoplar las partes y poco a poco el conjunto fue tomando forma hasta
convertirse en el producto concebido.
Lo
puso en el medio del galpón que le servía de taller y se lo quedó contemplando
sentado en el piso, con la espalda recostada contra una de las paredes. Si
fuera creyente rezaría —se dijo— pero no sabía cómo hacerlo. Y pensar que
puteaba en las horas de Tornería y Soldadura en la escuela. Tenía que reconocer
que sin lo que le rompieron las pelotas los profes para que aprendiera no
hubiera podido hacerlo. Por primera vez en tres semanas esbozó una sonrisa.
Lástima que los docentes no se enterarían de su tardío agradecimiento.
Esa noche, mientras
acariciaba la cabeza de Blanquito, su perro, cerró los ojos y dejó volar sus
pensamientos. A pesar de que no podía evitar revivir con dolor los últimos
acontecimientos, se fue quedando dormido.
II
Blanquito
llegó a la vida de Abel dos años atrás. Lo encontró un día de tormenta, todo
mojado, debajo de un banco de la plaza, cuando regresaba del colegio.
—¡Eh
amigo! ¿Qué hacés ahí abajo? Vení, no tengas miedo.
El
perrito se fue acercando arrastrándose, con la cola entre las piernas, muy
asustado.
—¡Tranquilo
amigo! —le dijo mientras lo acariciaba— Vamos a casa, vas a secarte y estar
calentito.
Cuando
llegó con el perro su madre puso reparos.
—¿Un
perro en casa? ¡Sabés que a papá no le gustan los animales!
—¡Pero
mamá! ¡Mirá como está de sucio y mojado! Y seguro tiene hambre también. Yo me
voy a ocupar de todo.
—Está
bien, pero hablá vos con tu padre cuando regrese del trabajo.
Cuando
llegó el papá no protestó como preveía su madre, sino que, en seguida sintió
empatía con el perrito. Sólo en algo fue terminante:
—Está
bien Abel, que se quede. Pero vos te vas a hacer cargo de todo: cuidado,
limpieza, paseo, comida. Todo ¿eh?
—¡Sí
pa! ¡Quedate tranquilo!
Blanquito
es un perro de raza indefinida, blanco —de allí el nombre que recibió— y pelo
largo, tal vez influencia de un Collie entre sus antepasados. En poco tiempo se
hicieron inseparables. Blanquito lo acompañaba al colegio y luego volvía a la
casa. Al regreso lo esperaba en la puerta y al verlo venir corría a su
encuentro, ladrando y saltando. En diciembre pasado Abel terminó su secundario,
y hacía dos meses que había comenzado a trabajar como técnico mecánico en la
fábrica de rulemanes del pueblo. El perro lo acompañaba al trabajo y lo
esperaba con la misma ansiedad. A la noche dormía hecho un rulo a los pies de
su cama, apoyado sobre las piernas del joven.
III
Cuando
cobró su primer sueldo se dio el gusto de comprar la ansiada pelota de fútbol
que, hacía más de tres años, veía con admiración en la vidriera de la casa de
deportes. El sábado siguiente, a la hora en que se juntaba con los pibes a
jugar a la pelota, llevó, con orgullo, su nueva adquisición. A esta actividad Blanquito
nunca lo acompañaba porque después del partido se iban todos al local de
comidas rápidas que está en el centro. Pero ese día, el perro parecía tan
entusiasmado como él con la pelota nueva. La corría, la tomaba entres sus
patitas delanteras y la hacía rodar, saltaba sobre ella y la paraba con el
cuerpo. Finalmente, le dio pena dejarlo en casa y lo llevó.
El
partido se estaba desarrollando con la “normalidad” habitual. Discusiones,
cargadas, alguna pierna fuerte, enojos… Lo de siempre. Blanquito, sentado al
costado de uno de los arcos, observaba con atención. Abel, jugando como
defensor central, salió a cortar un contragolpe del equipo rival y perdió en el
mano a mano con el delantero y éste remató al arco lejos del alcance del
arquero. La pelota siguió su curso al traspasar el arco sin red y cruzó la
calle. Blanquito salió disparado detrás de ella. Chirriar de frenos, golpe,
aullido. Todo se desencadenó con rapidez.
—¡Blanquito!
¿Qué paso? —llegó hasta donde estaba el perro acostado quejándose. Se arrodilló
acariciándolo— ¡Amigo! ¡No te mueras! ¡Por favor! Aguantá hasta que te lleve al
veterinario.
Lo
revisó. No parecía tener heridas externas.
—No
lo muevas, dejalo acostado —dijo alguien— Esperá que ahora vengo.
El
conductor del auto que lo atropelló, se disculpaba:
—¡Apareció
de golpe! ¡No tuve ni tiempo de frenar!
Volvió
el hombre que había pedido que esperara. Traía una tabla de madera terciada. La
pasaron despacio debajo del cuerpo del perro y lo levantaron como si fuera una
camilla. El conductor del auto se ofreció a llevarlo al veterinario.
Abel
vivió dos semanas para olvidar. Radiografías, análisis, antibióticos, darle de
comer en la boca porque no podía pararse. Sólo quería que terminara pronto y
que Blanquito saliera de eso. Se sentía culpable por haberlo llevado al
partido. Finalmente el veterinario le dio el alta pero con un diagnóstico que,
para Abel, fue una puñalada:
—No
tiene heridas internas, va a salir de esto, pero…tiene dañada la columna, las patas
traseras no volverán a caminar.
IV
Domingo
por la mañana. Abel se despertó temprano. Blanquito dormía a los pies de la
cama. Claro que ahora lo subía y lo bajaba él, para ponerlo en su cucha.
—¡Vamos
Blanquito! ¡Hoy es el día!
Lo
alzó y lo llevó al galpón. Lo puso en el suelo sobre una manta mientras
preparaba todo. En el medio estaba, tal como la dejara anoche, la “calabaza”
que se había transformado en “carroza”.
—A
ver amigo —le dijo mientras colocaba las patas traseras del perro apoyadas en
el correaje.
La
correa pendía de dos varas, como la de los carros tirados por caballos. La
parte trasera de las varas se apoyaban en sendos parantes soldados al eje de
las ruedas. La parte delantera estaba enganchada al arnés, que Abel pasó por la
cabeza de Blanquito y fijó con una hebilla alrededor de su lomo.
—¡Listo
amigo! —su voz denotaba la ansiedad contenida tanto tiempo.
Se
apartó unos pasos. Blanquito quedó parado sobre sus patas delanteras, mientras
las traseras reposaban sobre el correaje del carrito.
Esperó
a ver qué pasaba. Blanquito dio un paso y el carro avanzó. Cuando se dio cuenta
que podía moverse comenzó a caminar más rápido.
Empezó a dar vueltas por el galpón, ladrando y salió por la puerta a
corretear por el jardín.
Recostado
en el marco de la puerta del galpón, Abel lo veía correr mientras sus lágrimas
dejaban un sabor salado en las comisuras de sus labios.


Osvaldo Villalba
17/10/2015